22 de febrero de 2020

Júlia y Malechk

Salir con una mortal no es fácil. Son frágiles, se ponen enfermos, dan calor y lo peor de todo, sangran todo el tiempo. Sé de lo que hablo, convivo con una humana desde hace tres años, yo, un adicto a la sangre. La semana que viene es nuestro aniversario y quiero prepararle algo especial. Pero es muy difícil, siempre me cuesta encontrar actividades adecuadas para su condición. No le gustan los bichos ni las serpientes, tiene vértigo, los cementerios le dan miedo... Es broma, a mí tampoco me gustan esas cosas. Pero sí que me cuesta encontrar cómo sorprenderla. Al final siempre acabo llevándola a uno de esos comederos que ellos llaman restaurantes. Le gustan mucho. Suerte que Júlia es vegana. Me repugna ver cómo los mortales cuecen y comen animales. Es asqueroso. Tampoco es que me entusiasme que coma hierbas, pero es mejor que ver esos trozos resecos de carne sin rastro de sangre. Mejor no empecemos con eso que me desvío…

Conocí a Júlia hará cinco años. Por aquel entonces yo aún tenía problemas para controlar mi sed, lo que me tenía en un estado permanente de ansiedad, así que mi terapeuta me recomendó ir a clases de yoga. Por descontado yo no creía en esas cosas, pero como el programa de deshabituación a la sangre no había funcionado conmigo, decidí probar. Total, ya no me quedaba nada que perder. Así que fui a lo que sería mi primer contacto con la espiritualidad humana, y allí estaba ella. Era la profesora. Llevaba el pelo recogido en una corta coleta rubia, e iba enfundada en unas ceñidas mallas de color celeste, a juego con el top que le oprimía lascivamente el pecho, y con lo que me fijé en segundo lugar: sus pequeños ojos de forma almendrada.
Lo primero que me vino a la mente cuando la vi, fue cómo debía inmovilizarla para poder morderle la carótida y chuparle toda la sangre, hasta la última y más ínfima gota. Pero eso no hubiera estado bien, así que desenrollé la esterilla gris que me habían prestado en la entrada y me limité a sentarme con las piernas cruzadas. Intenté pensar en animales como me había enseñado mi terapeuta <<Vacas, perros, conejos, ratas… a la parrilla, rebozados, al vapor…>> así conseguí calmar mi sed, que no la ansiedad que empezaba a acumularse en el lugar donde alguna vez había tenido un corazón. Necesitaba sangre, ya no podía aguantar más. Y cuando creía que sucumbiría a mi deseo y haría de esa habitación un matadero, Júlia me rescató con la sonrisa más bella que había presenciado en mi larga existencia:
–¡Vaya! ¡Hoy tenemos un vampiro en el grupo! –exclamó entusiasmada mirándome descaradamente.
Realmente me intrigó cómo aquella humana aparentemente tan ingenua me había descubierto, pero decidí no decir nada, así que le devolví la sonrisa y me limité a adoptar la misma posición incómoda que mis compañeros mortales. Eso pareció animarla aún más, si es que eso podía ser posible.
–¡Oh y es tímido! ¡Qué mono! –exclamó descaradamente.
Aquel calificativo me dejó totalmente fuera de combate. ¿Cómo una posible presa podía considerarme totalmente inofensivo? ¡A mí! Que había atemorizado todo Londres hacía apenas un siglo. Sí, Malechk el taxidermista me llamaban. Podéis imaginar cómo quedaban mis víctimas. Pero al parecer, una mortal que enseñaba yoga y olía a pachuli me consideraba “mono”. Quizás esa sociedad moderna que tanto decía apreciar la diversidad había llegado demasiado lejos.
La cuestión es que gracias a la inesperada reacción de Júlia pude contener mis ansias de matar. Y la clase que realizamos a continuación me sorprendió. Los lentos estiramientos, la profunda respiración, los cambios de posición…. Noté cómo se tensaban y relajaban músculos que no sabía ni que tenía. Los nombres de las posturas que hacíamos sonaban fascinantes y misteriosos en labios de aquella mujer: Virabhadrasana, Adho Mukha, Bhujangasana, Balasana… tenía una voz tan musical, tan profunda… aquellas palabras incomprensibles sonaban naturales pronunciadas por ella, como si hablara en su antigua lengua natal. Abandonándome a esa melodía, poco a poco me fui relajando y noté cómo el nudo que tenía en el pecho empezaba a deshacerse. Esa sensación era completamente nueva para mí.

