Era una mañana de Octubre como otra cualquiera. Aunque ya había quedado atrás el verano, aún hacia un clima agradable: sin demasiados días lluviosos ni un aire frío que impidiera ir en manga corta. El cielo estaba despejado, el tráfico era denso ya a aquella hora temprana y la gente cruzaba las calles con prisa para no llegar tarde a trabajar, al colegio, al gimnasio o a quien sabe dónde.
En medio de ese bullicio, Javier caminaba soñoliento hacia la plaza en la que tomaba, desde hacía cinco años, el mismo desayuno con pequeños matices. En todo ese tiempo, solo en una ocasión había faltado un par de semanas, pero él no quería acordarse de ello, aún era muy reciente. Javier era un biólogo jubilado, de costumbres fijas y sencillas. Llevaba el pelo bastante corto y un tanto despeinado, tenía la nariz pequeña y unos grandes ojos verdes.
Frecuentar tanto el mismo local le resultaba agradable: ya no hacía falta que le preguntaran si quería la leche fría o caliente, ni que tuviera que aclarar que quería el pan untado en tomate o el bocadillo “mini” en lugar del de media barra. La dueña del bar, una mujer morena, con una larga cabellera y bastante bajita llamada Isabel, ya le conocía, e incluso le reservaba su mesa favorita cada mañana.
Tras andar unos diez minutos, entró en el bar y se dispuso a sentarse en la pequeña mesa redonda de la esquina. Se trataba de un local pequeño, de unas diez mesas, aunque parecía mucho más grande por sus ventanales y paredes blancas. Isabel no tardó en verlo y saludarlo alegremente con una amplia sonrisa. Mientras él le devolvía el saludo, y le indicaba que quería el bocadillo de jamón y queso, la mujer marchaba el café. Enseguida lo tuvo todo listo y se dispuso a servírselo.
–Hoy tengo algo especial para ti –anunció Isabel con aire misterioso mientas dejaba el desayuno en la mesa.
–¿Ah sí? ¿De algún turista?
–Dímelo tú... –respondió llevándose la mano al bolsillo de su delantal negro y sacando una pequeña moneda reluciente.
–¡Esta es rara! –exclamó Javier volteando el tesoro del día en sus manos, más para sí mismo que dirigiéndose a la mujer.
–¡Ja! Sabía que te gustaría.
–Sí. Gracias Isabel.
La mujer se alejó visiblemente satisfecha para colocarse de nuevo detrás de la barra y atender a una pareja que acababa de entrar.
Javier sacó el móvil del bolsillo de su pantalón y abrió una App que hacía de lupa. Se la había instalado su nieta hacía unos meses y, aunque no le gustaba admitirlo, le resultaba muy útil para poder ver bien todos los detalles de las monedas que inspeccionaba para su colección. Impaciente, alzó el teléfono para colocarlo encima de la pequeña moneda dorada, y empezó a observarla detenidamente. Tenía un método. Primero identificaba el valor de la moneda, luego el país y por último el año. A continuación, buscaba la combinación resultante en un interminable documento de texto al que podía acceder desde su teléfono móvil, y si no la encontraba, es que no la tenía. Cuando eso sucedía, le cambiaba a Isabel la nueva moneda por otra equivalente que llevara encima (siempre iba preparado), y actualizaba la lista. Llevaba media vida coleccionando monedas.
Pero la moneda que le había dado Isabel aquella mañana era distinta. Por más que la mirara no sabía descifrarla. A primera vista parecía una moneda de cincuenta céntimos de euro, grande y dorada, pero no hacía falta fijarse mucho más para ver que se trataba de otra cosa. En la parte que llamamos cara había un fénix con grandes alas extendidas, rodeado por un círculo en llamas. Nada más. En el otro lado, cinco barras ocupaban casi todo el espacio, bordeadas por un diminuto texto aparentemente sin sentido. En medio de la maraña de caracteres y símbolos, destacaba una palabra escrita en mayúsculas “LITON”. Así que Javier decidió que se trataba de una moneda llamada LITON de valor cinco, pero no supo ver de qué país o año era.
Mientras se acababa el desayuno hizo varias búsquedas en internet, sin encontrar nada que le sirviera. Decepcionado aunque emocionado por el misterio, dio un último sorbo al café y se acercó a la barra dejando ya el importe exacto de lo que había consumido. Cuando Isabel se acercó para atenderle, no dudo en preguntarle sin rodeos.
