22 de noviembre de 2019

La ascensión de la bruja negra

Treinta días con sus noches había tardado en llegar. Diez noches menos de las que había previsto; dos días más de los que hubieran sido precisos. Durante el viaje había dormido la mayoría de las veces al raso, bajo las estrellas. Y en esas noches eternas en las que ni una hoguera lograba imponerse, solo su férrea voluntad le mantenía lejos de la muerte. Le habían aconsejado que no se adentrara en los caminos: el invierno acechaba y ese año sería cruel. Pero llegó un cuervo reclamándolo, no directamente, por supuesto, pero reclamándolo al fin y al cabo. Y no pudo sino responder a esa llamada, a esa suplica, aunque no iba dirigida a él y ya no le incumbía.

Cuando envuelto en pieles tiritaba hasta esperar que el sol volviera a calentar sus mejillas, le ayudaba imaginarse recorriendo las calles de Talab. La ciudad era un laberinto de callejones estrechos, sucios y oscuros; en los que los huérfanos competían con las ratas para encontrar comida. Pero entre esa inmundicia aún podía encontrase, por unas pocas monedas de cobre, un plato caliente que valiera la pena. Siempre iba directo a “El jabalí decapitado”, aunque era una taberna de entre las muchas que había. Solía encontrar la manera de reconfortarse entre esas cuatro paredes de piedra que mantenían las estaciones a ralla: el olor a carne asada se mezclaba con el de la madera quemada; nunca había muchas peleas ni gritos; y estaba repleto de mujeres bellas. Y de entre todas ellas, una en concreto. En los peores momentos de su viaje había imaginado sus curvas, su larga melena negra como la noche que le acechaba y sus labios finos. Y cuando a ratos era capaz de sentir las piernas, también se permitía imaginar el tacto de su piel cálida y morena, y el olor a primavera que de ella emanaba. En esas interminables horas, casi podía sentir cómo la abrazaba dormida entre sus brazos como había hecho tantas veces. Solo la promesa de arañar unos instantes de felicidad junto a ella lograba apartarle de la muerte.

Superó el hambre, el frío y las otras dificultades del camino. Y como las otras veces logró llegar a Talab. Ignoró el humo, la ceniza y el espeluznante olor a carne quemada que guiaron la parte final de su viaje. Y aunque podía imaginar lo que había pasado, no se permitió creerlo hasta que lo vio con sus propios ojos. Había llegado tarde. Talab había ardido en llamas y ahora era un montón de runas, ceniza, sangre seca y huesos amontonados. No podía hacer nada para arreglarlo. La taberna ya no existía, ni tampoco sus valientes soldados, sus obesos cocineros o sus bellas mujeres. Recorrió la ciudad buscando un atisbo de vida al que aferrarse. Pero no lo encontró.

Poco podía él imaginar que Nanneke había mandado ese cuervo; o que fue ella misma la que había provocado el incendio. Tampoco sabía que ella había huido a tiempo, ni que fueron sus conjuros los que le habían mantenido con vida.

Tardaría años en volver a verla. Pero no tanto en comprender, cómo aquel incendio la había cambiado para siempre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario