27 de febrero de 2024

Mis tetas, mis pezones y yo, no estamos de acuerdo. Y María tampoco, dicho sea de paso.


“Tenía muchas ganas de escribir esta carta. De hecho, cada día más. Poder soltar lo que llevaba tantos años acumulando va a ser toda una liberación. Así que presta atención, señoro, apreciado mío. Por cierto, empezaré diciéndote que me llamo Justicia. Por si quieres nombrar a la puta, perra, zorra, feminazi asquerosa que va a poner en peligro tu masculinidad. Lo digo así para que no se te olvide, si es que tu memoria da para tanto. Y oye, espero no dejarte indiferente. Te mando un abrazo ya antes de empezar. ¿Estás bien? Amor y paz para todos, incluyendo a los señoros. Y para que no te pierdas, te diré que todo esto lo escribe Julia Justicia. Sí, lo sé, tengo nombre de súper heroína. ¿A qué mola? Pues no. Hoy en día parece que todas tengamos que ser un ser de luz sobrenatural para llegar a las exigencias mínimas de esta sociedad y, la verdad, yo ya estoy hasta el coño de tanto rollo supremacista.

Pero bueno, vamos al lío. Pues resulta que tengo pechos. Qué sorpresa, ¿verdad? Y estos pechos que, por algún motivo, me ha dado la madre naturaleza, no son lisos, planos ni discretos. Se trata de dos torrentes desbordándose dentro de mis camisetas; de un valle que se forma, implacable, debajo de mi papada. Y, sobre todo, se trata de mi feminidad ofendiendo o, peor aún, alentando, tu testosterona. Quizás te preguntes por qué te estoy contando todo esto. Bueno pues porque me gustaría que entendieras mi situación (con qué pretensiones vengo, ¿eh?). Y, de paso, que entiendas la de mis tectónicos, gelatinosos e impredecibles pechos. De hecho, me gustaría contar contigo para solucionar un problemilla que nos atañe. Al fin y al cabo, esto es cosa de todos los seres civilizados. ¿Podemos incluirte en esa categoría? ¡Yo digo sí!

Verás, yo no controlo cómo florezco. Más bien he podido comprobar que lo he padecido a lo largo de mi vida. De pequeña, por surte, no fui de las primeras de la clase en desarrollarme. Pero sí que vi cómo una de mis compañeras lo era. A María le salieron las tetas mucho antes de que se le curtiera el cerebro. Y eso le trajo muchísimos y variopintos problemas. Todo el mundo la trataba como a una mujer, cuando sus aspiraciones no llegaban ni a las de las otras niñas de primaria. Los adultos la miraban, la juzgaban y, lo más enfermizo de todo, la deseaban. Para tu información te diré que María era una morenaza de metro treinta que no había aprobado un examen de matemáticas en su corta existencia. Lo más triste de todo es que aceptó, y tomó como suya, la etiqueta con la que todos se habían emperrado en definirla. Y ¿cómo no hacerlo?, ¡era una niña! Vio la oportunidad de destacar, de sentirse “querida”, y se aferró a ella como a un salvavidas en medio del Pacífico. Por desgracia, María no tuvo en cuenta que a los tiburones les importa una mierda que estés bien aposentada en tu flotador. Los depredadores te atacan sin más, sin que te lo esperes. Y lo más injusto de todo, sin que te lo merezcas…

Bueno, ¿y todo esto por qué te lo cuento? Pues es tan sencillo que hasta tú lo vas a entender. ¡Que sí¡ ¡Ya lo verás! Esto es una declaración de intenciones. Una carta magna a la chabacana libertad. ¿Y eso qué significa? Pues que se acabó. Sí, me da vergüenza que el mundo vea mis pechos tal y como son, pero ya estoy harta. Estoy cansada de enfundarme cada mañana en un elemento de tortura para no agitar una parte que apenas supone la mitad de la población. Los sujetadores que realmente contienen mis pechos se componen de dos aros metálicos que se me clavan en las costillas, reforzados por una serie de capas que se emperran en enterrar mis pezones. No eres consciente del escozor y el calor que produce semejante artilugio. ¿Y tú te quejas de que te sudan los cojones en verano? ¡JA! No tienes ni idea de lo que es la verdadera incomodidad. De hecho, yo misma llevo tanto tiempo sometida a esta opresión, que solo soy realmente consiente de ella cuando, después de soportarla durante toda una jornada laboral, llego a mi casa y me quito el sujetador con rabia. Las enrojecidas marcas que deja en mi cuerpo me escuecen a modo de burla y castigo a la vez; dos sonrisas psicópatas y psicopáticas que se dibujan debajo de mis pechos saludándome a través del espejo. El sujetador muerde la zona hasta dejarla en carne viva. Y los tirantes… correas que actúan como contrafuerte del metal y se clavan en medio de mis hombros, atravesándome la clavícula. Por no hablar de la ristra de ganchitos que sirven para apretar, todavía más, el instrumento de tortura. La filigrana se aferra a mi espalda, refugiándose en los recovecos más blandos de la rechoncha superficie. Y a propósito de eso. Déjame que te cuente que María nunca se había quejado de los ganchitos, los tirantes, los aros de metal ni de las sonrisas psicopáticas. María representaba tan jodidamente bien su papel, que daba miedo.