–¿De dónde has sacado la moneda?
–Me la dejó una chica ayer por la noche.
–¿Y la aceptaste?
–Sí, me la dejó como propina y cuando la recogí ya se había ido. Pensé que me había colado una moneda falsa, pero tampoco me preocupó mucho. ¿Es falsa?
–¡No tengo ni idea! No sé qué moneda es.
–Pues si no lo sabes tú…
–¿Y esa chica suele venir por aquí?
–La verdad es que no.
–¿Si vuelve y te acuerdas le podrías preguntar?
–Sí, ahora me ha picado la curiosidad a mí también…
–Genial. Gracias, Isabel.
–A ti, ¡Que tengas buen día!
Javier salió del bar y regresó a su casa sin dejar de pensar en la particular moneda que llevaba en el bolsillo. Dedicó el resto del día y buena parte de la noche a buscar por los muchos álbumes que tenía, intentando encontrar alguna moneda parecida o algo que le ayudara a descifrarla. Pero no fue así.
Al día siguiente volvió al bar, no tanto para desayunar, sino para preguntarle a Isabel si la chica de la moneda había vuelto. Tampoco tuvo suerte con eso. Pidió que le pusieran el bocadillo y el café para llevar, y se fue dando un paseo hasta la biblioteca que tenía más cerca, esperando encontrar alguna respuesta. Allí estuvo rebuscando información entre polvorientos tomos de historia, hasta que un joven de pelo rizado y mirada alegre le susurró que era hora de cerrar. Ni siquiera había parado para comer y se le había hecho de noche.
Los días siguientes repitió esa nueva rutina. Aunque se sentía frustrado por no encontrar nada valioso, le gustaba aquél nuevo hobby, y su interés por aquel pequeño objeto brillante no paraba de crecer. Hacía tiempo que no se sentía tan vivo: tenía un objetivo y ya no le costaba salir de la cama por las mañanas.
Visitó la biblioteca toda esa semana, y también la siguiente. Los libros de historia pronto dieron paso a los de mitología, y más tarde, a las novelas épicas. Leía sin tregua poniendo a prueba su vista cansada y sus gafas mal graduadas, y cuando llegaba a casa ya de noche, repasaba los álbumes que ahora estaban esparcidos por todo el comedor y parte de la cocina. Había podido encontrar referencias e imágenes de todo tipo de monedas: desde el primer uso del metal para representar el valor de los intercambios, hasta las monedas modernas, pero no había ninguna que se pareciera, ni de lejos, a su litón de cinco. También había acudido a diferentes casas de cambio, pero en todas ellas le habían respondido que no conocían esa moneda, por lo que debía de ser una falsificación. Él se negaba a creerlo, sabía que aquel litón era auténtico, aunque no fuera capaz de descubrir en qué lugar ni en qué fecha lo había sido.
Cuando hacía ya unas tres semanas que Isabel le había dado la moneda, por fin su investigación pareció avanzar. Aquella mañana había entrado en la biblioteca y le había sorprendido el gran volumen de gente que había encontrado. A pesar de que era jueves, casi todas las mesas estaban llenas de jóvenes con varios libros amontonados y leyendo tomos de dos en dos tomando apuntes frenéticamente. Le preguntó a Isaac a qué se debía tanta afluencia y él, pasándose la mano por sus rizos como solía hacer, se limitó a responderle que era época de exámenes. Después de coger un gran ejemplar de fábulas antiguas, Javier se dispuso a buscar un asiento libre en el que poder sentarse. Y acabó compartiendo mesa con dos mujeres que debían de tener más o menos su misma edad, y un grupo de tres chicos que comentaban un artículo esforzándose por no alzar mucho la voz.
Media hora tardó en fijarse en la portada del libro que ambas señoras estaban leyendo. Y eso que en ella había un gran fénix envuelto en un círculo en llamas, muy parecido al de la moneda que aún llevaba en el bolsillo. Armándose de valor, Javier decidió preguntarles acerca de su lectura, explicándoles la coincidencia que había con su misteriosa moneda. La que parecía un poco mayor se limitó a mirarlo con mala cara, pero la otra fue mucho más amable y le propuso ir a tomar un café, a pesar de los reparos de la primera.