Acabados los ejercicios, Júlia nos pidió que nos estiráramos encima de nuestras esterillas, en una posición cómoda. Con la misma calma con la que nos había guiado durante una hora, repartió unos paquetitos de tela rellenos de semillas para que nos cubriéramos los ojos, y empezó a mencionar partes de nuestro cuerpo hacia las cuales debíamos dirigir nuestra atención. Mientras iba visitando nuestro cuerpo con su cálida voz, se paseaba físicamente por la sala. Iba descalza. Yo podía oír cómo sus pasos se acercaban para volver a alejarse, una y otra vez, hasta que la tuve tan cerca que pude oír claramente su pausada respiración. Mi primer impulso fue destaparme los ojos para mirarla, pero me contuve. Me dejé llevar mientras ella me colocaba bien los brazos para que realmente tocaran el suelo y después de eso, hizo lo propio con los hombros, intentando que dejaran de estar rígidos. Ese contacto fue demasiado para mí. El nudo volvió a apretarse.
La tenía tan cerca que el olor a manzana que emanaba de su pelo inundó mi nariz. Y no solo podía oír el latido de su corazón, también el potente bombeo de sangre que éste provocaba y el flujo continuo que se extendía por sus venas. La sed volvió a ser mi prioridad. No me importaba nada más allá del hambre voraz que pasó a dominar mis pensamientos y que guio mis siguientes movimientos. Todo sucedió muy rápido. Me incorporé girándome hacia ella para cogerle las muñecas con mis manos e inmovilizarla con una fuerza sobradamente superior a la suya. Y me paré unos instantes a mirarle la cara antes de morderla para dejarla completamente seca. Sabía lo grotesca que podía ser mi expresión justo antes de alimentarme. En el estado en el que estaba, seguro que mis ojos ya estaban completamente rojos, inyectados en sangre, y rodeados por una contorno muy oscuro, casi negro. Eso sin contar que mi mandíbula se habría agrandado significativamente para dar paso a lo más aterrador: dos grandes colmillos que sobresalían tan relucientes como amenazantes. Quería ver cómo se horrorizaba. Disfrutar de su miedo y de la súplica que se podría leer en su mirada. Sabía que gritaría. Luego se quedaría completamente paralizada, o por el contrario, intentaría escapar. Básicamente esas habían sido siempre las reacciones de mis víctimas. Pero sorprendentemente, no fue la de Júlia. Cuando me paré a observarla para deleitarme con su miedo me encontré con un comportamiento totalmente distinto. Ella me estaba mirando directamente a los ojos, con una expresión desafiante en el rostro, y no parecía estar en absoluto asustada, ni haber perdido su calma y serenidad. Esa actitud me desconcertó. La confusión empezó a apoderarse de mi mente, dejando fuera la determinación y la urgencia que instantes antes me habían sometido. Ella aprovechó esa inacción para liberarse de mis manos y retroceder apenas un par de pasos sin apartar la vista de mí.
–No deberías haber hecho eso –me reprochó con una voz que de repente se había vuelto grave y fría.
Todos los alumnos nos observaban sin atreverse a interceder, ni siquiera moverse.
–Yo… –empecé a balbucear notando cómo mi rostro volvía a la normalidad.
–Sal fuera y tranquilízate –me indicó ella en tono autoritario.
Aquella respuesta me desconcertó aún más. No sabía qué hacer, así que me dispuse a recoger mi esterilla para salir de allí, pero su voz me interrumpió de nuevo.
–Deja la esterilla ahí. Cuando te hayas calmado podrás entrar a recoger tus cosas.
Me quedé mirándola convencido de que me estaban gastando una broma pesada pero no tardé en obedecer. La vergüenza que sentía por lo que había pasado me tenía completamente aturdido.
Mientras caminaba hacia la puerta, oí cómo Júlia se dirigía al resto de la clase.
–¿Es que nunca habéis visto un vampiro? –Venga, todo el mundo estirado y con los ojos cerrados. Volvemos a empezar el último ejercicio.
Al ver que muy pocos alumnos le hacían caso, no dudó en insistir.
–Ahora –ordenó con el mismo tono autoritario que había usado conmigo.
Para cuando todos estuvieron de nuevo en el suelo con los ojos tapados por el saquito de semillas yo ya estaba en el vestidor. Me tomé la séptima pastilla de compuesto de hemo del día y me di una ducha bien fría. Ese sucedáneo no calmaba mi ansiedad pero al menos me permitía gestionarla, más o menos, y sobrevivir sin matar a nadie. Después de ducharme, me sequé y vestí rápidamente, tras lo cual deshice mis pasos hacia un banco que quedaba justo al lado de la puerta de la sala en la que había hecho la clase de yoga. Esperé sintiendo cómo el compuesto empezaba a hacer efecto.

