19 de abril de 2020

Dunas de sal

<<Tengo miedo. No se habla de otra cosa en el poblado y yo todavía no comprendo qué es lo que va a pasar. Los mayores llevan ciclos comentando con emoción que el gran día está cerca; alguien mencionó una tormenta, una tempestad, el renacer... ¿Qué aguas es eso? Sé que soy muy joven, no llego ni a los diez años, aun así estaría bien que alguien se molestara en contarme qué nos espera. El cielo amanece cada día más oscuro y la suave brisa que apenas lograba empujar los granitos de sal, se ha convertido en un traicionero y enfurecido viento que transforma el paisaje que nos rodea. Sí, tengo miedo, y nadie quiere contarme qué es lo que va a pasar.>>
Diario de Alha’r


Comerciar con el pueblo de sal nunca era fácil, pero desde hacía un par de meses se había vuelto una tarea especialmente ardua. Estaban ausentes, distraídos, sus preciosos cristales ya no relucían como antes y ni siquiera mostrando interés por alguna pieza intentaban convencerte de que la compraras. Decididamente, algo les pasaba. Intrigada, saqué el tema con Rala’h en cuanto tuve ocasión. Él se limitó a decirme que había cosas que un humano simplemente no podía entender. Y aunque yo sabía que seguramente tenía razón, me enfadé con él y le eché de mi cama. Al cabo de unos días, convencida de que intentar de nuevo hablar con él no serviría para nada, decidí romper la promesa que le había hecho hacía ya cinco años, y lo seguí cuando abandonó su tenderete, escurriéndome entre las sombras.


Caminamos toda la noche, y también al día siguiente y al otro, cruzando el desierto de Klyani. Hacia el mediodía de la cuarta jornada el paisaje cambió de repente. La arena palideció, volviéndose completamente blanca, y el cielo se oscureció, escondiendo casi por completo la luz del sol. Seguí los pasos de Rala’h cuando se perdió por la cresta de una gran duna, y justo cuando logré alcanzar la cima, la sal empezó a moverse violentamente bajo mis pies, haciéndome resbalar y caer. Tratando inútilmente de levantarme, me di cuenta de que me estaba precipitando hacia el fondo de la duna, donde un agujero sin fondo me esperaba para engullirme. Cerré los ojos para protegerme del polvo que mis esfuerzos por escapar estaban levantando y tras lo que me pareció una eternidad, aterricé de culo sobre un duro suelo. Cuando abrí los ojos, no podía creer lo que estaba viendo.

Rala’h me había contado muchas veces cómo era el lugar donde vivía, pero aquellas confesiones de alcoba no estaban a la altura del paisaje que tenía ante mis ojos. Había imaginado un poblado lleno de cabañas con algún adorno de marfil. Nada más lejos de la realidad. Las estructuras que observaba, asombrada, estaban hechas de la misma sal que me había arañado brazos y piernas. Y eran auténticos castillos. Torres, bóvedas, cúpulas y arcos  relucían incluso con la ínfima luz que los nubarrones que cubrían el cielo dejaban pasar.

Estaba tan concentrada en capturar cada detalle de aquella impresionante visión que tardé un poco en darme cuenta de que unos granulados dedos se habían cerrado entorno mi muñeca, sujetándola con fuerza.
–Por todas las aguas, ¿qué haces tú a aquí? –me preguntó, molesto, Rala’h.
–Yo…
–¡Me lo prometiste!
–¡Te pasa algo y no querías contármelo! –le reproché.
–¡Humanos! –espetó con desdén–. ¡Siempre os metéis donde no os llaman!
Liberándome con un movimiento brusco de la mano que había pasado a aferrarme el brazo, no pude contener las lágrimas, ni tampoco el agudo chillido que se precipitó por mi garganta.
–¡No te preocupes, ya me voy!
–Tú no vas a ninguna parte.
–No podrás…
–No es eso. Has elegido el peor día para venir. La peor noche de todas.
 –¿Por qué? –pregunté sin contener mi rabia.
–Va a llover.
 –¿Y qué?
–¿Tengo que explicártelo?
Ante mi silencio, Rala’h suspiró, tratando de encontrar la explicación que a él nunca le habían dado.
–Nath… –empezó con tono de súplica.
No hizo falta más, entonces lo entendí.
–¿Qué hago? ¿Qué va a pasar? –quise saber angustiada.
–Quédate conmigo.

Lo hice. Lo seguí hasta su torre, subí las escaleras que nos llevaron a su alcoba, me tumbé en su cama y lo abracé con todo el cuerpo, como había hecho tantas otras veces. Hasta que vino la tormenta y el mundo se volvió una maraña de truenos, rayos y ráfagas de agua. Me quedé con él cuando el techo se deshizo sobre nuestras cabezas, y aún incluso cuando las gotas de agua empezaron a mojarme la cara, mezclándose con mis lágrimas. Seguí aferrándome a él mientras se desvanecía entre mis brazos, que no tardaron en quedar completamente vacíos. Después de eso se deshizo la cama, las escaleras e incluso el gran portón por el que habíamos entrado. Todo a mí alrededor se derrumbaba.

Llovió toda la noche. Cuando por fin paró, fui incapaz de moverme hasta que noté la sal endureciéndose sobre mi piel. Las nubes se habían retirado y el sol empezaba a asomar por el horizonte. Sintiendo una agradable calidez en las mejillas, me obligué a levantarme y a caminar por el largo camino fangoso que la tormenta había dejado. Aunque no sabía hacia donde me dirigía, no dejé de caminar hasta que el sol estuvo muy alto y llegué a una amplia explanada. Se encontraba claramente fuera de la ciudad y estaba repleta de una especie de columnas de sal que se alzaban sin sostener ningún techo. Empecé a caminar por los estrechos pasillos que quedaban entre ellas, pero un extraño ruido me detuvo a los pocos pasos. Se trataba de un crujido procedente de las columnas que tenía más cerca. Estas empezaron a resquebrajarse hasta deshacerse por completo, dando paso a los seres que se habían formado en su interior. Una por una las criaturas emprendieron la marcha abandonado la explanada, ignorándome mientras yo las observaba sin atreverme a mover ni un músculo de mi cuerpo. Una de ellas se detuvo delante de mí, dedicándome una sonrisa que me resultó dolorosamente familiar.

–Hola –me saludó aquél primigenio ser de sal–. Soy Hara’l. Tú y yo nos conocemos, ¿verdad?

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