Aunque, eso sí, a María le daba cierta vergüenza llevar sujetador. ¿La vas a culpar? Se trataba de una cría de once años. Si al final, incluso, agradeció la tortura de ponerse ese corsé moderno a diario, era porque le daba pavor la reacción que provocaba si no lo llevaba. Y así estamos muchas, en cierto modo. ¿Qué coño te hace pensar que si se le marcan los pezones a una mujer es porqué “se alegra” de verte? ¿Crees que despiertas en ella alguna emoción aparte de incomodidad o asco? ¿En base a qué? ¿De verdad piensas que si la camiseta de una mujer deja entrever dos círculos granulados en mitad del pecho es porqué le interesas lo más mínimo? Déjame que te explique algo, querido señoro. La GRAN e INEMSA mayoría de las veces, se trata de un tema de cambio de temperatura. Algo que tú no puedes ni siquiera aspirar a entender, ya no digamos controlar o influir en ello.

Y si ese no fuera el caso, ¡genial! Qué bello es conectar con alguien física y mentalmente hasta llegar juntos al éxtasis más revitalizante. Pero esta carta no es para esos casos. Este escrito es para todos esos señoros que son incapaces de ponerse en nuestro lugar. Y también es para los gilipollas que se creen con derecho a juzgarnos, dicho sea de paso. O, pero aún, propasarse con nosotras pensando que son correspondidos. En realidad, creo que toda esta locura solo tiene un objetivo. Chillarte, señoro de la vida, que MI y NUESTRO cuerpo no está aquí para complacerte a ti. Aquí MI y NUESTRO cuerpo solo existe para que lo disfrutemos YO y NOSOTRAS. Así que, señoro de turno, si te molestan mis tetas o mis pezones, mira hacia otro lado. Yo te garantizo que no van contigo, estate tranquilo. Y, por cierto, deja a María en paz. A ella le repugnas hasta niveles que ni siquiera eres capaz de imaginar. Te aclararé algo. María llegaba a casa, se arrancaba el sujetador con asco, se hacía una cola alta, abría el libro de álgebra I, y lo garabateaba con rabia. Hasta agujerear las páginas y clavarse el lápiz en los muslos. María trataba de olvidar cómo la mira el profesor de matemáticas. Y se sentía tan mal por hacerle caso a semejante capullo, y se torturaba tanto por el hecho de que le afectaran los comentarios que le hacía cuando estaban a solas, que le costaba dormir. María se desmoronaba por momentos. Porque María no conseguía deshacerse de la acojonante sensación que produce saber, que tu etiqueta vale más que tú.

Fdo.: J.J


La inspectora Díaz cerró con demasiada fuerza la carpeta con el expediente 1344572. Un suspiro se escapó de lo más profundo de su ser, tratando inútilmente de aliviar el peso que llevaba tiempo acumulando sobre sus hombros. Llorar no estaba permitido, sin embargo, atiborrarse a ansiolíticos era la alternativa aceptable que le había propuesto su capitana. Estampó el tubo amarillento contra la pared tan pronto como la psiquiatra la dejó salir del diminuto despacho. Las relucientes pastillas blancas saltaron y rodaron por el suelo del oscuro pasillo. Crujieron bajo sus botas cuando las pisó para salir del edificio que la estaba asfixiando. La inspectora Díaz nunca había edulcorado sus emociones y no pensaba empezar esa noche. Estaba tan tensa que le dolían los hombros. Llevaba varias jornadas apretándolos, fatigándolos, estirando sus fuerzas al límite sin darse cuenta. Y es que el caso que estaba investigando le había golpeado en lo más profundo de su alma. El nombre de la víctima le había atravesado el corazón nada más leerlo: Julia Justicia.

Hacía un par de semanas que había ido a la redacción del periódico “Ayer” con una orden de registro. A pesar de la gravedad de la situación, había costado sangre y sudor que le entregaran una copia de todas las cartas al director, no publicadas, recibidas durante el último año. Y entre quejas, amenazas y escuetos elogios, lo encontró. El mismo escrito que Julia había mandado a todas las cadenas y empresas publicitarias de la ciudad. El manifiesto a la libertad femenina que nadie se había atrevido a publicarle, pero que, sin embargo, le había costado la vida. Ojalá nunca lo hubiera escrito. La impotencia que sentía la inspectora Díaz le hacía pensar que todo era culpa suya.