La puerta no tardó mucho en abrirse y los demás alumnos empezaron a salir ordenadamente. Como el banco les quedaba un poco alejado y de espaldas, no se fijaron en mí hasta que decidí levantarme y entrar de nuevo en la sala. Los pocos que aún quedaban en ella apresuraron visiblemente el paso para alejarse en silencio. Cuando Julia y yo estuvimos solos, me dirigí al lugar en el que aún había la esterilla que yo había usado y empecé a enrollarla para guardarla.
–Te ha enviado Lena, ¿verdad? –me espetó sin contemplaciones.
Aliviado por ver que Júlia había recuperado su sonrisa, dejé lo que estaba haciendo y me acerqué un poco más a ella, aunque lentamente y preocupándome por dejar una buena distancia prudencial entre nosotros.
–Sí, lo siento, yo… –empecé queriendo disculparme.
–Entonces eres adicto.
Aunque no le respondí, ella decidió seguir hablando.
–Esta no es una clase de yoga cualquiera. Aquí todos hemos sufrido. Algunos siguen haciéndolo: estrés, ansiedad, depresión, adiciones… Sé que estás avergonzado y que no desearás volver más. Hazlo. Una vez a la semana como mínimo. Si puedes, tres.
–Yo…
–¿Cómo te llamas?
–Malechk.
–Encantada. Yo soy Júlia –me informó recorriendo de tres grandes zancadas la distancia que nos separaba y dándome la mano.
Yo reaccioné con un respingo a ese gesto, por lo que ella no lo hizo durar más de lo necesario y enseguida me soltó.
–Haremos algo –me propuso alegremente –yo no te tocaré ni me acercaré a ti. Puedes ponerte en una esquina, alejado de los demás. Pero ven.
–No creo que esto sea para mí –logré a mascullar.
–Si Lena te ha mandado aquí es que lo necesitas. Tómate el doble de la dosis de compuesto que te hayan indicado antes de venir y ven. Te irá bien.
–Vale…
–¿Me prometes que vendrás?
–Nosotros no podemos…
–Prométemelo.
–No creo que…
–Has estado a punto de matarme, lo menos que puedes hacer es prometerme eso.
–Te lo prometo –cedí al fin sintiéndome un miserable.
–Bien. Ahora vete.
Sin añadir nada más, guardé la esterilla que ya había enrollado en su sitio y me dirigí hacia la salida. Antes de traspasar la puerta, quise darle un último vistazo a Júlia mientras ella empezaba a recoger sus cosas. Yo aún estaba en un estado en el que no podía reconocer mis sentimientos, pero ahora sé que ese fue el preciso instante en el que me enamoré de ella. Nadie antes se había enfrentado a mí de ese modo, ni había logrado calmarme y hacerme entrar en razón. Aunque no quería permitírmelo, una esperanza empezó a crecer dentro de mí. Quizás aquella mortal sería lo que por fin podría sacarme del infierno en el que estaba sumido desde hacía más de un año. Desde que había tocado fondo y estaba intentando desesperadamente volver a salir a flote para tomar ni aunque fuera una bocanada de aire. Y quizás, solo quizás, aquella sería la última vez que atacaba a alguien.


Después de lo ocurrido, me costó mucho atreverme a volver al Centro Yoga. Me daba vergüenza ver a Júlia y no sabía cómo reaccionarían los demás alumnos. Pero los vampiros no podemos romper ciertas promesas así que, aunque esperé una semana larga, volví con una esterilla a la espalda y haciendo ver que no había intentado matar a la profesora. Aunque se me recibió bien, las primeras clases fueron difíciles de gestionar. No solo era Júlia con su apetecible busto, sino los que se estaban convirtiendo en mi única compañía habitual: un chico moreno que desprendía un ligero aunque muy desagradable hedor a sangre seca procedente de sus devoradas uñas; otro al que le apestaban los pies (mis favoritos); una chica a la que no paraba de rugir el estómago (lo que me recordaba mi propia hambre); u otra que parecía estar permanentemente al borde del llanto (el aliño perfecto). Había más alumnos pero, por suerte, me quedaban lo bastante lejos cómo para que pudiera ignorarlos, tanto a ellos como a sus funciones vitales.

