“No ha sido culpa mía”, me repito una y otra vez. Pero por más que intento convencerme, no consigo creérmelo del todo. Me ha engañado como a un tonto. Ella sabía perfectamente lo que iba a pasar, seguro que ya lo había hecho otras veces. Y yo me voy a arrepentir el resto de mi vida de haberla conocido. Qué estúpido he sido. ¿Qué coño voy a hacer ahora?
Todo empezó el viernes por la noche. En lugar de quedarme en casa como le había dicho a mi hermana Yaiza, decidí salir un rato con Jesús. En mi defensa diré que la primera vez que Yaiza me propuso plan y le dije que no podía, no era mentira. Mi intención era pasar la noche entre pósits y fosforitos, de verdad, pero Jesús insistió mucho con que fuéramos al Dipa. Al menos insistió más que mi hermana. O, siendo sincero, quizás no. Ella hacía poco que se había mudado a la ciudad y todavía no tenía muchos amigos, por lo que cada día me proponía hacer algo, sin darse cuenta de que estaba empezando a agobiarme. Al fin y al cabo, si me había alejado más de ciento cincuenta quilómetros de la preciosa casa adosada en la que crecimos, era para huir de mi familia. Aun así, parte de ella me había seguido hasta la capital. En concreto mi madre, que por fin había decidido separarse del hombre que le amargaba la vida, y mi hermana, que no iba a quedarse sola “con ese señor”. Así que alquilaron un piso a un par de manzanas del mío, Yaiza se matriculó en la universidad que quedaba a tres paradas de metro, y empezó a infestar con su presencia mis lugares favoritos.
La cuestión es que yo tenía que revisar unos artículos (y toda su bibliografía) para una visita que tenía el lunes, un caso complicado para el que me estaba empezando a quedar sin opciones. También estaba agobiado por mi situación familiar y mi mejor amigo quería presentarme a su nuevo “ligue”. Sus mensajes me generaron tal hype, que al final accedí a acompañarle al bar que solíamos frecuentar, rezando para que Yaiza no hubiera decidido salir sola ante mis excusas.
Y allí estaba ella. No, Yaiza no. Me refiero a la “amiga” de Jesús. Se trataba de una mujer bastante normal. No me malinterpretes, no sabría describirla de otro modo. No era alta ni baja; ni rubia ni morena; ni flaca ni gorda; ni guapa ni fea. Su ropa no llamaba la atención; tampoco su maquillaje o los accesorios con los que se había engalanado. Y a pesar de todos esos rasgos neutros, su presencia llenaba el local entero. Era inteligente, simpática, perspicaz y se reía con nuestros chistes. Todo un despliegue de aptitudes, cualidades y habilidades entrenadas para hacernos sentir como en casa. Porque eso era lo que hacía, te hacía sentir a salvo mientras te envolvía en su trampa. Una telaraña que no tardaría en caerme encima para arruinar mi vida. En ese momento no me di cuenta de que nos estuviera utilizando. Así de sutil y despiadado era su arte.
El nudo de esta historia se tensó cuando llevábamos más de dos horas bailando, los tres, en el centro de la pista. Mi mejor amigo y yo nunca nos atrevíamos a destacar, pero esa mujer, cuyo nombre no pregunté ni nadie me dijo, nos azuzó hasta que accedimos a “quemar la pista”. Y en el momento en que mi mejor amigo anunció que tenía que ir a “vaciar la vejiga”, ella inició el ataque. Extendió los brazos por encima de mis hombros, como si fuéramos a bailar una canción lenta, y acercó su cara a la mía, hasta que nuestras mejillas se rozaron. Permaneció así unos minutos en silencio. Y luego, de repente, retrocedió un paso y gritó alegremente:
—¡Joder! Ya sé de qué me suenas. Eres el hermano de Yaiza, ¿verdad?
Sus palabras resonaron como un trueno por todo mi cuerpo. Empecé a pensar en la excusa que tendría que inventarme; en lo pesada que se pondría mi hermana al no creerme; en el drama que montaría mi madre al tener la oportunidad de entrometerse entre nosotros… Estuve tentado de negarlo, decirle que no sabía de quién me estaba hablando, pero sabía que ella me había reconocido. Y mi expresión le había dado la confirmación que yo todavía no me había decidido a expresar.
—Sí… —musité al fin. — ¿de qué os conocéis?
—De la Uni.
—¿Vais juntas a clase?