Aunque el móvil del delito estaba claro, bastaba con ver el cadáver que habían dejado. Le habían escrito “puta” hundiéndole un cuchillo en medio del abdomen. También le habían amputado ambos pechos para colocarlos, minuciosamente, tapando sus ojos. Y le habían hecho “El payaso”. Ni siquiera hacía falta haberse tragado alguna de las películas de Batman para entender la expresión. La macabra y artificial sonrisa asomando debajo de las masas sangrientas que se desparramaban sobre sus ojos hizo que la inspectora Díaz vomitara nada más ver la escena.

Pero, si la carta no había sido publicada en ningún medio, ¿cómo había llegado hasta el asesino? Esa era la pregunta que obsesionaba a la inspectora y que no le dejaba dormir bien desde que le habían asignado el caso. Ya hacía seis meses... Redactores, editores, maquetadores, jefes de prensa… hasta los conserjes y el personal de limpieza de más de quince periódicos eran sospechosos de asesinato. Y aun con tantas personas potencialmente implicadas, la inspectora Díaz no encontraba nada. Ni un indicio. Los había interrogado al menos cuatro veces a cada uno. Era inútil. Ni una conexión plausible, un comentario desafortunado, ni una muestra de desprecio o una nota en una agenda que ayudara a tirar del hilo… ¡NADA! Julia Justicia era un fantasma. Y nadie parecía echarla de menos.

“María, déjalo”. Le repetían una y otra vez sus compañeros de equipo. Y María hacía ver que no le afectaba; que el caso de Julia era solo un caso complicado más. No se había atrevido a decirle a su capitana que conocía a la víctima. Mucho menos le iba a confesar que ella era la protagonista de la carta que había escrito. Ella era la María que todavía no había podido superar el trato que había recibido en su infancia.

Antes de que Julia volviera a arrollar su vida con esa carta, María creía que esos días habían quedado atrás. Que lo había superado. Hasta que las pesadillas volvieron. Se despertaba en plena noche, bañada en sudor, y, alentada por los horribles sueños poblados de las escenas que todavía recordaba, revivía aquel día una y otra vez. Ese hombre. Su olor a tabaco rancio. Su voz impaciente, autoritaria y dañina. La lengua pegajosa, espesa, que se le colaba por la garganta hasta cortarle la respiración. Sabía a anís. Sabía a sangre y a enfermedad. Unas manos que, de repente, se posaron sobre sus muslos y le subieron la falda. El libro de álgebra cayendo al suelo cuando ella se estremeció. Y luego… oscuridad. Una oscuridad tan densa que, por lo visto, todavía no la había soltado y seguía emponzoñando sus pulmones.

Solo había tenido un desliz. Un día. Un momento de debilidad. Se lo había contado a Julia y a nadie más. No. Nunca. A nadie más. Julia lo entendió y la abrazó. Ese abrazo fue lo único que logró hacerla sentir mejor en años.

Y ahora Julia estaba muerta.

Una noche, el sueño que tubo María fue tan vívido que, cuando se despertó, no lo pensó. Cogió la pistola reglamentaria que guardaba debajo de su almohada, alargó los brazos apuntando al frente y disparó. Pegó uno, dos y hasta tres tiros. Después, soltó el arma y empezó a llorar. No era la primera vez que pasaba. Solo el silencio y la calma de la habitación lograron consolarla. Con las manos todavía temblorosas, encendió la luz de su diminuta mesilla. Allí no había nadie. Ni vivo ni muerto, ni tendido en el suelo ni acechándola desde el umbral. Las marcas que había provocado en el pladur humeaban a modo de reproche. Había otras hendiduras, más antiguas, y otras más. <<Ese hijo de puta está muerto>>, se recordó, <<El cáncer de pulmón se lo llevó mucho antes de que pudieras vengarte>>. Quizás ese era el problema. Nunca se había enfrentado a él y, de algún modo, su esencia seguía tan viva que le hacía daño.

Poco a poco, recuperando el control sobre sí misma, la inspectora Díaz logró hacerse la pregunta más lógica que podía plantearse. Esa pregunta que llevaba meses obsesionándola y que le quemaba las entrañas. <<Entonces, ¿quién ha matado a Julia Justicia?>>.

El abismo que se había abierto delante de ella le devolvió la mirada, en silencio, misericordioso. Hacía tanto tiempo que conocía ese dolor que lo reconoció como a un viejo amigo. Era tan tentador abandonarse en sus brazos...
Pero Julia merecía respuestas. Y María volvió a prometerse, que no descansaría hasta poder dárselas.


13 de junio de 2023

Un cilindro, ese color zafiro y el desastre que se podría haber evitado

“No ha sido culpa mía”, me repito una y otra vez. Pero por más que intento convencerme, no consigo creérmelo del todo. Me ha engañado como a un tonto. Ella sabía perfectamente lo que iba a pasar, seguro que ya lo había hecho otras veces. Y yo me voy a arrepentir el resto de mi vida de haberla conocido. Qué estúpido he sido. ¿Qué coño voy a hacer ahora?

