25 de mayo de 2020

Celeste

Estaba tan nerviosa que no podía dormir y el calor que hacía no ayudaba en absoluto. Volví a mirar la esfera luminosa que llevaba en la muñeca, para comprobar que ya había pasado otra hora dando vueltas en la cama. Mi almohada estaba empapada y la ancha camiseta que llevaba a modo de pijama empezaba a pegarse a mi piel. Decidí levantarme y darme una ducha bien fría, mientras intentaba no pensar en el algoritmo que se estaba ejecutando en mi seminuevo y recién adquirido ordenador. Me dispuse a lavarme el pelo y me di cuenta de que ya empezaba a tener melena, a pesar de que cuando vine a vivir a California me lo había cortado mucho. Sonreí al pensar lo que hubiera opinado mi madre de haberme visto recién salida de la peluquería, “lo llevas como un chico”, me hubiera reprochado sin más.

Dejé que el agua helada recorriera mi cuerpo unos minutos, ignorando las mil agujas imaginarias que sentía clavándose en mis brazos y mis piernas. Cuando terminé me envolví en la gran toalla azul que había colgada a mi derecha, y apenas pude esperar a secarme del todo para salir del baño y acercarme a mi escritorio. Una vez delante de la ancha pantalla, cogí el ratón y lo moví tres veces de un lado al otro. Una fuerte luz blanca me iluminó el rostro y enseguida pude ver cómo el contador seguía avanzando. Para mi alivio no se había producido ningún error.

Respiré hondo, tiré la toalla al suelo y me puse una camiseta de tirantes ajustada y unas bragas cómodas. Me metí de nuevo en la cama sin dejar de pensar en que mañana sería uno de los días más importantes de mi vida. “Pero solo si el algoritmo de búsqueda está bien”, me recordé. Me lo jugaba todo a una sola ejecución y esa falta de control me ponía de los nervios. Llevaba semanas perfeccionando el algoritmo añadiendo parámetros, ajustando constantes y minimizando el margen de error. Me había quedado sin tiempo y tenía que presentar los resultados o todo el trabajo que había hecho durante ese año no serviría para nada.

Con cada nueva versión mejorada, el algoritmo tardaba aún más en ejecutarse. Había calculado que esa vez, con el nuevo ordenador a pleno rendimiento, necesitaría veintinueve horas, treinta minutos y cuarenta segundos. Esperaba, o más bien necesitaba desesperadamente, que no hiciera falta mucho más tiempo. Si todo iba bien acabaría hacia las ocho de la mañana, que en París serían las cinco de la tarde. El plazo se cerraba a las seis, así que no tenía mucho margen. Intenté tranquilizarme repitiéndome que todo saldría bien, aunque no me podía permitir creérmelo del todo. Al final decidí poner un documental sobre tiburones y la gran barrera de coral para distraerme, y al cabo de poco, me dormí sucumbiendo a la voz grave, sosegada y profunda del narrador. Siempre funcionaba.


A la mañana siguiente abrí los ojos antes de que sonara el despertador. Sin tiempo que perder, salté de la cama y me acerqué a mi mesa de trabajo para mover el ratón frenéticamente mientras la pantalla del ordenador se encendía. Al ver que la ejecución se había completado sin errores ni avisos, pegué un salto mientras chillaba de emoción. Menos mal que estaba sola. Abrí el informe de resultados que se había autogenerado dirigiéndome directamente al final de todo: solo quería ver si había un uno. Lo había. Pegué otro salto y le di al botón de enviar resultados. Ya estaba, lo había conseguido.

Feliz como hacía años que no me sentía, me preparé un café largo con la leche bien fría y me senté delante del ordenador rodeado la taza con ambas manos. No podía parar de felicitarme mentalmente una y otra vez por lo que había hecho; había descubierto un planeta, no era para menos. Mi algoritmo había analizado una cantidad ingente de imágenes del espacio, había descartado millones de millones de cuerpos celestes y había encontrado un planeta que, por sus características, era candidato a albergar algún tipo de vida. No podía estar más emocionada, mi tesis doctoral se escribiría sola.

