“Por fin en casa”, pensé mientras rebuscaba las llaves en la pequeña mochila de piel marrón que solía llevar colgada a la espalda. Subir los tres escalones que separaban el jardín del porche me había costado más de lo que estaba dispuesta a admitir. Me dolía todo el cuerpo. Cada vez llevaba peor las incursiones, quizás ya iba siendo hora de dejarlo. Intentando apartar esa idea de mi mente, cerré la puerta tras de mí, dejé con cuidado la pequeña mochila marrón en el suelo y me desabroché las pistoleras dejándolas caer. El característico ruido sordo que emitían mis H&K USP del calibre 6 al chocar contra la carísima alfombra beige del vestíbulo fue lo que realmente me confirmó que ya había pasado todo. Podía centrarme en mí, en curar mis heridas y en recuperarme para la siguiente aventura. “En caso de que haya otra”, me advirtió una parte de mí que empezaba a odiar.
Observé la escalinata que llevaba a mi habitación y me pareció que me devolvía la mirada. Altiva, desafiante, casi burlona y, sobretodo, infinita. Decidí darle esa satisfacción e ir al cuarto de baño de invitados. Ya habría tiempo para recuperar la dignidad más adelante. Como si no estuviera sola en aquella inacabable mansión, cerré la puerta del diminuto baño con pestillo y abrí el armario que quedaba camuflado detrás del espejo que coronaba la encimera. Con cuidado, deshice la trenza que domaba mi larga melena, me quité los pantalones llenos de rasgaduras y la camiseta turquesa con demasiadas manchas de sangre reseca. Evalué el estado en el que estaba mi cansado cuerpo. No parecía que hubiera nada grave, nada por lo que hiciera falta despertar a Lyonel para que me colara en el hospital de la capital.
Me di una ducha para quitarme de encima el olor a tierra y sudor, tras lo cual pasé a atender mis heridas. Parecía que mis manos actuaran por cuenta ajena. Con movimientos expertos desinfecté lo que empezaba a ponerse feo y vendé lo que sabía que sangraría fácilmente. Cuando terminé no me molesté en vestirme. Deshice mis pasos hasta el vestíbulo y de allí al comedor principal que estaba en el otro extremo de la casa. Me tumbé en el ancho sofá que dominaba la estancia y me tapé con el pañuelo de seda que lo adornaba. A pesar de todo me dormí con una sonrisa, admirando las figuras geométricas de colores vivos que cubrían mis ahora ya no tan pronunciadas curvas. Soñé con el viaje a la India en el que me habían regalado el pañuelo como muestra de agradecimiento. Mi subconsciente no quería que me rindiera, me recordaba a menudo que todavía quedaba gente buena en este mundo, y que esa gente buena me necesitaba.
Dormí toda la noche y también parte del día siguiente. Cuando me desperté, el gran reloj de pared que quedaba justo enfrente de mí me indicó que eran pasadas las tres de la tarde. Reuní todas mis fuerzas para incorporarme. El dolor que se extendía por cada uno de mis músculos era aún peor que la noche anterior. Mi cuerpo me pedía reposo, seguir durmiendo hasta encontrarme mejor, pero yo sabía que, si lo hacía, la recuperación sería más lenta, tenía que moverme. Y tenía que comer.
Cojeando,
me dirigí hacia el lavadero y cogí un camisón del montón de ropa planchada con
el que cubrirme. Cuando salí al vestíbulo para dirigirme a la cocina la visión
de mi pequeña mochila marrón hizo que me detuviera. Sin prisa, me acerqué para
cogerla, la abrí y saqué de dentro el objeto por el que me había jugado la vida
una vez más. Se trataba de una calavera de ónice un poco más grande que mi
mano. Tenía las cuencas de los ojos rellenas de cuarzo y toda su superficie
había sido grabada con relieves de flores, hojas y distintas formas
geométricas. Era una auténtica obra de arte, una pieza única que en cuanto me
encontrara mejor devolvería a su legítimo lugar. “Vale la pena”, pensé
acercándola un poco para verla mejor, “no pienso dejarlo”.
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