Todo empezó el viernes por la noche. En lugar de quedarme en casa como le había dicho a mi hermana Yaiza, decidí salir un rato con Jesús. En mi defensa diré que la primera vez que Yaiza me propuso plan y le dije que no podía, no era mentira. Mi intención era pasar la noche entre pósits y fosforitos, de verdad, pero Jesús insistió mucho con que fuéramos al Dipa. Al menos insistió más que mi hermana. O, siendo sincero, quizás no. Ella hacía poco que se había mudado a la ciudad y todavía no tenía muchos amigos, por lo que cada día me proponía hacer algo, sin darse cuenta de que estaba empezando a agobiarme. Al fin y al cabo, si me había alejado más de ciento cincuenta quilómetros de la preciosa casa adosada en la que crecimos, era para huir de mi familia. Aun así, parte de ella me había seguido hasta la capital. En concreto mi madre, que por fin había decidido separarse del hombre que le amargaba la vida, y mi hermana, que no iba a quedarse sola “con ese señor”. Así que alquilaron un piso a un par de manzanas del mío, Yaiza se matriculó en la universidad que quedaba a tres paradas de metro, y empezó a infestar con su presencia mis lugares favoritos.

La cuestión es que yo tenía que revisar unos artículos (y toda su bibliografía) para una visita que tenía el lunes, un caso complicado para el que me estaba empezando a quedar sin opciones. También estaba agobiado por mi situación familiar y mi mejor amigo quería presentarme a su nuevo “ligue”. Sus mensajes me generaron tal hype, que al final accedí a acompañarle al bar que solíamos frecuentar, rezando para que Yaiza no hubiera decidido salir sola ante mis excusas.

Y allí estaba ella. No, Yaiza no. Me refiero a la “amiga” de Jesús. Se trataba de una mujer bastante normal. No me malinterpretes, no sabría describirla de otro modo. No era alta ni baja; ni rubia ni morena; ni flaca ni gorda; ni guapa ni fea. Su ropa no llamaba la atención; tampoco su maquillaje o los accesorios con los que se había engalanado. Y a pesar de todos esos rasgos neutros, su presencia llenaba el local entero. Era inteligente, simpática, perspicaz y se reía con nuestros chistes. Todo un despliegue de aptitudes, cualidades y habilidades entrenadas para hacernos sentir como en casa. Porque eso era lo que hacía, te hacía sentir a salvo mientras te envolvía en su trampa. Una telaraña que no tardaría en caerme encima para arruinar mi vida. En ese momento no me di cuenta de que nos estuviera utilizando. Así de sutil y despiadado era su arte.

El nudo de esta historia se tensó cuando llevábamos más de dos horas bailando, los tres, en el centro de la pista. Mi mejor amigo y yo nunca nos atrevíamos a destacar, pero esa mujer, cuyo nombre no pregunté ni nadie me dijo, nos azuzó hasta que accedimos a “quemar la pista”. Y en el momento en que mi mejor amigo anunció que tenía que ir a “vaciar la vejiga”, ella inició el ataque. Extendió los brazos por encima de mis hombros, como si fuéramos a bailar una canción lenta, y acercó su cara a la mía, hasta que nuestras mejillas se rozaron. Permaneció así unos minutos en silencio. Y luego, de repente, retrocedió un paso y gritó alegremente:
—¡Joder! Ya sé de qué me suenas. Eres el hermano de Yaiza, ¿verdad?
Sus palabras resonaron como un trueno por todo mi cuerpo. Empecé a pensar en la excusa que tendría que inventarme; en lo pesada que se pondría mi hermana al no creerme; en el drama que montaría mi madre al tener la oportunidad de entrometerse entre nosotros… Estuve tentado de negarlo, decirle que no sabía de quién me estaba hablando, pero sabía que ella me había reconocido. Y mi expresión le había dado la confirmación que yo todavía no me había decidido a expresar.
—Sí… —musité al fin. — ¿de qué os conocéis?
—De la Uni.
—¿Vais juntas a clase?
Mi pregunta se quedó en el aire, sin respuesta. La chica se dio la vuelta y desapareció escurriéndose entre la multitud. A pesar de que quise ir tras ella, el impacto de una mano en mi hombro me detuvo. Era Jesús, que había vuelto del baño.
—¿Se ha ido? ¿Qué ha pasado? —quiso saber mi amigo.
—Oh, ha dicho que tenía prisa —mentí sin saber muy bien por qué.
—Esta mujer me tiene bien pillado… —reconoció Jesús poniendo los ojos en blanco.
Despertando del influjo de la chica misteriosa, nos sentimos incómodos en el centro de la pista, así que pedimos otra cerveza y reculamos hasta uno de los laterales del local. Estuvimos un rato charlando de cosas sin importancia, y no tardamos demasiado en marcharnos.