En esas primeras semanas tuve que salir al pasillo en más de una ocasión para serenarme, pero logré sobrellevarlo. No interaccionaba mucho con los demás alumnos, me limitaba a saludarlos amablemente y a mantenerme en mi rincón apartado. Para mi alivio, ellos tampoco intentaban interaccionar conmigo, ni siquiera Júlia, que me sonreía a modo de bienvenida y nada más.
Poco a poco le fui cogiendo el gusto a las clases y en lugar de ir solo un día a la semana, acabé yendo tres, como me había recomendado Júlia. Aquellas sesiones me iban muy bien para mantener a raya la ansiedad y me ayudaban a pensar con claridad. También seguía viendo a Lena todos los martes y, como ella me había indicado, escribía todo lo que me pasaba, fuera bueno o malo, en una pequeña libreta que siempre llevaba conmigo. No tardé en poder reducir mi consumo de hemo a más o menos la dosis recomendada, y también pude empezar a entablar conversaciones banales con algunos alumnos. Empezaba a pensar que me estaba curando. Así que cuando Júlia me invitó a ir a tomar un café, acepté sin pensármelo dos veces. Aquella mortal era realmente fascinante e, inexplicablemente, parecía haberse fijado en mí.

Quedamos un domingo por la mañana en una cafetería del centro. Era el único día de la semana que Júlia no tenía ninguna clase. Como llegué temprano, elegí una de las pocas mesas que aún quedaban disponibles y pedí una tila. Detestaba las infusiones, me parecían agua sucia, pero pensé que algo relajante me iría bien. Estaba muy nervioso. Y aunque me había tomado un par de pastillas de hemo, tenía hambre. Mientras esperaba a que mi cita llegara, me dediqué a observar la cafetería: el techo y el suelo de madera; las paredes de obra vista; los grandes ventanales... Una de las camareras estaba decorando el local con adornos navideños aunque apenas habíamos estrenado el mes de Noviembre. Hacía varios años que los No humanos habíamos salido de la clandestinidad y nos habíamos integrado en la sociedad humana, pero no por ello sus costumbres y su modo de vida dejaban de sorprenderme. Tenían días para todo: para conmemorar cosas; para olvidar otras; para estar agradecidos; para hacer balance; para reiniciar sus vidas… a veces pensaba que esos seres tenían que marcarse explícitamente qué sentir, qué hacer o qué decir; como si olvidaran que son mortales y que su tiempo en este mundo es efímero y volátil… solo cuando se enfrentaban a la muerte cara a cara se daban cuenta de que estaban desaprovechado sus vidas.

Una alegre palmada en la espalda me sacó de mis pensamientos. Era Júlia, que ya había llegado y aguardaba de pie junto a mí, esperando a que la saludara. Sobresaltado, me levanté para darle dos besos. Y entonces lo noté. Era tan intenso que tuve que apartarme bruscamente de ella, tropezando con la silla en la que había estado sentado. Un olor que no supe identificar, mezcla de sangre, humedad y algodón perfumado inundó mi nariz produciéndome un intenso mareo.
Dándose cuenta de lo que estaba pasando, Júlia se sonrojó visiblemente y empezó a rebuscar en su bolso para sacar de él un pequeño bote metálico. Sin esperar a que yo me recompusiera, lo dejó en el bode de la mesa que quedaba más cerca de mí.
–Voy al baño y a pedir. Ponte esto debajo de la nariz –me ordenó antes de alejarse rápidamente.
Sin pensar en lo que estaba haciendo, abrí el bote que Júlia me había dejado, liberando un agradable y fresco aroma a menta que logró espabilarme. Tras ponerme una generosa cantidad de crema debajo de la nariz, empecé a notar cómo la desagradable sensación de mareo empezaba a desvanecerse.

Para cuando Júlia regresó a nuestra mesa yo ya estaba completamente recuperado, lo que dejó vía libre a la vergüenza que sentía. No me atrevía a mirarla a la cara y solo deseaba salir corriendo de allí. Pero ella se sentó con una sonrisa, sosteniendo con ambas manos una taza humeante de chocolate caliente.
 –Oye, no te preocupes. No es culpa tuya –empezó ella para destensar la situación.
–Lo siento yo… nunca… no sé…
–Tranquilo. No hace falta darle más vueltas.
–Gracias.
–¿Estás mejor?
–Sí, suerte que llevabas esa crema.
–Bueno, una tiene sus trucos.
–Sí, sí… La verdad es que tus reacciones no dejan de sorprenderme. ¿Has tratado con muchos vampiros?
Nada más pronunciar aquellas palabras me arrepentí. Esa no era una pregunta para una primera cita y raramente podría tener una respuesta agradable. A pesar de que los No humanos nos estábamos integrando, nuestra historia estaba plagada de sufrimiento, brutalidad y muerte. Si una humana se había topado con un vampiro seguro que no había sido una experiencia agradable. Yo estaba tratando de ser un ser civilizado, pero no podía permitirme olvidar lo que era.
Para mi alivio, Júlia no se tomó mal la pregunta, aunque su sonrisa adquirió un deje de tristeza.
–Bueno… –comenzó meditando sus siguientes palabras– mi hermano es… un vampiro.
–¿Tu hermano?
–Hermanastro…
–¡Vaya!
Dándome cuenta de que aquél no era un tema agradable para Júlia, aplaqué mi entusiasmo inicial y decidí cambiar de tema. Y aunque ella no lo dijo, lo agradeció.