–Debe disculpar a mi hermana, es un poco… seca –se excusó la mujer mientras salían de la biblioteca para dirigirse a una cafetería que había justo al lado.
–No se preocupe, es normal…
–Bueno. Cuénteme más sobre su moneda –le animó ella impaciente.
–Pues no hay mucho más que contar. La encontré por casualidad y he estado buscando información desde hace semanas pero no he encontrado nada. Por eso me ha sorprendido tanto ver la portada del libro que estaban leyendo.
–A sí, este libro… –la mujer aún no lo había guardado, así que se lo tendió. Él sacó su moneda del bolsillo y se la enseñó comparándola con la portada.
–Realmente se parecen mucho… –apuntó ella pensativa.
Se sentaron en la terraza del local y estuvieron un buen rato conversando al sol. La mujer se llamaba Claudia, era viuda desde hacía unos años y estaba leyendo ese libro como propuesta de un club de lectura al que se había apuntado para salir un poco de casa. Cada jueves acudía a la biblioteca con Marta, su hermana, que también se había apuntado aunque más por acompañarla que por decisión propia. Y los lunes por la tarde se reunían con el grupo para debatir el libro de la semana. Claudia le explicó que la lectura de esos días iba sobre un grupo de caballeros de la época medieval que se apodaban “Los caballeros del fénix”, y le dejó su ejemplar para que pudiera leerlo en busca de alguna pista. Ella no paraba de hablar sobre su difunto marido, Félix, por el que sentía auténtica devoción; y quizás por eso él no se atrevió a hablarle de Teresa. Charlaron sin parar hasta que Claudia recibió la llamada de su hermana Marta, que la reclamaba para ir comer. Se despidieron dándose la mano y quedando en verse al jueves siguiente.
Después de eso Javier no encontró ninguna otra pista en la novela medieval, que le encantó, pero decidió que debía estar más atento a su alrededor y no solo sumirse en una lectura tras otra dentro de la biblioteca. Empezó a dar paseos después de comer: cada vez más largos y siempre por barrios distintos. Y precisamente en uno de esos paseos encontró la siguiente coincidencia: un gran cartel negro que reposaba sobre una estrecha puerta blanca llamó su atención. En él, se podía leer “
El litón de Cervantes” y en letras más pequeñas aunque del mismo color oscuro “
Club de ajedrez y juegos de mesa”. No pudo resistirse a entrar, y allí conoció a Miguel, un padre de familia numerosa con una poblada barba castaña y completamente calvo. Miguel le ofreció un café y le contó encantado la historia del club. Al parecer el nombre había sido un error de imprenta. Miguel y sus tres hermanos habían fundado el club con la intención de que se llamara “
El mitón de Cervantes”, haciendo referencia a las novelas caballerescas que tanto les gustaba leer de pequeños. Pero la empresa que les había imprimido el cartel había cometido un error, y a ellos les había hecho tanta gracia el resultado, que no habían querido corregirlo. Javier le contó la historia de su moneda, añadiendo la parte en la que había conocido a Claudia, y Miguel lo invitó a acudir al centro siempre que quisiera. Aunque no había obtenido más información sobre el litón, a Javier le resultó agradable el ambiente del local, donde personas de distintas generaciones compartían partidas de cartas, parchís, damas y, por supuesto, ajedrez. Decidió que volvería pronto.
La siguiente coincidencia no se hizo esperar. Javier empezaba a perder la esperanza de encontrar algo que realmente estuviera relacionado con la moneda pero cada vez parecía importarle menos. En uno de sus paseos, había recogido la revista mensual del barrio y estaba leyéndola en la biblioteca cuando lo vio: En un par de días inauguraban una exposición de fotografía y el cartel era, básicamente, cinco grandes barras dentro de un círculo. Decidió que tenía que ir, aunque no era algo que le hiciera especial ilusión. La exposición no le gustó en absoluto y se sintió totalmente fuera de lugar, pero cuando se marchaba encontró algo que hizo que el viaje no hubiera sido en vano. Justo delante de la puerta de la galería había una mesa con varias tarjetas, postales y dípticos publicitarios. Y entre todos ellos, uno en concreto llamó su atención: se trataba de un anuncio de un viaje para la tercera edad a Coruña, muy bien de precio y para el que solo faltaba un mes y medio. Teresa siempre decía que quería visitar Galicia: quizás esa era una oportunidad para cambiar de aires unos días. Salió del local decidiendo que, como mínimo, lo pensaría…
Tras esa tercera coincidencia pareció que el destino había acabado de darle más pistas. El fracaso para con su litón de cinco había dejado de ser un pensamiento recurrente, y ya casi no quedaba nada de la frustración que sentía al principio de su búsqueda. A decid verdad no tenía tiempo para pararse a pensar en eso, simplemente, estaba muy ocupado. Aquél día, por ejemplo, su nieta tenía el día libre y habían quedado para ir a desayunar y dar un paseo.