El fin de semana pasó sin que Yaiza diera señales de que me hubiera descubierto. El domingo la invité a cenar, en parte porque me sentía mal, y en parte porque quería averiguar quién era el ligue de Jesús y cuán cercana era a mi hermana. No tuve éxito. Yaiza me dijo que no había hecho ninguna amiga todavía, ni tampoco conocía a nadie que encajara con la descripción que le di (que, dicho sea de paso, era muy genérica, como luego se encargó de recriminarme la policía).

A media semana, cuando ya casi me había olvidado del asunto, una notificación de Instagram inundó la pantalla de mi teléfono móvil. <<Cleo89 ha comenzado a seguirte>>. Era ella. Estaba seguro, aunque en la foto solo se viera una mirada engalanada al más puro estilo Egipcio, con gruesas e infinitas líneas negras y una sombra de ojos azul zafiro que parecía brillar con luz propia. Le devolví el follow al instante, y ella inició el chat. Se llamaba Cloe. Me dijo que se lo había pasado muy bien el viernes por la noche y que quería verme. Cuando le pregunté si también invitaría a Jesús, me dijo que no, que sería nuestro secreto, <<como lo del Dipa con Yaiza —emoticono de diablillo—>>.

Insistió en vernos al día siguiente, y como ella solo tenía disponibilidad por la mañana, le propuse que se acercara al hospital en el que yo trabajaba como residente. Ella accedió encantada: <<Qué interesante, ¡un médico! —emoticono de cara sonriente con manos—>>. Nunca fallaba, mencionar mi profesión siempre me ayudaba con las citas. Porque teníamos una cita, ¿no?

Resultó que Cloe llegó quince minutos antes de lo acordado. Y como yo estaba acabando un informe, le dije que subiera a mi despacho. <<Dirígete hacia Consultas Externas, pregunta por el Dr. Roca y te dejarán pasar. Luego ves al tercer pasillo, box 1.3.>>. Así lo hizo. La puerta se abrió en apenas cinco minutos. Nos saludamos con dos besos rápidos, y volví a mi ordenador para terminar de completar las anotaciones de la última visita.
—Siéntate, siéntate... Dame un segundo y enseguida estoy contigo —le prometí.
Ella obedeció, en silencio. Se sentó en una de las sillas que había delante de mi escritorio y esperó pacientemente a que yo terminara.
—Ya está, disculpa.
—Tranquilo, soy yo que he llegado antes —me consoló con la mejor de sus sonrisas.
Me quité la bata y la sustituí por la chaqueta que colgaba del perchero que quedaba a mi izquierda, tras lo cual le hice un gesto a Cloe para salir del despacho.

Fuimos a un bar que estaba a unos cinco minutos del hospital. Nos tomamos un café y charlamos un poco de todo. Me dijo que trabajaba en una empresa de consultoría informática y que hacía tres años que vivía en la ciudad. Yo le expliqué por qué me había sorprendido que mencionara a Yaiza en el Dipa, y le conté por encima el drama con mis padres. A pesar de que no sabía por qué, me inspiraba confianza. Era tan fácil hablar con ella…

Hasta que miré el reloj y vi que ya había pasado una hora. Hacía veinte minutos que se había terminado mi descanso, así que tuve que excusarme y volver al hospital. Ella insistió en acompañarme hasta la puerta de la entrada general y, en lugar de intercambiar los dos besos reglamentarios, se puso de puntillas, me rodeó el cuello con ambos brazos y juntó sus labios con los míos, besándome apasionadamente. Me dejó sin respiración. Me soltó un <<Nos vemos, cariño>>, se giró y se fue. Yo no pude reaccionar hasta que la perdí de vista, la verdad. Así de buena era Cloe, si es que ese era su nombre real, cosa que dudo mucho.

La cuestión es que cuando regresé a mi despacho, me fijé en que había un USB en la silla que, apenas una hora antes, había ocupado Cloe. Me costó un poco adivinar de que se trataba, era un cilindro azul bastante pequeño, y solo tras cogerlo y examinarlo con un poco de detalle, vi lo que era. Tenía un botón en uno de los laterales. Lo pulsé. Y un conector rectangular emergió de su interior a tal velocidad, que parecía exigir que lo enchufaran en alguna parte.

Mentiría si no admitiera que me picó la curiosidad. ¿Qué guardaba Cloe en ese pequeño cilindro? Ni siquiera tuve que pensármelo dos veces. Lo cogí y lo enchufé en el ordenador de mi consulta. Creo que nunca la he jodido tanto como con ese sencillo gesto. Ni siquiera cuando mi madre encontró unas bragas de encaje entre los cojines del sofá y dejé que creyera que las había escondido mi padre.

Al principio no pasó nada. Intenté acceder a los archivos del USB y pareció que mi ordenador no era capaz de reconocerlo. Como sabía que tenía menos de un minuto para llamar al siguiente paciente, decidí dejarlo para más adelante, así que abrí Eliton, nuestra herramienta de HCE (Historia Clínica Electrónica). La sesión había caducado, pero pude volver a autenticarme sin problema. Una vez dentro, miré la lista de los pacientes del día, los ordené por estado e hice clic encima del primer pendiente que tenía yo asignado. “María Pérez, María Pérez, María Pérez”, repetí en un susurro para que no se me olvidara. Y mientras memorizaba su nombre, me dirigí hacia la puerta, la abrí y lo volví a pronunciar una cuarta vez, con voz alta y clara. Una mujer rubia se levantó y me siguió hacia el interior de la consulta. Me senté en mi sitio y le indiqué que hiciera lo propio, mientras le preguntaba cómo estaba y trataba de abrir el apartado en el que debían salir sus últimas exploraciones.

Y entonces empezó. Un mensaje emergente de error tras otro invadió la pantalla. <<Número de exploración desconocido>>, <<Asistencia desconocida>>, <<Paciente inexistente>>, <<Error desconocido>>, <<FILESYSTEM ERROR 804x>>. Me asusté tanto que cerré Eliton a lo bruto, por la cruz del navegador. Esperé un par de minutos excusándome ante la paciente, que seguía hablando de no sé qué dolor que tenía desde hacía tres años. Intenté volver a acceder. No pude. Nada más hacer doble clic sobre el icono de Eliton, los mensajes emergentes volvieron. <<Unknow Namespace [USERS]>>, <<UNK DB CRED>>, <<FILESYSTEM ERROR 309z>>. Ni siquiera apareció la pantalla de login. Cerraba una ventana emergente y aparecía otra.

No sabía qué hacer. Mi paciente seguía hablando y a mí me faltaba el aire. Al cabo de cinco minutos decidí pedirle que se marchara. Me excusé diciendo que había un problema informático y que se dirigiera al tablón de información para que le reprogramaran la visita. Tan pronto como cerró la puerta, llamé al SAU (Servicio de Atención al Usuario). Comunicaba. Así que probé con Sistemas y con Desarrollo, corriendo la misma suerte. Mi jefe y la jefa de servicio tampoco contestaban, ni la directora de informática, siempre tan accesible, me cogió el teléfono. Me acojoné. ¿Y si todo eso era culpa mía? Intenté acceder a Eliton una vez tras otra, sin éxito. El cilindro azul zafiro que sobresalía de la torre de mi ordenador me miraba cada vez con más sorna. No, no podía ser.

Hasta que la puerta de mi despacho se abrió de un golpe seco. Y una turba lo invadió a gritos. Mi jefe, la jefa de servicio, el director médico, la directora de informática y sus adjuntos del SAU, Sistemas y Desarrollo estaban delante de mi mesa, discutiendo. Llegó un punto en el que la directora de informática los hizo callar a todos, me señaló con un dedo acusador y gritó:
—A ver, ¿qué coño has hecho con el ordenador?
Yo sabía perfectamente a lo que se refería. Era el USB de Cloe. Tenía que ser eso, era muy improbable que se tratara de una coincidencia. Así que sin decir nada, me agaché un poco, desconecté el pequeño cilindro azul y lo alcé en alto.
—Joder, ¡será…. —empezó la responsable de Sistemas, reprimiéndose para no insultarme.
Dejé el dispositivo encima de la mesa. No sé ni qué excusas farfullé. Salí de la consulta sin responder a las preguntas ni defenderme ante los insultos que me estaban propinando. ¿Cómo había sido tan estúpido?

Me refugié en el recuerdo de la imagen que tenía el perfil de Cloe en Instagram. En esos ojos de Cleopatra, en sus palabras amables y sus labios carnosos. En ese beso que me había dejado sin respiración. Intenté engañarme pensando que quizás el USB no era suyo.

Así que, una vez fuera del hospital, cogí el teléfono y la llamé al número de móvil que me había dado. <<El teléfono al que llama no existe>>, me indicó una voz metálica. Quise pensar que, tal vez, se había equivocado al darme su número, o yo al apuntarlo, así que traté de contactar con ella por Instagram. Y en cuando hice clic sobre la foto de ojos de Cleopatra se confirmaron mis sospechas. <<La cuenta de usuario no existe>>.


Me sentí como si me hubiera timado un fantasma. Estuve a punto de estampar el móvil contra el suelo, cuando un sonoro ¡DING! me disuadió. Desbloqueé la pantalla y vi que se trataba de un SMS. El mensaje procedía de un remitente desconocido y solo decía <<Lo siento, cariño, tal vez en la próxima vida>>.

Así que, sin lugar a dudas, era Cloe. Me había engañado. Y me había utilizado de la manera más ruin de todas. Pero ¿por qué? ¿Qué sacaba ella con todo esto? ¿Por qué me había destrozado así la vida?

Esa misma noche me hice una idea de lo que había pasado, ya que el ataque salió en las noticias. Un Ransomware había encriptado los datos del hospital, inutilizando Eliton, y haciendo imposible acceder a la información clínica de los pacientes. Ese tipo de ataque era como si los ladrones entraran en tu casa, metieran todas tus cosas de valor en una caja fuerte y la dejaran en medio del salón, diciéndote que, si querías la combinación para abrirla, les tenías que pagar TAL cantidad. Y una vez habían entrado, quién sabía si se habían limitado a encriptar los datos o también los habían copiado, transferido, modificado, etc. Así que consultas externas, laboratorio, exploraciones complementarias, farmacia… y hasta urgencias. TODO. Todo estaba colapsado. Más de diez mil visitas tendrían que ser reprogramadas, y se calculaba que el ataque afectaría a la actividad asistencial durante semanas.

Qué vergüenza. Pensar que yo había provocado todo eso me sentó tan mal que vomité la poca comida que había ingerido durante el día. No hablaron del objetivo del ataque, ni dieron detalles sobre cómo se había producido. Tampoco dijeron si los autores habían pedido un rescate, ni si amenazaban con revelar datos sensibles. Recibí un mensaje de mi jefe, diciéndome que me quedara en casa unos días. Tenían que decidir qué hacían conmigo.

Dos semanas después, cuando volví al hospital para recoger mis cosas, una técnica del SAU me resolvió la duda con la que me había obsesionado los últimos días. Necesitaba saber por qué había pasado todo eso. Al parecer, una sola historia clínica de un paciente puede llegar a valer 500$ en el mercado negro, y en el hospital teníamos más de un millón y medio, así que no hacía falta ser muy espabilado para saber que a alguien le había tocado la lotería por mi estupidez. La técnica trató de consolarme diciendo cosas como <<Es que hoy en día, con Instagram, se puede saber todo de la vida de cualquiera>>, <<Son expertos en hacerte confiar>> o <<Bueno, le pude pasar a cualquiera, nunca pensamos que será a nosotros hasta que pasa>>, pero ni ella misma se lo creía y no sonaba muy convincente. Su compasión me hizo sentir todavía peor.

Desconozco si el hospital pagó algún rescate, el caso es que la actividad se recuperó a los tres días del incidente. De hecho, cuando yo fui a firmar el finiquito, el ambiente era casi de normalidad, parecía que no había pasado nada. En la tele no volvieron a mencionar el ataque.

Después de lo ocurrido, empecé a fijarme más en las noticias y no paraban de producirse casos similares: en otros hospitales, tiendas online, plataformas de servicios varios, etc. hasta en las grandes tecnológicas.

Lo peor de todo, es que a veces se me escapaba una sonrisa triste cuando los veía. No podía evitar echar de menos esos ojos de Cleopatra. Ni el beso que me dejó sin respiración.


23 de diciembre de 2022

Del cocodrilo, esa ninfa y una pequeña sorpresa

Tres horas. Ese es el tiempo que se tarda en preparar un redondo de cocodrilo relleno de orugas. Lina no había dedicado tanto tiempo a una tarea manual desde hacía… ¿cuánto? Ni siquiera se acordaba de la última vez. Total, no tenía necesidad de hacerlo, bastaba con chascar los dedos, arrugar la nariz o concentrarse en algo para que las cosas sucedieran. Pero era el primer año que el aquelarre celebraría el solsticio de invierno en su casa, todo tenía que salir perfecto y “hacerse a la manera tradicional”, como le había recordado varias veces Minerva, su madre. Lina estaba nerviosa. Por fin le pasaban el relevo de hacer de anfitriona y quería estar a la altura de sus invitados, aunque entre ellos estuviera la odiosa de Zoe. La ninfa revoloteaba por todas partes como si fuera la matriarca del grupo. Lina no la soportaba y, en parte, se esforzaba tanto porque no pensaba darle la satisfacción de que la viera fracasar.

Así que sin pensárselo demasiado, se enfundó en las viejas botas de pescar de su abuela y se dirigió al pantano que le quedaba más cerca, en busca de un buen ejemplar con el que llenar el horno. El ambiente del lugar era asfixiante. Había tanta humedad que la ropa se le pegaba al cuerpo, y una nebulosa de diminutos mosquitos la estaba acribillando. Tanto la cara como ambas manos, que conformaban la única superficie de su cuerpo que quedaba al descubierto, pronto quedaron repletas de pequeñas ampollas enrojecidas que palpitaban al ritmo del latido de su corazón. Estaba segura de que tardaría semanas en quitarse el olor a lodo que se le estaba enredando en el pelo. Era genial, la preparación perfecta para la cena que le esperaba, y pensar en la cara de fastidio que pondría Zoe nada más verla, era la araña del pastel.