Aquella primera cita no había empezado demasiado bien, pero la cosa mejoró por momentos y no hubo más incidentes ni momentos vergonzosos. Hablamos de muchas cosas, ninguna demasiado profunda, pero generalidades necesarias para empezar a conocernos. Cuando nos despedimos tres horas más tarde una euforia como la que hacía tiempo que no sentía había inundado mi ánimo. Hasta ese momento solo había conseguido sentirme de ese modo secando cuerpos. Resultaba agradable recuperar esa sensación de bienestar con algo que no implicara segar otra vida.
Empecé a llegar un poco antes a las clases de yoga para poder hablar con Júlia, y también me quedaba para ayudarla a recoger cuando terminábamos. Me encantaba hablar con ella, me hacía sentir que todo era posible, incluso que un adicto como yo se rehabilitara. Quedamos un par de veces más para tomar algo y luego pasamos a las comidas, las cenas, ir al cine... Para mí todo eso resultaba un poco raro, ya que en los restaurantes a los que íbamos yo apenas podía comer nada, y en el cine tenía que ponerme tapones en las orejas para que no me reventaran los tímpanos, pero me gustaba aquella sencilla vida humana. Y me encantó cuando nuestra relación dio un paso más allá. Pero no entraré en eso, se me podrá acusar de asesinato pero jamás de airear secretos de alcoba.
Hasta que el destino puso a prueba nuestro lazo.

Fue una noche de primavera en la que la Luna llena relucía exageradamente grande. Júlia y yo habíamos quedado para ir a ver una obra de teatro en el centro, así que ella pasó a recogerme. Cuando salí de mi modesto apartamento a las afueras de la ciudad ella ya me estaba esperando, siempre era muy puntual. Sin tiempo que perder, me subí a su estrecho biplaza y le di un caluroso beso en los labios, para después pasar a abrocharme el cinturón mientras comentaba lo guapa que estaba. Estaba acostumbrado a verla con la ropa de deporte, que le sentaba genial, pero cuando salíamos y se acicalaba estaba radiante. A decir verdad se maquillaba solo lo justo, añadiendo algo de color en labios y ojos, pero aquellos toques hacían que sus facciones adquirieran un aire misterioso, casi sobrenatural, que a mí me fascinaba. Y la ropa resaltaba ese efecto aunque también solía ser sencilla: en esa ocasión, unos pantalones anchos y negros con un jersey ceñido de cuello alto a juego. También llevaba la pulsera de cristales que le había regalado hacía un par de semanas.

Devolviéndome el cumplido, Júlia arrancó el coche con una gran sonrisa y yo le pedí que me contara cómo le había ido el día. Tenía un horario tan comprimido y cambiante que resultaba difícil aclararse, pero ella no parecía tener problema con eso, ni con que yo lo olvidara tan a menudo. Cuando me estaba acabando de contar que a última hora había tenido una alumna nueva, ya mayor, que la había sorprendido por su increíble flexibilidad, algo hizo que se callara de repente. Al principio yo no entendí lo que estaba pasando. Podía sentir su miedo, cómo se le habían erizado los pelos de la nuca y cómo se había tensado cada músculo de su cuerpo. Pasé a mirarla fijamente. Y adivinando lo que iba a pasar a continuación, intenté detenerla pero no fui lo suficientemente rápido. Pegó un volantazo que nos sacó de la carretera y nos llevó a empotrarnos contra un árbol. A partir de ahí todo fue muy confuso. Una brusca sacudida me desorientó, y enseguida noté cómo algo tiraba de mí rozándome y quemándome el cuello. Antes de que pudiera reaccionar, recibí un fuerte golpe en la frente sin saber con qué había topado, y empecé a notar una humedad fría que se precipitaba por mi rostro. Estaba sangrando, o el equivalente vampírico, no sé muy bien cómo referirme a ese líquido oscuro y espero que nos corre por las venas.

