28 de febrero de 2021

Una mierda de día, de semana, de mes

Al día siguiente empezaba con la quimio. Serían tres ciclos de tres tandas espaciados por veintiún días, y estaba cagado de miedo. Había ido al médico hacía cosa de un mes por tener la barriga más hinchada y dura de lo normal. Pensé que me dirían que tenía gases, o quizás alguna intolerancia. Ni siquiera teniendo hora en oncología llegué a imaginar que se trataría de un tumor maligno de diez por trece. Liposarcoma. Cuando me dieron el diagnóstico no me lo podía creer. Y mi vida pasó a ser como uno de esos melodramas que ponen los domingos por la tarde. Una película monotemática, de las que buscan la lagrimilla fácil, en la que todo el mundo sufre de ansiedad.

Durante la semana había estado yendo cada día al hospital. Prueba del corazón, analítica, poner el “PICC” para proteger mis venas del veneno que iba a acabar con el cabrón que me crecía en el abdomen, etc. Me preguntaba por qué no lo hacían todo de golpe, la verdad. Quizás era su extraña manera de mantenerme ocupado. La cuestión es que llegó el sábado y no tenía absolutamente nada que hacer. Por suerte vinieron Núria y Susana, mis mejores amigas y mi pareja favorita. A parte de su alegría habitual, también trajeron una majestuosa máquina de hacer pasta casera, así que pasamos el día entre harina, agua y huevos.

Me encanta cocinar, me relaja. Incluso esos días, que no tenía hambre, no paraba de preparar tuppers que luego le llevaba a mi hermana Marta. Debería alegrarme de encontrarme tan bien. El bulto no me daba síntomas, pero eso lo hacía todo mucho más confuso. A menudo me sorprendía pensado que me habían gastado una broma pesada. Me costaba creer que el tratamiento que me iba a salvar la vida me sentaría peor que la propia enfermedad. Y si todo iba “bien”, luego lo extirparían. Solo de pensar en la operación me mareaba.

Esforzándome por romper el hilo de pensamientos que me estaba atrapando, decidí ir a ver a mi hermana. Tenía como dos quilos de pasta fresca que, si no se los llevaba, se echarían a perder. Además, estar un rato con mi sobrina me haría olvidar la pesadilla que me esperaba al día siguiente. Nina era un cielo, toda curiosidad e ingenio. Sabía que algún día haría algo grande y yo quería estar ahí para verlo. Por eso tenía que ser fuerte y “echarle cojones”, como solía decir Marta. Tratando en vano de contener las lágrimas me dirigí hacia el baño para darme una ducha bien fría (lo que con el "PICC" no sería tarea fácil).


Habiéndome acicalado, me dispuse a preparar los tuppers con la pasta fresca que había hecho el día anterior. Tras cerrar el tercer envase me acordé de los níscalos deshidratados que había conservado hacía unos meses, y pensé que serían un buen acompañamiento para los espaguetis. Así que cogí un par de botes de la despensa y cuando los iba a guardar en una bolsa reutilizable, me fijé en que tenían un color bastante raro. Sin pensarlo demasiado, abrí uno de los recipientes. El hedor nauseabundo que se liberó me abofeteó la nariz, no había secado bien las setas y se habían podrido. Tan pronto como se me pasaron las arcadas tiré los tarros a la basura, incluyendo los otros seis que todavía tenía en la despensa. Solo habiendo bajado la bolsa al container me permití pensar en el gran esfuerzo que había requerido preparar los níscalos. Dos excursiones al monte, tener el piso lleno de papel de periódico varias semanas, el olor a lodo que todavía se podía percibir en el comedor, etc. Todo para nada.

Intenté sobreponerme centrándome en la gran olla de caldo que ocupaba la mitad de mi nevera. A Nina le encantaba mi escudella y pensé que se alegraría mucho de que le llevara un poco. De hecho, decidí que lo mejor sería transportar la olla entera. Con la carne y la verdura tendrían comida para varios días, y si Marta se animaba, podíamos pasar la tarde preparando croquetas. Mi hermana era un poco desastre en la cocina, así que Nina siempre se alegraba de que su tío le enseñara recetas nuevas.

Sin tiempo que perder, cogí mi pequeña mochila azul, la bolsa en la que había metido los tuppers de pasta y la olla que contenía la preciada sopa. Cargado como iba, me las arreglé bastante bien para salir de casa y cerrar la puerta con llave, pero cuando apenas había empezado a bajar la escalera, un asa de la olla se desprendió. Cinco litros de caldo se desparramaron peldaños abajo ante mi incrédula mirada. Me quedé con la olla vacía en una mano y el asa huérfana en la otra. Las verduras, los huesos y la carne se precipitaron por los escalones, como compitiendo por ganar una carrera y ver quién llegaba más lejos. La bolsa que contenía los espaguetis se había inundado por completo. Mi reacción fue gritar de rabia y acabar de tirarlo todo al suelo.

Haciendo un gran esfuerzo por calmarme, me ocupé del estropicio que había provocado en la escalera y me encerré de nuevo en mi piso. Le mandé un mensaje a Marta diciéndole que al final no iría a verlas, tras lo cual me metí en la cama para ver un capítulo tras otro de una serie horrible a la que no lograba prestar atención. A pesar de que las horas parecían no pasar, al fin llegaron las siete de la mañana del lunes. Solo una nota de voz de Nina me dio las fuerzas necesarias para salir de la cama y dirigirme hacia el hospital.


Seguramente Marta hubiera sabido apreciar la luminosidad y la tranquilidad del lugar, pero a mí la sala de quimioterapia me pareció deprimente mirara como la mirara. Llena de fantasmas con los mismos ojos tristes y el mismo miedo que yo. En medio de esa indigesta escena estaba ella, Minerva. Al fin le ponía cara a la enfermera con la que había hablado por teléfono tantas veces. Me recibió con una inquebrantable sonrisa, se presentó y me pidió mi nombre para buscarme en el listado que llevaba impreso. Después de acompañarme hasta mi butaca, me explicó amablemente lo que pasaría las siete horas que estaría allí, y estuvo todo el rato pendiente por si necesitaba algo. Tenerla cerca me reconfortó de un modo que nunca hubiera imaginado, hasta me dio pena despedirme de ella cuando terminé la sesión.
—Nicolás, ¿verdad? —me preguntó mientras me liberaba de los tubos por los que me habían introducido el veneno—. Hemos terminado por hoy, ya puede irse.
—Gracias. Puede llamarme Klaus, todo el mundo me llama así.
Por primera vez en toda la jornada, la enfermera perdió su sonrisa, se quedó mirándome fijamente y empezaron a temblarle los labios.
—¿Está bien? —quise saber, extrañado por su reacción.
Ella carraspeó antes de responderme.
—Sí, disculpe… tengo que atender a otros pacientes.
—Claro, adiós.
Minerva se alejó sin despedirse y sin mirar atrás, dejándome otra vez solo entre fantasmas con los mismos ojos tristes y el mismo miedo que yo.

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¿Quieres entender la reacción de Minerva? Aquí te dejo la primera parte de este relato: Un día de mierda.