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Nadia y Nero
>> ¿Prefieres escuchar este relato? No te pierdas la locución que han hecho Sergio Martínez y Ariadna Roca: Nadia y Nero.
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Nadia me tiene preocupado. Hace un par de semanas que está muy rara. La veo cansada, no para de morderse las uñas y me riñe por cualquier chorrada. Además no recibe visitas ni habla por teléfono con nadie, por lo que no consigo enterarme de lo que está pasando. El otro día dejó el móvil encima de la mesa y casi consigo leer lo que estaba buscando por internet, pero solo me dio tiempo a ver que tenía abierto el navegador antes de que la pantalla se fundiera en negro. ¡Qué manía tiene de bloquear el móvil! ¡Así no hay quién la cuide!
Lo he intentado todo para animarla. Me acurruco con ella cada vez que se sienta, ronroneo tan fuerte como me permite este menudo e incómodo cuerpo, le dejo que me rasque la barriga siempre que quiere y apenas he arañado el sofá en días. Nadia es mi primer humano. La verdad es que cuando me la asignaron no pensé que se les pudiera coger tanto cariño. Y mírame ahora… ¡Hasta estoy adelgazando! El demonio al que Nadia llama “veterinario” estaría contento. Me ofende que ese ser malvado vista de blanco… es MI color, símbolo de pureza e insignia de los míos. Él perdió el derecho a usarlo en cuanto me metió el termómetro por el culo. ¡Qué desfachatez! ¿Quién hace eso por “vocación”?
Me pica todo. Me revuelco por el suelo una y otra vez sin notar ninguna mejoría. No pueden ser pulgas, Nadia me pone un mejunje en la nuca de vez en cuando para eso. Deben ser los nervios. Ya casi es de noche y la humana no ha aparecido. ¿Dónde estará? Entre semana siempre llega sobre las cinco de la tarde. Y sino, me avisa, aunque ella no sabe que puedo entenderla perfectamente. Siempre me lo cuenta todo. Incluso cuando todavía no había roto con Miguel y ya estaba con la “morenaza de los ojos sin fondo”, como la describe ella. Le daba mucho miedo, no sé por qué. Al fin y al cabo, a quien ame no va a decidir si me la llevo al cielo o recomiendo que la bajen “al horno”. En realidad lo verdaderamente importante es que ame, EN GENERAL. No entiendo por qué esta vez no me dice qué le pasa. ¿Es tan serio que no puede ni hablar de ello? Ya tengo náuseas otra vez. Quizás debería hacerle caso a Nadia y dejar de comer las pelusas que se acumulan por las esquinas. Es que parecen tan apetecibles… gráciles y volátiles como un diente de león. ¿Por qué me distraigo tan fácilmente?
Miro el reloj del horno y ya marca las nueve. Definitivamente esto es muy raro. Cuando estoy a punto de quebrar mi tapadera para pedir ayuda a los míos, oigo el ascensor que se detiene en nuestra planta. ¿Será Nadia? Escucho el tintineo de las llaves. Reconozco el girasol de plástico chocar contra la luna de metal. Es ella. Voy corriendo hacia la puerta y en cuento se abre, empiezo a maullar con todas mis fuerzas, a modo de bronca. Enseguida veo que Nadia no se encuentra bien y me callo para observarla. ¿Necesita ayuda?
—¡Aparta, Nero! —Me pide mientras se dirige corriendo hacia el baño tapándose la boca con una mano.
Ha tirado al suelo la bolsa y la chaqueta que llevaba y ni siquiera se ha entretenido en cerrar la puerta tras de sí. Sigo sus pasos tan rápido como me permiten mis rechonchas piernas. Ella me cierra la puerta en las narices, impidiéndome pasar. Rasco el maldito muro de madera que nos separa frenéticamente. Nadia me pide que pare entre arcada y arcada. La obedezco. Me quedo en silencio en el pasillo caminado en círculos. Oigo cómo vomita violentamente mientras yo no puedo hacer nada. No entiendo lo que está pasando.
La humana tarda una media hora en salir. Deshace sus pasos hacia la puerta principal para cerrarla y recoger sus cosas. Se ha atado el pelo en una cola alta y se masajea las sienes delicadamente. “Tiene migraña otra vez”, pienso aguantándome las ganas de maullarle con furia. La persigo hasta el comedor y me coloco en su regazo cuando se sienta en el sofá. No puedo dejar de mirarla. Observo las marcas de cansancio en su rostro mientras intento distraerla con mi ronroneo. Le hago una carantoña en la barriga con la cabeza y suelto un pequeño “miau” para que me haga caso. Necesito saber qué le pasa.
—Nero… tú siempre me querrás.
Me gustaría poder hablar para decirle que sí. Que yo siempre estaré a su lado, cuidándola. Que podemos resolver cualquier cosa. Que solo hace falta encontrar al ser adecuado y que no dejaré que le pase nada malo.
