23 de diciembre de 2022

Del cocodrilo, esa ninfa y una pequeña sorpresa

Tres horas. Ese es el tiempo que se tarda en preparar un redondo de cocodrilo relleno de orugas. Lina no había dedicado tanto tiempo a una tarea manual desde hacía… ¿cuánto? Ni siquiera se acordaba de la última vez. Total, no tenía necesidad de hacerlo, bastaba con chascar los dedos, arrugar la nariz o concentrarse en algo para que las cosas sucedieran. Pero era el primer año que el aquelarre celebraría el solsticio de invierno en su casa, todo tenía que salir perfecto y “hacerse a la manera tradicional”, como le había recordado varias veces Minerva, su madre. Lina estaba nerviosa. Por fin le pasaban el relevo de hacer de anfitriona y quería estar a la altura de sus invitados, aunque entre ellos estuviera la odiosa de Zoe. La ninfa revoloteaba por todas partes como si fuera la matriarca del grupo. Lina no la soportaba y, en parte, se esforzaba tanto porque no pensaba darle la satisfacción de que la viera fracasar.

Así que sin pensárselo demasiado, se enfundó en las viejas botas de pescar de su abuela y se dirigió al pantano que le quedaba más cerca, en busca de un buen ejemplar con el que llenar el horno. El ambiente del lugar era asfixiante. Había tanta humedad que la ropa se le pegaba al cuerpo, y una nebulosa de diminutos mosquitos la estaba acribillando. Tanto la cara como ambas manos, que conformaban la única superficie de su cuerpo que quedaba al descubierto, pronto quedaron repletas de pequeñas ampollas enrojecidas que palpitaban al ritmo del latido de su corazón. Estaba segura de que tardaría semanas en quitarse el olor a lodo que se le estaba enredando en el pelo. Era genial, la preparación perfecta para la cena que le esperaba, y pensar en la cara de fastidio que pondría Zoe nada más verla, era la araña del pastel.

Lina se obligó a centrarse en su objetivo y enseguida lo localizó. El cocodrilo descansaba plácidamente en la orilla, como si ya hubiera aceptado su destino y la estuviera esperando. El reptil era un poco esmirriado, pero serviría. Estuvo cerca de matar al animal de un chasquido, hasta que recordó que debía hacerlo sin recurrir a sus poderes. Así que se acercó a su presa muy despacio, tratando de no producir ni el más mínimo ruido mientras avanzaba y sacaba el puñal de un bolsillo de su roído vestido. De repente, cogiendo todo el impulso que podían soportar sus delgadas piernas, saltó para situarse encima del cuello del reptil. Sin tiempo que perder, colocó una mano encima del morro del animal, presionándolo con todas sus fuerzas, mientras que con la otra le hundía el filo justo en medio de los ojos. Para su sorpresa, el cocodrilo ni se inmutó. La bruja tardó unos segundos en darse cuenta de que el animal ya estaba muerto antes de que ella lo encontrara. “Mejor”, pensó, “lo que se lo haya cargado le dará un sabor único al redondo”. Ensanchando todavía más la sonrisa que llevaba todo el día dominando su rostro, se colgó el cocodrilo al hombro y volvió a su cabaña.

Una vez allí empezó la operación “que rabie la ninfa”. Nadie había dicho que no pudiera hacer magia para adecentar la casa, así que puso la escoba a entrar polvo del camino, las arañas a tejer y al gato a rascar todos y cada uno de los muebles, sin excepción. Mientras sus improvisados lacayos estaban manos a la obra, Lina se encerró en la cocina para preparar el redondo. Siguiendo las indicaciones del libro de cocina que le había prestado su madre, peló el cocodrilo, lo deshuesó y le sacó toda la chicha, mientras el relleno que ya había marchado burbujeaba a fuego vivo. Medio quilo de orugas secas hidratadas en tinta de calamar, diez Amanitas phalloides, un par de ojos de sapo y un puñado de babosas. La cocina se estaba llenando de los aromas que desprendía la gran sartén. Y a Lina se le hacía la boca agua.

Estuvo toda la tarde cocinando, logrando excelentes resultados, hasta que, al ocaso, el gran redondo pasó a coronar la mesa que le invadía el salón. A modo de acompañamientos varios, también había preparado una bandeja de sesos de cordero “al natural”, una fuente de ancas de rana fritas y había repartido cuencos llenos de ojos de pez cada pocos comensales. Todo esto, unido a varias bandejitas de vol-au-vents rellenos de caracoles, babosas o lenguas de águila. Era un banquete digno del aquelarre, nadie podría ponerlo en duda, ni siquiera Zoe.


