Estaba tan nerviosa que no podía dormir y el calor que hacía no ayudaba en absoluto. Volví a mirar la esfera luminosa que llevaba en la muñeca, para comprobar que ya había pasado otra hora dando vueltas en la cama. Mi almohada estaba empapada y la ancha camiseta que llevaba a modo de pijama empezaba a pegarse a mi piel. Decidí levantarme y darme una ducha bien fría, mientras intentaba no pensar en el algoritmo que se estaba ejecutando en mi seminuevo y recién adquirido ordenador. Me dispuse a lavarme el pelo y me di cuenta de que ya empezaba a tener melena, a pesar de que cuando vine a vivir a California me lo había cortado mucho. Sonreí al pensar lo que hubiera opinado mi madre de haberme visto recién salida de la peluquería, “lo llevas como un chico”, me hubiera reprochado sin más.
Dejé que el agua helada recorriera mi cuerpo unos minutos, ignorando las mil agujas imaginarias que sentía clavándose en mis brazos y mis piernas. Cuando terminé me envolví en la gran toalla azul que había colgada a mi derecha, y apenas pude esperar a secarme del todo para salir del baño y acercarme a mi escritorio. Una vez delante de la ancha pantalla, cogí el ratón y lo moví tres veces de un lado al otro. Una fuerte luz blanca me iluminó el rostro y enseguida pude ver cómo el contador seguía avanzando. Para mi alivio no se había producido ningún error.
Respiré hondo, tiré la toalla al suelo y me puse una camiseta de tirantes ajustada y unas bragas cómodas. Me metí de nuevo en la cama sin dejar de pensar en que mañana sería uno de los días más importantes de mi vida. “Pero solo si el algoritmo de búsqueda está bien”, me recordé. Me lo jugaba todo a una sola ejecución y esa falta de control me ponía de los nervios. Llevaba semanas perfeccionando el algoritmo añadiendo parámetros, ajustando constantes y minimizando el margen de error. Me había quedado sin tiempo y tenía que presentar los resultados o todo el trabajo que había hecho durante ese año no serviría para nada.
Con cada nueva versión mejorada, el algoritmo tardaba aún más en ejecutarse. Había calculado que esa vez, con el nuevo ordenador a pleno rendimiento, necesitaría veintinueve horas, treinta minutos y cuarenta segundos. Esperaba, o más bien necesitaba desesperadamente, que no hiciera falta mucho más tiempo. Si todo iba bien acabaría hacia las ocho de la mañana, que en París serían las cinco de la tarde. El plazo se cerraba a las seis, así que no tenía mucho margen. Intenté tranquilizarme repitiéndome que todo saldría bien, aunque no me podía permitir creérmelo del todo. Al final decidí poner un documental sobre tiburones y la gran barrera de coral para distraerme, y al cabo de poco, me dormí sucumbiendo a la voz grave, sosegada y profunda del narrador. Siempre funcionaba.
A la mañana siguiente abrí los ojos antes de que sonara el despertador. Sin tiempo que perder, salté de la cama y me acerqué a mi mesa de trabajo para mover el ratón frenéticamente mientras la pantalla del ordenador se encendía. Al ver que la ejecución se había completado sin errores ni avisos, pegué un salto mientras chillaba de emoción. Menos mal que estaba sola. Abrí el informe de resultados que se había autogenerado dirigiéndome directamente al final de todo: solo quería ver si había un uno. Lo había. Pegué otro salto y le di al botón de enviar resultados. Ya estaba, lo había conseguido.
Feliz como hacía años que no me sentía, me preparé un café largo con la leche bien fría y me senté delante del ordenador rodeado la taza con ambas manos. No podía parar de felicitarme mentalmente una y otra vez por lo que había hecho; había descubierto un planeta, no era para menos. Mi algoritmo había analizado una cantidad ingente de imágenes del espacio, había descartado millones de millones de cuerpos celestes y había encontrado un planeta que, por sus características, era candidato a albergar algún tipo de vida. No podía estar más emocionada, mi tesis doctoral se escribiría sola.
Recordé con cariño las innumerables horas que había pasado de niña mirando al cielo, buscando algo que nadie más hubiera visto antes en medio de esa imponente oscuridad. Entonces soñaba con ponerle mi nombre a un planeta, ahora quería ponerle el de mi madre, a la que tanto echaba de menos. Me emocioné. Sabía que ella hubiera estado orgullosa de mí. Aunque hubiera tenido que explicarle un par de veces cómo se puede descubrir un planeta desde un ordenador, sin ni siquiera mirar por la ventana.
En apenas media hora un agudo pitido interrumpió mis pensamientos. Había un nuevo correo electrónico en mi bandeja de entrada. Al ver que se trataba del Departamento de acciones colaborativas de la Agencia Espacial Europea, lo abrí al instante y lo leí ansiosa. El email empezaba agradeciéndome haber participado en la campaña. Al parecer éramos 93 los usuarios que habíamos mandado resultados válidos, desde diez países europeos distintos.
Pero mi alegría inicial se extinguió tras leer el párrafo siguiente. Tuve que releerlo dos veces más para asimilar lo que decía. Habían detectado que mis resultados se habían mandado desde San Francisco, California, por lo que no podían aceptarlos aunque fueran prometedores. Los tratados internacionales les prohibían utilizar resultados procedentes del exterior de la Unión Europea, así que habían procedido a eliminarlos. Sin más, se despedían agradeciéndome mi esfuerzo y animándome a seguir participando en la comunidad científica.
Me levanté sin poder contenerme. Cogí el teclado que tenía delante con fuerza y lo golpeé contra la pantalla con tanta rabia, que se le saltaron las teclas.