<<Tengo miedo. No se habla de otra cosa en el poblado y yo todavía no comprendo qué es lo que va a suceder. Los mayores llevan ciclos comentando con emoción que el gran día está cerca. Alguien mencionó una tormenta, una tempestad, el renacer... ¿Qué aguas significa eso? Sé que soy muy joven, no llego ni a las diez vueltas de edad, aun así estaría bien que alguien se molestara en explicarme qué es lo que está ocurriendo y qué nos espera. El cielo amanece cada día más oscuro. La suave brisa que apenas lograba empujar los granitos de sal del desierto que nos rodea, se ha convertido en un traicionero y enfurecido viento que transforma el paisaje a su paso. Sí, tengo miedo. Y nadie quiere contarme qué es lo que va a pasar.>>
Diario de Alha’r
Comerciar con el pueblo de sal nunca fue fácil, pero desde hacía un par de meses se había vuelto una tarea especialmente complicada. Estaban ausentes, distraídos, sus preciosos cristales ya no relucían como antes y, ni siquiera mostrando interés por alguna pieza, intentaban convencerte de que la compraras. Sabía que algo les pasaba. Intrigada, saqué el tema con Rala’h en cuanto tuve ocasión. Él se limitó a decirme que había cosas que un humano nunca podría entender. Y aunque en el fondo yo sabía que tenía razón, me enfadé tanto con él que lo eché de mi cama a golpe de insulto. Al cabo de unos días, convencida de que intentar de nuevo hablar con el testarudo de mi amante no serviría de nada, decidí romper la promesa que le hice cinco años atrás. Y una tarde, mientras los rayos de sol empezaban a desaparecer por el horizonte, lo seguí después de que abandonara su tenderete, escurriéndome entre las sombras.
Caminamos toda la noche, y también al día siguiente y al otro, atravesando el desierto de Klyani. Hacia el mediodía de la cuarta jornada, el paisaje cambió. De repente, me di cuenta de que la arena se había vuelto mucho más fina y blanca. Una oscuridad nos envolvió. El cielo se había llenado de unas nubes tan negras, que casi se habían tragado por completo la luz del sol. Seguí los pasos de Rala’h, que se perdió por la cresta de una gran duna. Y justo cuando, entre jadeos, logré alcanzar la cima, la sal empezó a moverse violentamente bajo mis pies. Tratando de agarrarme a algo inexistente, resbalé y caí de espaldas. Intenté levantarme, pataleando y hundiéndome todavía más en la sal. Hasta que me di cuenta de que me estaba precipitando hacia el fondo de la duna, donde un agujero sin fondo me esperaba para engullirme. Cerré los ojos y me tapé la cara con las manos para protegerme del polvo que mis esfuerzos por escapar estaban levantando. Tras lo que me pareció una eternidad, aterricé de culo sobre un duro suelo.
Abrí los ojos y no pude creer lo que estaba viendo. Rala’h me había contado muchas veces cómo era el lugar donde vivía, pero aquellas confesiones de alcoba no estaban a la altura del paisaje que tenía ante mis ojos. Había imaginado un poblado lleno de cabañas con algún adorno o detalle de marfil. Nada más lejos de la realidad. Las estructuras que observaba, asombrada, estaban hechas de la misma sal que me había arañado brazos y piernas. Eran auténticos castillos. Una ciudad repleta de torres, bóvedas, cúpulas y arcos que relucían incluso con la ínfima luz que se colaba entre los nubarrones que cubrían el cielo. Las paredes lanzaban destellos azules, lilas y grises. La presencia de semejante belleza me conmovió tanto, que una lágrima se me escapó mejillas abajo.
Estaba tan concentrada en capturar cada detalle de aquella impresionante visión, que no me di cuenta de que Rala’h me había descubierto. Solo me percaté de su presencia cuando unos granulados dedos se cerraron entorno mi muñeca, sujetándola con fuerza.
—Por todas las aguas, ¿qué haces tú aquí? —me preguntó, molesto, Rala’h.
—Yo…
—¡Me lo prometiste!
—¡Te pasa algo y no querías contármelo! —le reproché sin poder mirarlo a los ojos.
—¡Humanos! —espetó con desdén—. ¡Siempre os metéis donde no os llaman!
Liberándome con un movimiento brusco de la mano que había pasado a agarrarme el brazo, no pude contener las lágrimas, ni tampoco el agudo chillido que se precipitó por mi garganta.
—¡No te preocupes! ¡Si tanto me desprecias, ya me voy!
—Tú no vas a ninguna parte.
—No te atreverás a…
—No es eso —se apresuró a aclarar Rala’h—. Has elegido el peor día para venir. La peor noche de todas.
—¿Por qué? —pregunté de malas maneras, cegada por la rabia que sentía.
—Va a llover. Mucho. Como nunca antes hayas visto.
—¿Y?
—¿De verdad tengo que explicártelo?
