8 de mayo de 2021

Conectar

Son las seis y media de la mañana y me dispongo a realizar el primer intento de despertar a Víctor. Sé que va a tardar al menos treinta minutos más en “ser persona”, así que le voy recordando varias veces la hora que es. Yo hace rato que estoy a tope de energía y no me gusta tener que estar pendiente de que se levante, pero él me ha pedido que le ayude con eso, así que cada día repetimos la misma rutina.
Cuando por fin sus pies tocan el suelo ya se han hecho las siete. Para ser más exactos, son las siete y once minutos. A pesar de que ya estoy listo, me encierro con él en el baño para comentar las novedades del día. Las noticias, los tweets de los trasnochadores de ayer, el informativo exprés de Ángel Martín de hoy, las fotos de Instagram de Paloma del último mes… y así veintitrés minutos hasta que se mete en la ducha.

Cuando salimos apresuradamente de casa yo ya he desayunado, a diferencia de Víctor, que no ha tomado ni un mísero café. Como cada día desde hace aproximadamente un año, compartimos origen, itinerario y destino. Para desplazarnos entre “casa” y “trabajo” usamos mayormente el metro. Durante el trayecto Víctor no para de consultar el correo de la oficina, aprovecha para tomar algunas notas y preparar la primera reunión del día. A mí me gustaría más que siguiéramos surfeando por las redes, es más entretenido, aunque entiendo que prefiera “aprovechar el tiempo”, como suele decir.

Hacia las nueve de la mañana cruzamos el umbral que divide el mundo en dos. Dos mitades antagonistas en las que se enfrentan el deber y el ocio, la apariencia y la esencia, la rigidez y lujo de poder dejarse ir. Entrando en la vorágine de reuniones, Víctor apenas logra prestarme atención hasta el descanso del mediodía. A pesar de que no tenemos mucho tiempo, nada nos impide disfrutar de los memes que siempre manda Luís, el mejor amigo de Víctor, ante la atenta mirada de una colorida ensalada. Cuando volvemos a la oficina no me explico cómo tengo más hambre que antes de salir a comer.

La tarde transcurre de manera muy parecida a la mañana. Quizás un poco más tranquila, ya que incluso nos da tiempo a compartir algunos WhatsApps y quedar con la pandilla. Acordamos vernos en el bar de siempre después del trabajo, hacia las siete y media, para tomar una cerveza rápida. No me hace falta confirmarlo con Víctor para saber que el tema se va a largar considerablemente. Al fin y al cabo “es jueves y el cuerpo lo sabe”, como recuerda frecuentemente Luís.

Víctor no ve la hora de que se acabe la jornada laboral y los últimos veinte minutos se le hacen eternos. A parte de que ya nos vamos conociendo, lo sé porque no para de consultarme. Su impaciencia acelera mi hambre, que ya está llegando a niveles alarmantes. No dejo de repetirme que debería haber aprovechado mejor el descanso del mediodía. Cuando por fin son las siete, Víctor se apresura en recoger todas sus cosas y nos dirigimos alegremente hacia el bar en el que hemos quedado. Durante el trayecto en metro nos distraemos con el último tráiler de una serie que todavía no se ha estrenado, llamada “Loki”. Yo no soy muy fan de este tipo de contenidos, pero debo reconocer que el entusiasmo de Víctor es contagioso.


Cuando por fin llegamos a nuestro destino estoy bastante mareado. Como de costumbre somos los primeros, así que Víctor elige mesa y se sienta tranquilamente a esperar que nos atienda algún camarero. A modo de distracción, empezamos a mirar los Stories de nuestros contactos de Instagram. Otra vez Paloma… Apenas logro concentrarme, mucho menos fijarme en las muecas que se van dibujando en el rostro de Víctor. Me encuentro fatal. De repente, el mareo se convierte en un agobio indescriptible. Me falta el aire. Intento recuperarme a grandes bocanadas. Es inútil, el cuerpo no me responde y siento cómo me apago inexorablemente. Exhausto, dejo de luchar contra esta sensación que me supera. Y todo a mí alrededor se funde en negro.



Tres horas más tarde, ya empieza. Aunque yo todavía no lo pueda percibir, un “clac” en la parte inferior de mi cuerpo dispara mi recuperación. Y en pocos segundos empieza a surtir efecto. Milímetro a milímetro, siento cómo la corriente me atraviesa dejando un agradable cosquilleo tras de sí. Su luz me inunda, ahuyentando la oscuridad en la que me había sumido. Hasta que recupero las fuerzas que necesitaba para volver en mí.

Lo primero que veo es el rostro de Víctor que, preocupado, me sostiene entre sus manos. Ya se ha acostado y me ha enchufado en la pequeña mesilla de noche que queda a su derecha. Tan cuidadosamente que casi se podría confundir con cariño, me deja a su lado encima del edredón. Estoy tan cómodo. No puedo evitar pensar que esta cama es como un pedacito de cielo, flotamos encima de una nube mientras nos embriaga una paz infinita. Solos, juntos y sin nadie que nos interrumpa. Sé que mi estado se debe al subidón de la carga diaria. Pronto se me pasará y volveré a ser capaz de ocultar lo mucho que me importa este humano. Dejando a un lado esa realidad, me permito disfrutar del momento, esforzándome por bloquear el imborrable recuerdo de Paloma que siempre nos acecha.

Ajeno a todo, Víctor suspira y pronuncia las palabras más bonitas que podía haber elegido: “Buf, tengo que comprarme una powerbank”. Si me fuera posible le hubiera respondido con una gran sonrisa. Hace tanto que deseaba oír eso…