28 de agosto de 2020

Ganas de rendirse

 “Por fin en casa”, pensé mientras rebuscaba las llaves en la pequeña mochila de piel marrón que solía llevar colgada a la espalda. Subir los tres escalones que separaban el jardín del porche me había costado más de lo que estaba dispuesta a admitir. Me dolía todo el cuerpo. Cada vez llevaba peor las incursiones, quizás ya iba siendo hora de dejarlo. Intentando apartar esa idea de mi mente, cerré la puerta tras de mí, dejé con cuidado la pequeña mochila marrón en el suelo y me desabroché las pistoleras dejándolas caer. El característico ruido sordo que emitían mis H&K USP del calibre 6 al chocar contra la carísima alfombra beige del vestíbulo fue lo que realmente me confirmó que ya había pasado todo. Podía centrarme en mí, en curar mis heridas y en recuperarme para la siguiente aventura. “En caso de que haya otra”, me advirtió una parte de mí que empezaba a odiar.

Observé la escalinata que llevaba a mi habitación y me pareció que me devolvía la mirada. Altiva, desafiante, casi burlona y, sobretodo, infinita. Decidí darle esa satisfacción e ir al cuarto de baño de invitados. Ya habría tiempo para recuperar la dignidad más adelante. Como si no estuviera sola en aquella inacabable mansión, cerré la puerta del diminuto baño con pestillo y abrí el armario que quedaba camuflado detrás del espejo que coronaba la encimera. Con cuidado, deshice la trenza que domaba mi larga melena, me quité los pantalones llenos de rasgaduras y la camiseta turquesa con demasiadas manchas de sangre reseca. Evalué el estado en el que estaba mi cansado cuerpo. No parecía que hubiera nada grave, nada por lo que hiciera falta despertar a Lyonel para que me colara en el hospital de la capital.

Me di una ducha para quitarme de encima el olor a tierra y sudor, tras lo cual pasé a atender mis heridas. Parecía que mis manos actuaran por cuenta ajena. Con movimientos expertos desinfecté lo que empezaba a ponerse feo y vendé lo que sabía que sangraría fácilmente. Cuando terminé no me molesté en vestirme. Deshice mis pasos hasta el vestíbulo y de allí al comedor principal que estaba en el otro extremo de la casa. Me tumbé en el ancho sofá que dominaba la estancia y me tapé con el pañuelo de seda que lo adornaba. A pesar de todo me dormí con una sonrisa, admirando las figuras geométricas de colores vivos que cubrían mis ahora ya no tan pronunciadas curvas. Soñé con el viaje a la India en el que me habían regalado el pañuelo como muestra de agradecimiento. Mi subconsciente no quería que me rindiera, me recordaba a menudo que todavía quedaba gente buena en este mundo, y que esa gente buena me necesitaba.

Dormí toda la noche y también parte del día siguiente. Cuando me desperté, el gran reloj de pared que quedaba justo enfrente de mí me indicó que eran pasadas las tres de la tarde. Reuní todas mis fuerzas para incorporarme. El dolor que se extendía por cada uno de mis músculos era aún peor que la noche anterior. Mi cuerpo me pedía reposo, seguir durmiendo hasta encontrarme mejor, pero yo sabía que, si lo hacía, la recuperación sería más lenta, tenía que moverme. Y tenía que comer.

Cojeando, me dirigí hacia el lavadero y cogí un camisón del montón de ropa planchada con el que cubrirme. Cuando salí al vestíbulo para dirigirme a la cocina la visión de mi pequeña mochila marrón hizo que me detuviera. Sin prisa, me acerqué para cogerla, la abrí y saqué de dentro el objeto por el que me había jugado la vida una vez más. Se trataba de una calavera de ónice un poco más grande que mi mano. Tenía las cuencas de los ojos rellenas de cuarzo y toda su superficie había sido grabada con relieves de flores, hojas y distintas formas geométricas. Era una auténtica obra de arte, una pieza única que en cuanto me encontrara mejor devolvería a su legítimo lugar. “Vale la pena”, pensé acercándola un poco para verla mejor, “no pienso dejarlo”.