Isabel estaba limpiando una mesa cuando se fijó en la chica que acababa de entrar en su bar. Tenía el pelo castaño y lo llevaba suelto, aunque le quedaba recogido al estar por dentro del grueso pañuelo que llevaba envuelto al cuello. Reconociéndola, Isabel cruzó la distancia que las separaba de tres grandes zancadas y no pudo evitar emocionarse, perdiendo un poco las formas:
–¡Oye! Tú eres la chica de la moneda.
–No sé de qué me habla –le respondió la joven mirando incómoda a su alrededor.
–Sí, me diste una moneda muy rara. Tengo un cliente que ha estado investigando y…
–¿Te llamas Isabel, verdad? –le preguntó la joven interrumpiéndola.
–Sí, ¿Cómo…?
–Soy Anna, la nieta de Javier.
Por toda respuesta, Isabel adoptó una expresión de confusión.
–Mi abuelo está a punto de llegar. Por favor no le digas nada.
–Pero es que lo tienes absorto con esa moneda desde hace semanas.
–Sí, luego te lo explico todo.
–No creo que tu abuelo se merezca que lo engañes así –le reprochó Isabel visiblemente enfadada.
–¿Sabías que Teresa nos dejó hace cinco meses?
–¿Quién es Teresa?
–Mi abuela. Nos dejó y Javier perdió el interés por todo. Me costó muchísimo que volviera a salir de casa para venir a desayunar aquí.
–No lo sabía… Sí que me extrañó cuando faltó tantos días y luego lo veía como triste pero no pensé que…
–Y luego se pasaba el resto del día encerrado, haciendo ver que miraba la televisión.
–Yo no…
–Así que pensé que darle un poco emoción a su vida le ayudaría a superar nuestra pérdida.
–¿Y crees que ha funcionado?
–¡Pues claro! Ha hecho amigos, le ha cogido el gusto a pasear y se ha apuntado a un club de lectura y a otro de ajedrez.
–¿Ah sí?
–Sí. Y lo mejor es que vuelve a sonreír. Está recuperando su alegría habitual y tiene una anécdota estupenda con la que romper el hielo con la gente.
–¿Y de dónde sacaste la moneda? Si puede saberse…
–Mira, ahí viene. ¿No dirás nada verdad?
–No… al fin y al cabo, no es asunto mío.
Javier se acercó a la barra donde Anna conversaba con Isabel.
–¡Buenos días! –las saludó mientras abrazaba a la joven.
–Hola Javier –le respondió la mujer.
–Esta es Anna, mi nieta.
–Sí, ya nos hemos presentado.
–¡Es regidora de cultura!
Tras pronunciar esa afirmación algo en la mente de Javier se despertó, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Toda la información que había estado recopilando esas últimas semanas empezó a ordenarse, apuntando hacia una misma solución. Era tan evidente que lo había pasado por alto.
–¡No soy regidora! Siempre exageras. Pero sí, trabajo en cultura para el ayuntamiento. –Se apresuró a aclarar Anna para interrumpir el hilo de los pensamientos de su abuelo, viendo que claramente lo habían atrapado.
Javier miró a su nieta interrogándola con la mirada. Pero no se atrevió a formular la pregunta que le rondaba por la cabeza. En realidad, no quería saberlo. No de aquél modo, no todavía…
Aunque le costó un poco volver a centrarse, le pidió a Isabel el mismo desayuno de siempre, con un “mini” de queso; Anna solo quiso un té con menta.
Se sentaron en la mesa favorita de Javier y pasaron un par de horas conversando. Anna se sentía muy feliz por su abuelo: Ya ni siquiera le hacía falta hablar del misterioso litón de cinco para tener un tema de conversación. Javier volvía a sonreír, y eso era lo único que importaba.