Con todos los preparativos listos, esperó impaciente a que llegaran los invitados. Todos fueron muy puntuales, no tardaron en llegar y acomodarse en su sitio, a excepción de la ninfa. Zoe fue la última, como siempre. Lina sabía que lo hacía adrede, para que todo el mundo se fijara en ella. Y vaya si se fijaron. ¡Iba acompañada por una humana! ¿Cómo se atrevía? De entre todos los seres de este y el otro mundo, había elegido al que tenía una alimentación completamente opuesta a la del aquelarre. De hecho, la cena que la bruja había preparado la mataría si llegaba siquiera a probarla. Y luego estaba tío Kulhu. Había empezado a salivar y boquear antes de que la chica cruzara el umbral de la puerta principal. ¡Era un zombi! ¿Quién trae una humana a una cena donde hay un zombi? Betunia, la prima vampiresa, o su pareja Nimahel, el medio hombre lobo, quizás podrían contenerse, pero Kulhu… nadie podría detenerle como se le antojara un cerebro crudo al punto de sal. Por el favor de Lilith…

—¡Hola! —Gritó Zoe nada más entrar al salón—. Esta es Sara, mi corazoncito.
“Corazoncito…”, pensó Lina, “corazoncito el que le va arrancar Betunia como elija mal sus primeras palabras”. La vampiresa ya había desplegado sus afilados colmillos y se había retirado de la mesa, haciendo chirriar las patas de la silla que ocupaba contra el suelo de la cabaña. De hecho, todos se habían puesto a la defensiva. Kulhu los miraba de uno en uno, esperando el leve gesto que le diera permiso para servirse del plato estrella de la noche. Una humana joven, tierna, resplandeciente, tan apetecible…
Lina debía admitir que estaba disfrutando de la tensión que se había generado. Era tan densa que le bastaría con chuparse los dedos para saborearla.
—Ho… Hola —balbuceó la humana—, espero no molestar…
—¡Tú no molestas! —gritó Zoe.
Tras ver que todos los invitados desviaban la mirada, la ninfa se dirigió directamente a Minerva.
—¿A qué no? —preguntó insistiendo para obtener una respuesta clara.
La matriarca carraspeó, para acto seguido sentenciar:
—No… Claro que no. En la noche del solsticio…
—¡Navidad! —la interrumpió Zoe.
—¿Cómo dices? —quiso saber Minerva levantando una ceja.
—Los humanos, estos días, celebran la Navidad —aclaró la ninfa orgullosa de tener un conocimiento que los demás ignoraban.
—Bueno, todavía faltan unos días para… —empezó a aclarar Sara en tono conciliador, pero ante la dura mirada que le echó Zoe, se calló al instante.
—Está bien… —aceptó Minerva—. Que no se diga que el aquelarre no es abierto y tolerante.
La matriarca cogió su copa, llena de sangre de murciélago, la alzó y propuso un brindis.
—En el solsticio de invierno nos debemos a la paz. La paz hace prosperar el aquelarre y lo mantiene cohesionado. Si la paz ha conseguido unir trece brujas, dos orcos, una vampiresa, un medio hombre lobo, una ninfa, dos trasgos y un zombi, seguro que la paz nos requiere que aceptemos, también, a la humana. Así que hoy celebraremos la Navidad. Y esta joven será nuestra invitada y mi protegida —declaró haciendo hincapié en la palabra “protegida” a modo de advertencia y para decepción de algunos.

Aunque a regañadientes, y cabe destacar que, entre los presentes, había mandíbulas realmente intimidantes, todos asintieron y se unieron al brindis. Al fin y al cabo aquella era una familia atípica. Un grupo que se había formado a base de acoger exiliados de otros clanes. Porque todo el mundo necesita un hogar. Y el hogar, el de verdad, se encuentra en aquellos que nos aceptan y nos quieren tal y como somos.
—¿Y qué va a comer? —preguntó Lina a modo de queja.
—Oh, eso tiene muy buena pinta —exclamó Sara refiriéndose al gigantesco redondo que había preparado su anfitriona.
—Querida, eso es carne de cocodrilo rellena de orugas y otras cosas que te matarían nada más tocar tu lengua. Créeme, no quieres probarlo —aclaró Minerva.
El rostro de Sara adquirió una tonalidad entre grisácea y verde. Ante su silencio, Minerva tomó nuevamente la palabra.
—Seguro que mi querida hija tiene a bien invocar algo apropiado para ti.
—¿Yo? ¡Ni hablar! —se quejó Lina—. Que le prepare algo Zoe…
—¡Lina! —exclamó su madre a modo de advertencia.
—Vale… ¿Qué tal una ensalada? —propuso la bruja.
—Perfecto —aceptó la Sara.
Lina lanzó un chasquido con los dedos de ambas manos, y un gran bol apareció delante de la joven.

Tras dar las gracias a Lilith por haberlos reunido ante semejantes viandas, el aquelarre se dispuso a devorarlas. No habían escogido la familia en la que habían nacido, la misma que los había rechazado y desterrado, lo que sí habían podido escoger, era compartir y formar parte del aquelarre. Una segunda familia por la que lo darían todo, y que se había convertido en algo más real y más cercano que los lazos de sangre de los que se habían visto expulsados. Un hogar que los recomponía, los consolaba y los aceptaba por, para y a pesar de todo. ¿Qué si no el amor podía unir a trece brujas, dos orcos, una vampiresa, un medio hombre lobo, una ninfa, dos trasgos, un zombi y, ahora, una humana?