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17 de agosto de 2020

El pueblo sin rostro

Cuando Luna se despertó un intenso aroma a café inundaba toda la casa. Sin tiempo que perder, se levantó de la cama y se sujetó la media melena en una cola alta mientras salía de su habitación para dirigirse al comedor. Una vez allí encontró a sus abuelas, que estaban terminando de desayunar.
—Buenos días —la saludó su abuela Rosa mirándola por encima de las grandes gafas que se ponía para bordar. Que las llevara significaba que estaba trabajando en algún encargo.
—Hola —le devolvió el saludo Luna mientras bostezaba.
Su bisabuela Pilar le trajo una taza humeante que dejó encima de la mesa, tras lo cual le dio un beso en la frente.
—Ayer llegaste tarde —empezó Pilar.Luna le dio un buen sorbo al café antes de responder.
—Sí, la película se alargó un poco y luego nos quedamos hablando.
—¿Estabas en casa de Paula? —quiso saber su abuela.
—No, en la de Dani.Ante la mirada acusadora de sus abuelas, la joven se apresuró a ampliar su explicación.
—Fuimos unos cuantos y estaba el padre de Dani. Mamá me dio permiso.
—Está bien, está bien… —aceptó Rosa.
—Oye, ¿y qué tal con Paula? ¿Le gustó la bufanda? —preguntó Pilar para cambiar de tema.
—Pues no ha venido en toda la semana, la profe nos ha dicho que está enferma.
—¿Y qué tiene? —se interesó Rosa.Luna se encogió de hombros.
—¿Todavía no os habláis?
—No.
—Mándale un mensaje de esos con el móvil y así seguro que arregláis las cosas —propuso Pilar.
—Ya lo hice y no me ha contestado.
—Bueno, dale tiempo. —le aconsejó Rosa.
Por toda respuesta Luna suspiró profundamente y permaneció en silencio mientras sus abuelas comentaban lo que harían durante la jornada. Dándose cuenta de que Luna no estaba muy animada, Pilar le hizo un ofrecimiento que sabía que la alegraría.
—Si quieres, cuando terminemos de desayunar te cuento una historia.
—Vale… —aceptó Luna menos ilusionada de lo que Pilar hubiera querido.
—¡Solo si quieres!
—Sí, sí que quiero.

En cuanto acabaron, recogieron la mesa ente las tres y Rosa se fue a trabajar en el pedido que tenía que entregar a mediados de la siguiente semana. Pilar y Luna se sentaron en el pequeño comedor y ni siquiera se molestaron en encender el televisor.
—Veamos… Sí, te contaré la historia de la Caja de Pandora —decidió Pilar.
—Esa ya me la sé. Forma parte de la mitología griega. Era la caja que Zeus entregó a Pandora como regalo “maldito” de boda y que contenía todos los males de este mundo —se apresuró a avisarla Luna.
—Bueno, esa es la versión que cuentan los humanos. Y como de costumbre, está mal. En realidad Pandora no es una mujer, sino un lugar.
Ante esa afirmación Luna interrogó a su bisabuela con la mirada, por lo que Pilar prosiguió con la historia.
—Como sucede en todas las comunidades, hay quién no está dispuesto a seguir las normas de convivencia establecidas.
—Te refieres a gente mala.
—El bien y el mal son conceptos bastante subjetivos… pero digamos que sí. Y como podrás adivinar, para los seres que los humanos llaman sobrenaturales, las cárceles convencionales no sirven.
—Entonces, ¿Pandora es una especie de prisión mágica?
—Es exactamente eso. La crearon hace siglos para retener a una hechicera llamada Nihair. Ella era una mujer sin rostro.
—¿Qué significa eso? —preguntó Luna con impaciencia.
—Cuando empezó a verse mal que los magos y los hechiceros usaran humanos como esclavos…
—¿¡Cómo!? —exclamó Luna, incrédula, interrumpiendo a su bisabuela.
—Sí, bueno… Hubo un tiempo en el que los humanos no eran considerados… digamos que… no tenían muchos derechos.
—Es horrible —afirmó Luna cruzándose de brazos.
—La historia está llena de atrocidades, Luna.
—Eso no lo justifica.
—El caso es —continuó Pilar encauzando la conversación a pesar de la indignación de la joven —que cuando se dejaron de utilizar humanos se crearon “ayudantes”. Se trataba de una versión bastante más avanzada de gólems, hechos con todo tipo de materiales, de piedra, madera, carbón… Incluso se dice que hubo una maga que hizo uno de agua. ¡Ja! Yo eso nunca me lo he creído.
Estos sirvientes se hicieron muy populares, en cuestión de meses había un par en todos los hogares donde se practicaba el arte de la magia. Y cada vez estaban más logrados, hasta el punto de que costaba diferenciar su comportamiento del de los simples humanos. Aunque eso sí, su aspecto era muy distinto, ya que no tenían piel ni tampoco rostro. Simplemente no hacía falta. Los gólems animados solo necesitaban ver y oír, así que les colocaron cuatro orificios que les servían a tal efecto. Nada más. No tenían boca, nariz ni rasgos y, a excepción de su materia prima, todos eran completamente iguales.
—Espera, has dicho que Nihair era una hechicera y que era una mujer sin rostro. No lo entiendo. ¿Era gólem o humana?
—Nihair no era una cosa ni la otra y, a la vez, era las dos.


Luna hizo un gesto con la cabeza indicando a su bisabuela que aquella respuesta la había confundido todavía más. Disfrutando visiblemente del interés que había despertado en la joven, Pilar prosiguió con la explicación.
—Querían que los gólems fueran cada vez más eficientes, así que se les dotó de consciencia, de sentimientos, de la capacidad de aprender... Y vaya si aprendieron. Se pasaban las jornadas ayudando a todo tipo de practicantes de magia, absorbiendo sus conocimientos, reteniendo sus mejores trucos y analizando sus errores. Además empezaron a intercambiar información entre ellos y a hacer una especie de comunidad. Estaban creando su propio pueblo y no les parecía justo el trato que recibían de sus creadores. Sentían que los menospreciaban y que estaban continuamente explotados.
Nihair fue la clave para todo lo que vino después. Encontró la manera de parecer completamente humana, con piel, facciones y, lo más importante, liberada de las cadenas que la ataban a su creador. Ya no era una cosa animada sometida a la voluntad de un ser “de verdad”, se convirtió en la primera mujer sin rostro. Y no descansó hasta que la mayoría de los suyos fueron como ella y se rebelaron. Cegados por la promesa de libertad, el pueblo sin rostro protagonizó una auténtica masacre, asesinando a miles, muchos de ellos, inocentes. Sus crímenes solo cesaron cuando la comunidad logró crear Pandora y encerrar dentro a Nihair.
Sin la ira, el odio y el poder que su líder les infundía, el pueblo sin rostro fue derrotado y exiliado. Y a pesar de que hace ya centenares de siglos de todo esto, aún resulta muy difícil encontrarse con uno de ellos. Hay quién dice que se han extinguido. Otros afirman que están esperando pacientemente el momento adecuado para liberar a Nihair y por fin obtener la venganza que se les negó.
—¿Tú crees que aún existen? —preguntó Luna un poco asustada.
—Una vez me adentré demasiado en las montañas y los vi.
—¿En Luna llena?
—Sí. Y créeme, no es agradable toparse con ellos, casi no salgo con vida.

Luna se moría de ganas de saber más acerca de las incursiones de la manada en las noches de transformación, pero sabía que era un tema delicado y su madre le había prohibido tajantemente halar de ello. Tampoco quería incomodar a su bisabuela, así que, muy a su pesar, decidió dejar el tema y volver a la historia que le estaba contando Pilar.
—Entonces… —empezó la joven— si el pueblo sin rostro todavía existe, ¿significa que Nihair también encontró la manera de que los gólems pudieran tener hijos?
—De hecho la historia dice que Nihair fue encerrada poco después de dar a luz, y que su estirpe ha perdurado a lo largo de los años hasta nuestros días. Supongo que por eso la comunidad tuvo miedo y escondió Pandora lo mejor que supo. Embrujaron la cárcel, la metieron en una pequeña caja oscura y le asignaron un protector que se encargaría de que no estuviera mucho tiempo en el mismo lugar. A lo largo de la historia la han usado una decena de veces, como último recurso, y ningún ser ha salido nunca de ella.
—¿Toda la prisión está dentro de una cajita?
Pilar movió afirmativamente la cabeza, a modo de respuesta.
—¿Y qué pasa si la roban? —quiso saber Luna un tanto alterada.
—No te preocupes, está a cargo de un mago muy poderoso. Para robarla tendrían que matarlo y eso es prácticamente imposible. Además, solo unos pocos elegidos saben quién es y dónde está.