Nadia tuerce el labio hacia el lado izquierdo arrugando la nariz. Esa es la mueca que hace siempre que intenta contener las lágrimas. Me acaricia tiernamente la cabeza y el lomo. Aunque normalmente no me gusta admitirlo, ese gesto me produce una de mis sensaciones favoritas.
—Nero, pronto las cosas van a cambiar. —confiesa al fin.
Me esfuerzo por no hacer nada que la disuada de continuar.
—¡Estoy embarazada!
¿Era eso? ¿Ya está? Sin entender cuál es el problema salto al suelo y me pego una carrera por toda la casa. Cuando hago eso Nadia suele decirme que estoy loco, pero a mí me va muy bien para liberar tensiones. Pasarse todo el día preocupado por la humana es muy estresante. Está embarazada… ¿Y qué? Yo ya me había puesto en lo peor. Me esfuerzo por calmarme y volver a acurrucarme a su lado. Ella empieza a llorar. Será una noche larga y yo estaré a su lado. Al fin y al cabo, es mi humana y mi deber es cuidarla.
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Ganas de rendirse
“Por fin en casa”, pensé mientras rebuscaba las llaves en la pequeña mochila de piel marrón que solía llevar colgada a la espalda. Subir los tres escalones que separaban el jardín del porche me había costado más de lo que estaba dispuesta a admitir. Me dolía todo el cuerpo. Cada vez llevaba peor las incursiones, quizás ya iba siendo hora de dejarlo. Intentando apartar esa idea de mi mente, cerré la puerta tras de mí, dejé con cuidado la pequeña mochila marrón en el suelo y me desabroché las pistoleras dejándolas caer. El característico ruido sordo que emitían mis H&K USP del calibre 6 al chocar contra la carísima alfombra beige del vestíbulo fue lo que realmente me confirmó que ya había pasado todo. Podía centrarme en mí, en curar mis heridas y en recuperarme para la siguiente aventura. “En caso de que haya otra”, me advirtió una parte de mí que empezaba a odiar.
Observé la escalinata que llevaba a mi habitación y me pareció que me devolvía la mirada. Altiva, desafiante, casi burlona y, sobretodo, infinita. Decidí darle esa satisfacción e ir al cuarto de baño de invitados. Ya habría tiempo para recuperar la dignidad más adelante. Como si no estuviera sola en aquella inacabable mansión, cerré la puerta del diminuto baño con pestillo y abrí el armario que quedaba camuflado detrás del espejo que coronaba la encimera. Con cuidado, deshice la trenza que domaba mi larga melena, me quité los pantalones llenos de rasgaduras y la camiseta turquesa con demasiadas manchas de sangre reseca. Evalué el estado en el que estaba mi cansado cuerpo. No parecía que hubiera nada grave, nada por lo que hiciera falta despertar a Lyonel para que me colara en el hospital de la capital.
Me di una ducha para quitarme de encima el olor a tierra y sudor, tras lo cual pasé a atender mis heridas. Parecía que mis manos actuaran por cuenta ajena. Con movimientos expertos desinfecté lo que empezaba a ponerse feo y vendé lo que sabía que sangraría fácilmente. Cuando terminé no me molesté en vestirme. Deshice mis pasos hasta el vestíbulo y de allí al comedor principal que estaba en el otro extremo de la casa. Me tumbé en el ancho sofá que dominaba la estancia y me tapé con el pañuelo de seda que lo adornaba. A pesar de todo me dormí con una sonrisa, admirando las figuras geométricas de colores vivos que cubrían mis ahora ya no tan pronunciadas curvas. Soñé con el viaje a la India en el que me habían regalado el pañuelo como muestra de agradecimiento. Mi subconsciente no quería que me rindiera, me recordaba a menudo que todavía quedaba gente buena en este mundo, y que esa gente buena me necesitaba.
Dormí toda la noche y también parte del día siguiente. Cuando me desperté, el gran reloj de pared que quedaba justo enfrente de mí me indicó que eran pasadas las tres de la tarde. Reuní todas mis fuerzas para incorporarme. El dolor que se extendía por cada uno de mis músculos era aún peor que la noche anterior. Mi cuerpo me pedía reposo, seguir durmiendo hasta encontrarme mejor, pero yo sabía que, si lo hacía, la recuperación sería más lenta, tenía que moverme. Y tenía que comer.
Cojeando,
me dirigí hacia el lavadero y cogí un camisón del montón de ropa planchada con
el que cubrirme. Cuando salí al vestíbulo para dirigirme a la cocina la visión
de mi pequeña mochila marrón hizo que me detuviera. Sin prisa, me acerqué para
cogerla, la abrí y saqué de dentro el objeto por el que me había jugado la vida
una vez más. Se trataba de una calavera de ónice un poco más grande que mi
mano. Tenía las cuencas de los ojos rellenas de cuarzo y toda su superficie
había sido grabada con relieves de flores, hojas y distintas formas
geométricas. Era una auténtica obra de arte, una pieza única que en cuanto me
encontrara mejor devolvería a su legítimo lugar. “Vale la pena”, pensé
acercándola un poco para verla mejor, “no pienso dejarlo”.
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