Ante mi silencio, Rala’h suspiró, tratando de encontrar las palabras adecuadas para contarme lo que a él nunca le habían explicado. Asustado e incómodo a partes iguales, solo logró musitar mi nombre.
—Nath…
No me hizo falta más, entonces lo entendí.
—¿Qué hago? ¿Qué va a pasar? —quise saber angustiada.
—Quédate conmigo.
Lo hice. Estaba aterrada, pero era lo único que podía hacer por él, no dejarlo solo. Lo seguí hasta su torre, subí las escaleras y atravesé los umbrales que nos llevaron a su alcoba. Me quedé de pie, temblando, mirándolo mientras se tumbaba en la cama. Me uní a él para abrazarlo con todo el cuerpo, como había hecho tantas otras veces. Y el miedo a lo que estaba a punto de pasar hizo que lo viera como si fuera la primera vez. Recorrí su espalda con las manos, descubrí de nuevo sus curvas y me centré en la calidez que desprendía su cuerpo. Era un ser del desierto, recordé, y como tal, llevaba el fuego del desierto en su interior. Quizás eso lo salvaría. Tal vez aún había esperanza.
Permanecimos abrazados hasta que vino la tormenta y el mundo se volvió una maraña de truenos, rayos y ráfagas de agua. Me quedé con él mientras el techo se deshacía sobre nuestras cabezas, y aún incluso cuando las gotas de agua empezaron a mojarme la cara, mezclándose con mis lágrimas. Seguí aferrándome a él, aunque se desvanecía entre mis brazos, que no tardaron en quedar completamente vacíos. Se me escapó un “te quiero”, pero ya era demasiado tarde. Después de eso se deshizo la cama, los umbrales, las escaleras e, incluso, la torre entera que nos había dado cobijo. Todo a mí alrededor se derrumbó en medio del ruido ensordecedor de la tormenta. Y, a la vez, en medio del silencio de un pueblo que estaba siendo aniquilado. No oí ni un grito. Y ese vacío hizo que me sintiera todavía más sola.
Llovió toda la noche sin tregua. Cuando por fin paró, fui incapaz de moverme hasta que noté la sal endureciéndose sobre mi piel. Las nubes se habían retirado y el sol empezaba a asomarse por el horizonte. Pronto sentí una agradable calidez en las mejillas, me obligué a levantarme y a caminar por el largo camino fangoso que la tormenta había dejado. A pesar de que no sabía hacia donde me dirigía, no dejé de caminar hasta que el sol estuvo muy alto y llegué a una amplia explanada. Se encontraba a las afueras de lo que había sido la ciudad, y estaba repleta de una especie de columnas de sal que se alzaban hacia el cielo sin llegar a sostener ningún techo. Empecé a caminar por los estrechos pasillos que quedaban entre ellas, observándolas, hasta que un extraño ruido hizo que me detuviera a los pocos pasos.
Se trataba de un crujido procedente de las columnas que tenía más cerca. Estas empezaron a resquebrajarse hasta derrumbarse y deshacerse por completo, dejando en el centro de cada una de ellas, una figura humanoide que se iba volviendo nítida. Uno por uno, los seres que se habían formado emprendieron la marcha en dirección a la ciudad, abandonado la explanada, al son de un monótono ritmo. Yo los observaba sin atreverme a mover ni un músculo de mi cuerpo. Creía entender lo que estaba ocurriendo, pero no por ello me daba menos miedo.
Una de las criaturas se detuvo delante de mí, dedicándome una sonrisa que me resultó dolorosamente familiar.
—Hola —me saludó aquél primigenio ser de sal—. El desierto ha dispuesto que ahora soy Hara’l.
Quise responder. Preguntarle qué había pasado y exigir saber dónde estaba Rala’h. A pesar de mis intentos, solo logré boquear como un pez que se ahoga fuera del agua. Me miró extrañado, como si algo en mí no terminara de encajarle del todo.
—Ah… ¡Ya sé! Tú y yo nos conocemos, ¿verdad? —prosiguió, inquebrantable.
<<Esta humana me va a volver loco. No para de hacerme preguntas que no soy capaz de responder. Cree que estoy raro y que le oculto algo. Y tiene razón, aunque mis motivos distan mucho de los que ella se imagina. ¡Aguas! ¿Cómo puedo explicarle que pronto desapareceré tal y como me conoce? Lo que más me aterra de todo esto, es saber que yo no volveré a verla. Al menos no de la misma forma. Renacer, vivir, fundir nuestra esencia en la sal, en el desierto; y volver a empezar como un nuevo ser tan antiguo como el fuego. No sé cuántas veces he pasado ya por esto. En mí hay miles de partes de otros seres. Me nutro de sus sentimientos, de las experiencias que han vivido y de los conocimientos que han podido atesorar. Y aún con todo ese saber, soy incapaz de encontrar las palabras para decirle lo que siento. ¿Sentirá ella lo mismo por mí? No estoy preparado para decirle adiós.>>
Diario de Rala’h