Mi pregunta se quedó en el aire, sin respuesta. La chica se dio la vuelta y desapareció escurriéndose entre la multitud. A pesar de que quise ir tras ella, el impacto de una mano en mi hombro me detuvo. Era Jesús, que había vuelto del baño.
—¿Se ha ido? ¿Qué ha pasado? —quiso saber mi amigo.
—Oh, ha dicho que tenía prisa —mentí sin saber muy bien por qué.
—Esta mujer me tiene bien pillado… —reconoció Jesús poniendo los ojos en blanco.
Despertando del influjo de la chica misteriosa, nos sentimos incómodos en el centro de la pista, así que pedimos otra cerveza y reculamos hasta uno de los laterales del local. Estuvimos un rato charlando de cosas sin importancia, y no tardamos demasiado en marcharnos.
El fin de semana pasó sin que Yaiza diera señales de que me hubiera descubierto. El domingo la invité a cenar, en parte porque me sentía mal, y en parte porque quería averiguar quién era el ligue de Jesús y cuán cercana era a mi hermana. No tuve éxito. Yaiza me dijo que no había hecho ninguna amiga todavía, ni tampoco conocía a nadie que encajara con la descripción que le di (que, dicho sea de paso, era muy genérica, como luego se encargó de recriminarme la policía).
A media semana, cuando ya casi me había olvidado del asunto, una notificación de Instagram inundó la pantalla de mi teléfono móvil. <<Cleo89 ha comenzado a seguirte>>. Era ella. Estaba seguro, aunque en la foto solo se viera una mirada engalanada al más puro estilo Egipcio, con gruesas e infinitas líneas negras y una sombra de ojos azul zafiro que parecía brillar con luz propia. Le devolví el follow al instante, y ella inició el chat. Se llamaba Cloe. Me dijo que se lo había pasado muy bien el viernes por la noche y que quería verme. Cuando le pregunté si también invitaría a Jesús, me dijo que no, que sería nuestro secreto, <<como lo del Dipa con Yaiza —emoticono de diablillo—>>.
Insistió en vernos al día siguiente, y como ella solo tenía disponibilidad por la mañana, le propuse que se acercara al hospital en el que yo trabajaba como residente. Ella accedió encantada: <<Qué interesante, ¡un médico! —emoticono de cara sonriente con manos—>>. Nunca fallaba, mencionar mi profesión siempre me ayudaba con las citas. Porque teníamos una cita, ¿no?
Resultó que Cloe llegó quince minutos antes de lo acordado. Y como yo estaba acabando un informe, le dije que subiera a mi despacho. <<Dirígete hacia Consultas Externas, pregunta por el Dr. Roca y te dejarán pasar. Luego ves al tercer pasillo, box 1.3.>>. Así lo hizo. La puerta se abrió en apenas cinco minutos. Nos saludamos con dos besos rápidos, y volví a mi ordenador para terminar de completar las anotaciones de la última visita.
—Siéntate, siéntate... Dame un segundo y enseguida estoy contigo —le prometí.
Ella obedeció, en silencio. Se sentó en una de las sillas que había delante de mi escritorio y esperó pacientemente a que yo terminara.
—Ya está, disculpa.
—Tranquilo, soy yo que he llegado antes —me consoló con la mejor de sus sonrisas.
Me quité la bata y la sustituí por la chaqueta que colgaba del perchero que quedaba a mi izquierda, tras lo cual le hice un gesto a Cloe para salir del despacho.
Fuimos a un bar que estaba a unos cinco minutos del hospital. Nos tomamos un café y charlamos un poco de todo. Me dijo que trabajaba en una empresa de consultoría informática y que hacía tres años que vivía en la ciudad. Yo le expliqué por qué me había sorprendido que mencionara a Yaiza en el Dipa, y le conté por encima el drama con mis padres. A pesar de que no sabía por qué, me inspiraba confianza. Era tan fácil hablar con ella…
Hasta que miré el reloj y vi que ya había pasado una hora. Hacía veinte minutos que se había terminado mi descanso, así que tuve que excusarme y volver al hospital. Ella insistió en acompañarme hasta la puerta de la entrada general y, en lugar de intercambiar los dos besos reglamentarios, se puso de puntillas, me rodeó el cuello con ambos brazos y juntó sus labios con los míos, besándome apasionadamente. Me dejó sin respiración. Me soltó un <<Nos vemos, cariño>>, se giró y se fue. Yo no pude reaccionar hasta que la perdí de vista, la verdad. Así de buena era Cloe, si es que ese era su nombre real, cosa que dudo mucho.