Sé que perdí el conocimiento, pero no durante cuánto tiempo estuve inconsciente. Cuando volví a abrir los ojos vi a Júlia de pie, fuera del coche. Aunque no tenía sentido, giré la cabeza hacia la derecha, buscándola, y aunque tampoco tenía sentido, me sorprendió ver que el asiento estaba vacío. Volví la mirada al frente concentrándome en entender que Júlia había salido del coche. Me costaba enfocar la mirada pero distinguí que no estaba sola, delante de ella había otra figura. Considerablemente más alto y robusto, se acercaba a ella lo que parecía ser un hombre. Aunque tenía algo extraño. No sabría decir qué lo delató, pero no me hizo falta esperar a despejarme del todo para saber que un No humano se le estaba acercando. Y entonces lo entendí. Aquel ser había usado el truco más viejo del mundo, el que sacaba provecho de las buenas intenciones, de las buenas personas, de su ingenuidad…  No podía permitirlo, tenía que salvarla.
Arranqué el cinturón que me retenía de un tirón y abrí torpemente la puerta del coche. Yendo tan rápido cómo me lo permitía mi estado, saqué una pierna del vehículo, luego la otra, y me levanté sin apartar la vista de Júlia. Viendo que el No humano estaba ya muy cerca de ella, lancé una especie de gruñido para intentar ahuyentarlo, lo que hizo que Júlia se girara hacia mí. Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, me desplacé rápidamente hacia ella, dispuesto a protegerla, pero para cuando llegué, el No humano ya se había apresurado a huir. Estuve tentado de seguirlo pero me preocupaba mucho más saber si Júlia estaba bien. Así que me giré hacia ella dispuesto a atenderla y la encontré de rodillas, sollozando en el suelo.
–¿Júlia, estás bien?
–No –me respondió ella con un hilo de voz y la respiración entrecortada.
Intenté examinarla, desesperado por encontrar las heridas que sabía que tenía, pero su cuerpo estaba tan tenso, tan rígido, que apenas podía moverla.
–Abrázame –me suplicó.
–Estás sangrando Júlia. Yo no debería…
–Por favor...
Cedí. Me abandoné al deseo de rodearla entre mis brazos. Y noté cómo mis ojos se inyectaban en sangre, cómo los contornos se hundían, cómo crecía mi mandíbula, cómo sobresalían mis colmillos... Recurrí a todos los trucos que alguna vez me habían enseñado: respiré, recé, repetí mantras, pensé en animales, en carne cocida… y resistí. Resistí porqué aquella era la mujer más especial que había conocido nuca, la única que me había entendido, la que me estaba ayudando a salir de la oscuridad. Resistí porque el mundo sin ella no hubiera tenido sentido, y porqué el deseo de protegerla, era más fuerte que el hambre que quemaba mis entrañas.
–¿Te ha hecho daño?  –logré preguntarle haciendo el esfuerzo más grande que nunca había hecho. Podía oír cómo su sangre empezaba a coagularse entorno a los pequeños cortes que tenía por los brazos y la frente. Tenía una herida más profunda en algún lugar de las piernas, pero tampoco parecía grave. Me centré en tranquilizarme. Estaba bien, se recuperaría.
 –No. Él nunca…–me respondió antes de que su voz se quebrara.
–¿Él?
–Mi… hermano...
–¿Cómo?
–Abrázame. No me sueltes –volvió a pedirme ya sin esforzarse en reprimir las lágrimas.
–No te soltaré. Estoy aquí.


Todavía hay días en los que me cuesta controlarme. Al fin y al cabo, soy lo que soy, está en mi naturaleza. En esos momentos en los que estoy a punto de rendirme, repaso mi historia con Júlia. Sí, hemos pasado momentos muy difíciles, pero a pesar de todo, aquí estamos, a punto de celebrar nuestro cuarto aniversario. Resulta emocionante. Durante años me obsesionó el hecho de poder caminar bajo la luz del sol, de no tener que relegarme a la oscuridad. Los humanos solucionaron eso con su ciencia, más o menos. Y Júlia entre ellos, es la verdadera luz que necesitaba.

9 de febrero de 2020

La dama de la Luna

Faltaban cinco minutos para que el gran reloj de la pared marcara las tres de la tarde, y un agudo timbre anunciara el comienzo del fin de semana. Luna hacía un buen rato que no escuchaba a la profesora, concentrada como estaba en el hambre que tenía. Imaginó la comida que ya debía de estar preparando su bisabuela Pilar, y su estómago rugió a modo de queja. Hacía días que no veía a sus abuelas. El fin de semana anterior no se había podido quedar con ellas y tenía muchas ganas de verlas. Al fin el timbre sonó, y toda la clase recogió sus cosas a velocidad de vértigo, sin esperar a que la profesora les diera permiso para marcharse. A las tres y cinco el patio de aquella pequeña escuela ya estaba abarrotado de alumnos que lo cruzaban apresuradamente mientras se contaban a gritos lo que harían el fin de semana.