Recordé con cariño las innumerables horas que había pasado de niña mirando al cielo, buscando algo que nadie más hubiera visto antes en medio de esa imponente oscuridad. Entonces soñaba con ponerle mi nombre a un planeta, ahora quería ponerle el de mi madre, a la que tanto echaba de menos. Me emocioné. Sabía que ella hubiera estado orgullosa de mí. Aunque hubiera tenido que explicarle un par de veces cómo se puede descubrir un planeta desde un ordenador, sin ni siquiera mirar por la ventana.

En apenas media hora un agudo pitido interrumpió mis pensamientos. Había un nuevo correo electrónico en mi bandeja de entrada. Al ver que se trataba del Departamento de acciones colaborativas de la Agencia Espacial Europea, lo abrí al instante y lo leí ansiosa. El email empezaba agradeciéndome haber participado en la campaña. Al parecer éramos 93 los usuarios que habíamos mandado resultados válidos, desde diez países europeos distintos.

Pero mi alegría inicial se extinguió tras leer el párrafo siguiente. Tuve que releerlo dos veces más para asimilar lo que decía. Habían detectado que mis resultados se habían mandado desde San Francisco, California, por lo que no podían aceptarlos aunque fueran prometedores. Los tratados internacionales les prohibían utilizar resultados procedentes del exterior de la Unión Europea, así que habían procedido a eliminarlos. Sin más, se despedían agradeciéndome mi esfuerzo y animándome a seguir participando en la comunidad científica.

Me levanté sin poder contenerme. Cogí el teclado que tenía delante con fuerza y lo golpeé contra la pantalla con tanta rabia, que se le saltaron las teclas.

10 de mayo de 2020

Annabella

Había tenido un día horrible y la discusión con Jaime no había ayudado, pero por fin estaba en casa y era viernes. Se quitó el sujetador que se le había estado clavando en el costado, se desmaquilló y se recogió su larga e indomable melena castaña en un moño. Mientras se miraba en el espejo repasando las marcas de cansancio en su rostro decidió que se daría un baño. Abrió el grifo de manera que saliera el agua lo más caliente posible y puso el tapón en su sitio. Se desnudó rápidamente y se metió dentro de la bañera, dejando que el agua humeante deshiciera sus preocupaciones. Pronto la invadió una profunda sensación de sueño.

Considerando que la bañera ya estaba lo suficientemente llena, cerró el grifo con el pie, se sumergió hasta la cabeza y volvió a emerger a la superficie para cerrar los ojos y tratar de dejar la mente en blanco. Se concentró en su respiración, esforzándose por reducir su ritmo cardíaco. De repente una imagen azotó su mente. Era una chica joven con el labio partido que lloraba desconsoladamente. La imagen era tan nítida que parecía que la tenía delante. Y cuando la chica levantó la cabeza y la miró, le dio un vuelco el corazón. Sobresaltada, se incorporó chapoteando con manos y pies, mojando las baldosas del suelo del pequeño baño y mirando a su alrededor frenéticamente. Tras comprobar que estaba sola se obligó a calmarse, repitiéndose varias veces que solo había tenido una pesadilla.

El resto de la tarde transcurrió con normalidad y cuando se metió en la cama estaba tan cansada de toda la semana que se durmió enseguida. A la mañana siguiente se despertó habiendo dormido más de siete horas, lo que consideró todo un logro. Sin prisa, se desperezó y se dirigió hacia la cocina para servirse un buen baso de zumo de naranja con limón. Se sentía tan bien que decidió mandarle un mensaje a Jaime pero cuando cogió el móvil vio que él se le había adelantado. En la pre visualización del texto pudo leer que  Jaime le pedía perdón y la invitaba a cenar en su casa esa misma noche “para compensárselo”. Con una gran sonrisa en el rostro, Anna le respondió que aceptaba encantada la invitación y que llevaría algo especial para la ocasión.

Tras recoger un poco el piso y poner una lavadora, Anna se enfundó en sus mallas de yoga rojas sin costuras y extendió la esterilla negra que siempre tenía a mano en el comedor. Como se sentía llena de energía decidió hacer una sesión muy dinámica, tras lo cual se estiró para hacer los diez minutos de relajación final. Se tapó con la manta que había preparado, se acomodó el cojín debajo de la cabeza y cerró los ojos concentrándose en respirar lentamente. Despacio, como le habían enseñado en clase, empezó a llevar la atención a las distintas partes de su cuerpo, imaginando cómo éstas se iban destensando: la cabeza, la frente, la mandíbula… hasta llegar a la punta del pie derecho. Y cuando se disponía a devolver el movimiento a sus extremidades para terminar la práctica, un rostro empezó a dibujarse delante de sus párpados cerrados.

Se traba de la misma chica que había visto la tarde anterior, y de la misma escena. La joven lloraba desconsoladamente mientras ella la observaba. Se fijó en sus rasgos. Había algo en ella que hacía que le resultara familiar, como si ya la conociera. Se fijó en las marcas que tenía en la muñeca derecha y en el moratón que asomaba por la abertura del cuello de su camiseta. De repente la joven se secó las lágrimas con ambas manos y alzó la cabeza, dirigiendo sus hinchados y enrojecidos ojos hacia ella.
–Anna… no tengas miedo –empezó la joven–. Tengo que decirte algo…
Anna estuvo tentada de abrir los ojos y levantarse de un salto, pero se obligó a mantener la calma. Aquello era muy real, no podía haberse quedado dormida otra vez.
–Anna… –repitió la chica de los ojos hinchados–. Anna, si duele no es amor. Él no te quiere.
Ante aquellas palabras Anna notó cómo sus ojos se veían desbordados por las lágrimas que pronto empezaron a precipitarse por sus mejillas. Perdiendo la concentración vio cómo la imagen de la chica empezaba a desvanecerse. Abrió los ojos esperando encontrarla y al descubrir que estaba sola, reprimió un grito en su pecho.
–Espera… –musitó.

Le costó varias horas recuperarse del encuentro. No entendía lo que había pasado y dedicó un buen rato a darle vueltas. O quizás lo entendía demasiado bien y ese era el problema. A media tarde recibió una llamada, precisamente, de la única persona a la que siempre le cogía el teléfono. Y esa vez no se vio capaz de hacer una excepción.
–Niña, ¿estás bien? –le preguntó Luisa, su abuela, a modo de saludo.
Anna se obligó a concentrarse en la conversación, aunque su mente trataba tozudamente de volver una y otra vez al encuentro que había tenido hacía unas horas.
–Sí… –respondió con un hilo de voz.
–Anna, no me mientas.
–¿Por qué me has llamado? –quiso saber Anna reaccionando de repente.
–Creo que has conocido a… alguien…
–Abuela, no entiendo lo que está pasando –confesó la joven empezando a llorar.
–Ay mí niña…
Ante el silencio de Anna, Luisa continuó.
–Las mujeres de nuestra familia tenemos una conexión muy fuerte…
–¿Una conexión?
–Es mejor que nos veamos en persona para hablar de esto.
–No. Necesito respuestas ahora –afirmó Anna sorbiéndose la nariz.
–Está bien… digamos que las mujeres Bentt compartimos un espacio de consciencia.
–No te entiendo…
–Nuestras antepasados pueden comunicarse con nosotras. Si se dan determinadas circunstancias. Y si es necesario.
–¿Quieres decir que la chica que he visto es una familiar nuestra?
–Es Annabella, mi madre –respondió Luisa adoptando un tono más serio.
–Ella no… Ella está… Yo…
–Anna, tenemos que hablar de todo esto. En persona.
–Sí…
–¿Cuándo podemos vernos? 
–No lo sé, yo…
–Está bien, ven cuando estés preparada. Pero prométeme que no te verás con él.
 –No sé de quién me hablas –respondió Anna sin saber muy bien de dónde había salido aquella mentira.
–Sí que lo sabes. Niña, sé lo difícil que es. No es culpa tuya. Todo irá bien…
–Te quiero abuela.
Anna colgó el teléfono sin esperar a recibir una respuesta. La estaban obligando a tomar una decisión imposible. Su teléfono móvil empezó a parpadear. Era Jaime mandándole mensajes, preguntándole qué estaba haciendo y exigiendo saber por qué no le contestaba.