La cuestión es que cuando regresé a mi despacho, me fijé en que había un USB en la silla que, apenas una hora antes, había ocupado Cloe. Me costó un poco adivinar de que se trataba, era un cilindro azul bastante pequeño, y solo tras cogerlo y examinarlo con un poco de detalle, vi lo que era. Tenía un botón en uno de los laterales. Lo pulsé. Y un conector rectangular emergió de su interior a tal velocidad, que parecía exigir que lo enchufaran en alguna parte.
Mentiría si no admitiera que me picó la curiosidad. ¿Qué guardaba Cloe en ese pequeño cilindro? Ni siquiera tuve que pensármelo dos veces. Lo cogí y lo enchufé en el ordenador de mi consulta. Creo que nunca la he jodido tanto como con ese sencillo gesto. Ni siquiera cuando mi madre encontró unas bragas de encaje entre los cojines del sofá y dejé que creyera que las había escondido mi padre.
Al principio no pasó nada. Intenté acceder a los archivos del USB y pareció que mi ordenador no era capaz de reconocerlo. Como sabía que tenía menos de un minuto para llamar al siguiente paciente, decidí dejarlo para más adelante, así que abrí Eliton, nuestra herramienta de HCE (Historia Clínica Electrónica). La sesión había caducado, pero pude volver a autenticarme sin problema. Una vez dentro, miré la lista de los pacientes del día, los ordené por estado e hice clic encima del primer pendiente que tenía yo asignado. “María Pérez, María Pérez, María Pérez”, repetí en un susurro para que no se me olvidara. Y mientras memorizaba su nombre, me dirigí hacia la puerta, la abrí y lo volví a pronunciar una cuarta vez, con voz alta y clara. Una mujer rubia se levantó y me siguió hacia el interior de la consulta. Me senté en mi sitio y le indiqué que hiciera lo propio, mientras le preguntaba cómo estaba y trataba de abrir el apartado en el que debían salir sus últimas exploraciones.
Y entonces empezó. Un mensaje emergente de error tras otro invadió la pantalla. <<Número de exploración desconocido>>, <<Asistencia desconocida>>, <<Paciente inexistente>>, <<Error desconocido>>, <<FILESYSTEM ERROR 804x>>. Me asusté tanto que cerré Eliton a lo bruto, por la cruz del navegador. Esperé un par de minutos excusándome ante la paciente, que seguía hablando de no sé qué dolor que tenía desde hacía tres años. Intenté volver a acceder. No pude. Nada más hacer doble clic sobre el icono de Eliton, los mensajes emergentes volvieron. <<Unknow Namespace [USERS]>>, <<UNK DB CRED>>, <<FILESYSTEM ERROR 309z>>. Ni siquiera apareció la pantalla de login. Cerraba una ventana emergente y aparecía otra.
No sabía qué hacer. Mi paciente seguía hablando y a mí me faltaba el aire. Al cabo de cinco minutos decidí pedirle que se marchara. Me excusé diciendo que había un problema informático y que se dirigiera al tablón de información para que le reprogramaran la visita. Tan pronto como cerró la puerta, llamé al SAU (Servicio de Atención al Usuario). Comunicaba. Así que probé con Sistemas y con Desarrollo, corriendo la misma suerte. Mi jefe y la jefa de servicio tampoco contestaban, ni la directora de informática, siempre tan accesible, me cogió el teléfono. Me acojoné. ¿Y si todo eso era culpa mía? Intenté acceder a Eliton una vez tras otra, sin éxito. El cilindro azul zafiro que sobresalía de la torre de mi ordenador me miraba cada vez con más sorna. No, no podía ser.
Hasta que la puerta de mi despacho se abrió de un golpe seco. Y una turba lo invadió a gritos. Mi jefe, la jefa de servicio, el director médico, la directora de informática y sus adjuntos del SAU, Sistemas y Desarrollo estaban delante de mi mesa, discutiendo. Llegó un punto en el que la directora de informática los hizo callar a todos, me señaló con un dedo acusador y gritó:
—A ver, ¿qué coño has hecho con el ordenador?
Yo sabía perfectamente a lo que se refería. Era el USB de Cloe. Tenía que ser eso, era muy improbable que se tratara de una coincidencia. Así que sin decir nada, me agaché un poco, desconecté el pequeño cilindro azul y lo alcé en alto.
—Joder, ¡será…. —empezó la responsable de Sistemas, reprimiéndose para no insultarme.
Dejé el dispositivo encima de la mesa. No sé ni qué excusas farfullé. Salí de la consulta sin responder a las preguntas ni defenderme ante los insultos que me estaban propinando. ¿Cómo había sido tan estúpido?