El autobús no tardó mucho en llegar, y aunque estaba abarrotado, Luna decidió subirse igualmente para llegar pronto a su destino. Solo tenía que aguantar cinco paradas, pero harta de que codos y pies invadieran su espacio personal, se bajó una parada antes de lo que le tocaba, y empezó a andar con pesadez, arrastrando los pies. Cuando al cabo de poco divisó por fin la casita blanca en la que vivían Rosa y Pilar aligeró el paso, y en menos de cuatro minutos ya estaba delante de la verja. Llamó tres veces al timbre con urgencia, como siempre hacía, y la puerta no tardó en abrirse.
–¡Sabía que eras tú! –exclamó Rosa a modo de saludo, esforzándose por adoptar una expresión seria.
–¡Hola abuela!
–¡No hace falta que le des tanto! Estamos viejas, pero aún no estamos sordas.
Una gran sonrisa iluminó el rostro de la anciana mientras su nieta la abrazaba con fuerza. Cuando se separaron Luna se adentró a toda prisa por el pasillo al que daban todas las habitaciones del piso inferior, hasta llegar a la cocina.
–¡Macarrones! –exclamó reconociendo el inconfundible aroma mucho antes de ver la gran cazuela que Pilar removía.
–Sí –reconoció la bisabuela riendo.
–Mmmmmmmmmmmmm...
–Toma, prueba si está bien de sal –le pidió acercándole una cucharita con un poco de sofrito.
–Perfecto, ¡qué rico está!
Pilar ensanchó aún más su sonrisa, visiblemente contenta. Luna sabía que su bisabuela le pedía que probara las cosas porqué le encantaba que le dijeran lo buenas que estaban, y como siempre era verdad, ella la contentaba diciéndoselo.
La pasta no tardó en estar lista y pronto se sentaron a la mesa del comedor para devorarla, junto con Rosa. Los macarrones de la abuela Pilar eran su plato estrella y el favorito de Luna. Con ellos Rosa podía reunir a toda la familia con solo un par de llamadas, bastaba con decir que harían macarrones para que tíos y primos aparecieran por arte de magia, aunque los hubiera avisado con poca antelación.

Después de comer, recogieron la mesa entre las tres y Rosa regresó al pequeño taller que había en el patio interior, tenía un encargo importante que debía acabar antes del domingo. Luna se quitó los zapatos y se sentó en el sofá del comedor con las piernas cruzadas, mientras Pilar se dejaba caer en su butacón.
–¿Quieres ver algo? –le preguntó la anciana, soñolienta, haciendo un gesto con la barbilla hacia el televisor.
–No dan nada…
–¿Entonces?
–Cuéntame una historia.
–¡Oh! ¿Y cuál quieres que te cuente?
–La de la dama de la Luna.
–Te la he contado mil veces…
–¡Me gusta mucho!
–Siempre me pides que te la cuente cuando ha habido Luna llena.
–Venga…
–Está bien…


Luna cogió el pequeño cojín azul que tenía a un lado y se acomodó abrazándolo, preparada para escuchar a su bisabuela.
–A ver… ¿Por dónde empiezo?
–¡La concepción de la dama!
–Quizás deberías contarme la historia tú a mí…
–No, no…
–Bien. Hace muchos, muchos años, cuando los hombres todavía no caminaban erguidos ni habían descubierto el fuego; cuando a los dioses aún les gustaba venir a pasear por este mundo; cuando a los peces no les daba miedo salir del agua ni a los gatos meterse en ella…
–A la gata de mi amiga Paula le gusta el agua.
–No, le gusta el movimiento del agua, como a todos, tiene un poder ancestral que logra hipnotizar a quien lo mira…
–Ella dice que la baña y que a la gata le gusta.
–Si ella lo dice… pero no me interrumpas.
–Vaaaaleeee…
–La cuestión es que en esos tiempos sucedió algo que nadie podría explicarse: Nakture, diosa de la naturaleza y madre de toda forma de vida y Llarak, señor del inframundo, se enamoraron.
–¿Llarak era un dios?
–Ya sabes que lo es. Aunque un dios incomprendido, repudiado por sus iguales y exiliado a lo más bajo y profundo de este mundo.
–¡Qué injusto!
–Bueno, debemos suponer que sus razones habría… Pero el destino quiso que Nakture y Llarak se encontraran, unidos sin duda por el hecho de ser uno antagonista del otro. Como la cara y la cruz que son en definitiva dos partes de una misma moneda. Nakture acabó con la soledad que consumía a Llarak y éste hizo que ella se sintiera realmente viva. Así que cada vez pasaban más tiempo juntos, de la única manera que podían estarlo: haciéndose mortales en nuestro mundo. De aquellos encuentros nació una preciosa niña.
–¡Luna!
–Sí. Una pequeña de tez blanca como su padre, y ojos rojizos, del mismo color que el pelo, igual que su madre.
–¿Y vivían los tres en la Tierra?
–Bueno, Llarak visitaba frecuentemente su reino, donde había dejado a una especie de encargado, pero sí, procuraron estar con Luna durante toda su infancia.
–Como mortales.
–La única forma en la que un dios puede visitar este mundo.
–¿Y qué pasó luego?
–La niña un día sangró, haciéndose mujer.
Pilar fingió no darse cuenta de lo rojas que se habían puesto las mejillas de su bisnieta ante esa afirmación, y en lugar de preguntarle algo que ya sabía, decidió proseguir con la historia.
–Como Luna ya era adulta, sus padres se la llevaron al plano de existencia divina.
–¿Al cielo?
–Bueno, tiene muchos nombres. Es un lugar que no es lugar, donde los dioses pueden fluir y ser, sin ser, en toda su esencia.
–No lo entiendo…
–Imagina que te meten en una caja donde no cabes de pie, ni siquiera sentada, sino que tienes que plegarte y retorcerte incómodamente.
–Vale.
–Eso es lo que les pasa a los dioses cuando vienen a este mundo y se hacen mortales. Ahora imagina que sales de la caja y tienes todo el espacio que necesitas para moverte.
–Como es.
–Así es el plano divino para ellos. Solo que su esencia es tan grande que lo abarca todo.
–¿Y a Luna le gustaba ese plano?
–No. No estaba acostumbrada a ese tipo de… existencia. Así que un día, logró convencer a un brujo para que le abriera una puerta de vuelta.
–¡La Luna!
–Sí. Y solo podía cruzarla cuando la puerta estaba completamente abierta.
–Luna llena.
–Exacto. De manera que empezó a escaparse a nuestro mundo. Necesitaba sentir la seguridad de estar en su cuerpo mortal, con las emociones, percepciones y sensaciones que ello conlleva. Para ella la caja era cómoda, era su hogar, como nos sucede a los mortales.
–¿Y qué pasó?
–Que no puedes esconderle nada a un dios, eso pasó. Sus padres se enteraron de las incursiones de la pequeña.
–¿Se enfadaron?
–Más bien se preocuparon. Intentaron prohibirle que volviera a este mundo y la amenazaron con destruir la puerta. Temían que algo pudiera herirla mientras era mortal. A Llarak le aterraba la idea de encontrarla un día llamando a la puerta de su reino. Pero ella no obedeció y siguió con sus escapadas.
–¿Por qué no siguieron viviendo todos en nuestro mundo como cuando Luna era pequeña?
–Dime, ¿Qué pasaría si no se creara ni se destruyera más vida?
–Que todo se paralizaría.
–Nosotros tendríamos la inmortalidad, pero nadie nacería, nada se regeneraría, nada avanzaría… Ni Llarak ni Nakture podían permitírselo. ¿Además, quién renunciaría a ser un dios?
–Luna podría haberlo hecho.
–No. No estaba cómoda en el plano divino pero tampoco lo acababa de estar aquí. Era mitad mortal y mitad diosa… una combinación difícil de sobrellevar.
–¿Y entonces qué?
–Llarak y Nakture entendieron que Luna necesitaba regresar periódicamente a nuestro mundo.
–Así que al fin le dejaron usar la puerta.
–Con una condición.
–Que no fuera sola.
–Y juntos crearon los siervos de la Luna, para proteger a su dama.
–Los lobos…
–Los lobos. Encargados de velar por el equilibro entre la vida y la muerte.
Un silencio denso se impuso en el pequeño comedor. Luna había oído aquella historia muchas veces, y le gustaba, pero siempre la entristecía escuchar el final. Era una historia bonita, que daba un objetivo digno a las transformaciones que muchos sufrían cada mes. Pero ella sabía que lo que les sucedía no era un honor, ni siquiera algo que habían elegido ellos mismos acertadamente o no; era una maldición, se contara como se contara.

–¿El finde pasado fuisteis al bosque? –se decidió al fin a preguntar la joven.
–Sí.
–¿Y visteis a la dama?
–No. Hace muchos años que nadie la ve.
–¿Y cómo sabes que aún está viva?
–Por qué aún hay Luna llena, y lobos para cuidar de ella.
–¿Crees que algún día podrá protegerse sola?
–Quién sabe…
–Te quiero abuela.