Me refugié en el recuerdo de la imagen que tenía el perfil de Cloe en Instagram. En esos ojos de Cleopatra, en sus palabras amables y sus labios carnosos. En ese beso que me había dejado sin respiración. Intenté engañarme pensando que quizás el USB no era suyo.
Así que, una vez fuera del hospital, cogí el teléfono y la llamé al número de móvil que me había dado. <<El teléfono al que llama no existe>>, me indicó una voz metálica. Quise pensar que, tal vez, se había equivocado al darme su número, o yo al apuntarlo, así que traté de contactar con ella por Instagram. Y en cuando hice clic sobre la foto de ojos de Cleopatra se confirmaron mis sospechas. <<La cuenta de usuario no existe>>.
Me sentí como si me hubiera timado un fantasma. Estuve a punto de estampar el móvil contra el suelo, cuando un sonoro ¡DING! me disuadió. Desbloqueé la pantalla y vi que se trataba de un SMS. El mensaje procedía de un remitente desconocido y solo decía <<Lo siento, cariño, tal vez en la próxima vida>>.
Así que, sin lugar a dudas, era Cloe. Me había engañado. Y me había utilizado de la manera más ruin de todas. Pero ¿por qué? ¿Qué sacaba ella con todo esto? ¿Por qué me había destrozado así la vida?
Esa misma noche me hice una idea de lo que había pasado, ya que el ataque salió en las noticias. Un Ransomware había encriptado los datos del hospital, inutilizando Eliton, y haciendo imposible acceder a la información clínica de los pacientes. Ese tipo de ataque era como si los ladrones entraran en tu casa, metieran todas tus cosas de valor en una caja fuerte y la dejaran en medio del salón, diciéndote que, si querías la combinación para abrirla, les tenías que pagar TAL cantidad. Y una vez habían entrado, quién sabía si se habían limitado a encriptar los datos o también los habían copiado, transferido, modificado, etc. Así que consultas externas, laboratorio, exploraciones complementarias, farmacia… y hasta urgencias. TODO. Todo estaba colapsado. Más de diez mil visitas tendrían que ser reprogramadas, y se calculaba que el ataque afectaría a la actividad asistencial durante semanas.
Qué vergüenza. Pensar que yo había provocado todo eso me sentó tan mal que vomité la poca comida que había ingerido durante el día. No hablaron del objetivo del ataque, ni dieron detalles sobre cómo se había producido. Tampoco dijeron si los autores habían pedido un rescate, ni si amenazaban con revelar datos sensibles. Recibí un mensaje de mi jefe, diciéndome que me quedara en casa unos días. Tenían que decidir qué hacían conmigo.
Dos semanas después, cuando volví al hospital para recoger mis cosas, una técnica del SAU me resolvió la duda con la que me había obsesionado los últimos días. Necesitaba saber por qué había pasado todo eso. Al parecer, una sola historia clínica de un paciente puede llegar a valer 500$ en el mercado negro, y en el hospital teníamos más de un millón y medio, así que no hacía falta ser muy espabilado para saber que a alguien le había tocado la lotería por mi estupidez. La técnica trató de consolarme diciendo cosas como <<Es que hoy en día, con Instagram, se puede saber todo de la vida de cualquiera>>, <<Son expertos en hacerte confiar>> o <<Bueno, le pude pasar a cualquiera, nunca pensamos que será a nosotros hasta que pasa>>, pero ni ella misma se lo creía y no sonaba muy convincente. Su compasión me hizo sentir todavía peor.
Desconozco si el hospital pagó algún rescate, el caso es que la actividad se recuperó a los tres días del incidente. De hecho, cuando yo fui a firmar el finiquito, el ambiente era casi de normalidad, parecía que no había pasado nada. En la tele no volvieron a mencionar el ataque.
Después de lo ocurrido, empecé a fijarme más en las noticias y no paraban de producirse casos similares: en otros hospitales, tiendas online, plataformas de servicios varios, etc. hasta en las grandes tecnológicas.
Lo peor de todo, es que a veces se me escapaba una sonrisa triste cuando los veía. No podía evitar echar de menos esos ojos de Cleopatra. Ni el beso que me dejó sin respiración.
Al leer este relato, que te ha quedado muy bien, me he acordado de este tweet que he visto hoy.
ResponderEliminarhttps://twitter.com/rita_codes/status/1668227080046223365
Muchas gracias por tu comentario y por el enlace al tuit XD.
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