Lina se obligó a centrarse en su objetivo y enseguida lo localizó. El cocodrilo descansaba plácidamente en la orilla, como si ya hubiera aceptado su destino y la estuviera esperando. El reptil era un poco esmirriado, pero serviría. Estuvo cerca de matar al animal de un chasquido, hasta que recordó que debía hacerlo sin recurrir a sus poderes. Así que se acercó a su presa muy despacio, tratando de no producir ni el más mínimo ruido mientras avanzaba y sacaba el puñal de un bolsillo de su roído vestido. De repente, cogiendo todo el impulso que podían soportar sus delgadas piernas, saltó para situarse encima del cuello del reptil. Sin tiempo que perder, colocó una mano encima del morro del animal, presionándolo con todas sus fuerzas, mientras que con la otra le hundía el filo justo en medio de los ojos. Para su sorpresa, el cocodrilo ni se inmutó. La bruja tardó unos segundos en darse cuenta de que el animal ya estaba muerto antes de que ella lo encontrara. “Mejor”, pensó, “lo que se lo haya cargado le dará un sabor único al redondo”. Ensanchando todavía más la sonrisa que llevaba todo el día dominando su rostro, se colgó el cocodrilo al hombro y volvió a su cabaña.

Una vez allí empezó la operación “que rabie la ninfa”. Nadie había dicho que no pudiera hacer magia para adecentar la casa, así que puso la escoba a entrar polvo del camino, las arañas a tejer y al gato a rascar todos y cada uno de los muebles, sin excepción. Mientras sus improvisados lacayos estaban manos a la obra, Lina se encerró en la cocina para preparar el redondo. Siguiendo las indicaciones del libro de cocina que le había prestado su madre, peló el cocodrilo, lo deshuesó y le sacó toda la chicha, mientras el relleno que ya había marchado burbujeaba a fuego vivo. Medio quilo de orugas secas hidratadas en tinta de calamar, diez Amanitas phalloides, un par de ojos de sapo y un puñado de babosas. La cocina se estaba llenando de los aromas que desprendía la gran sartén. Y a Lina se le hacía la boca agua.

Estuvo toda la tarde cocinando, logrando excelentes resultados, hasta que, al ocaso, el gran redondo pasó a coronar la mesa que le invadía el salón. A modo de acompañamientos varios, también había preparado una bandeja de sesos de cordero “al natural”, una fuente de ancas de rana fritas y había repartido cuencos llenos de ojos de pez cada pocos comensales. Todo esto, unido a varias bandejitas de vol-au-vents rellenos de caracoles, babosas o lenguas de águila. Era un banquete digno del aquelarre, nadie podría ponerlo en duda, ni siquiera Zoe.


Con todos los preparativos listos, esperó impaciente a que llegaran los invitados. Todos fueron muy puntuales, no tardaron en llegar y acomodarse en su sitio, a excepción de la ninfa. Zoe fue la última, como siempre. Lina sabía que lo hacía adrede, para que todo el mundo se fijara en ella. Y vaya si se fijaron. ¡Iba acompañada por una humana! ¿Cómo se atrevía? De entre todos los seres de este y el otro mundo, había elegido al que tenía una alimentación completamente opuesta a la del aquelarre. De hecho, la cena que la bruja había preparado la mataría si llegaba siquiera a probarla. Y luego estaba tío Kulhu. Había empezado a salivar y boquear antes de que la chica cruzara el umbral de la puerta principal. ¡Era un zombi! ¿Quién trae una humana a una cena donde hay un zombi? Betunia, la prima vampiresa, o su pareja Nimahel, el medio hombre lobo, quizás podrían contenerse, pero Kulhu… nadie podría detenerle como se le antojara un cerebro crudo al punto de sal. Por el favor de Lilith…

—¡Hola! —Gritó Zoe nada más entrar al salón—. Esta es Sara, mi corazoncito.
“Corazoncito…”, pensó Lina, “corazoncito el que le va arrancar Betunia como elija mal sus primeras palabras”. La vampiresa ya había desplegado sus afilados colmillos y se había retirado de la mesa, haciendo chirriar las patas de la silla que ocupaba contra el suelo de la cabaña. De hecho, todos se habían puesto a la defensiva. Kulhu los miraba de uno en uno, esperando el leve gesto que le diera permiso para servirse del plato estrella de la noche. Una humana joven, tierna, resplandeciente, tan apetecible…
Lina debía admitir que estaba disfrutando de la tensión que se había generado. Era tan densa que le bastaría con chuparse los dedos para saborearla.
—Ho… Hola —balbuceó la humana—, espero no molestar…
—¡Tú no molestas! —gritó Zoe.
Tras ver que todos los invitados desviaban la mirada, la ninfa se dirigió directamente a Minerva.
—¿A qué no? —preguntó insistiendo para obtener una respuesta clara.
La matriarca carraspeó, para acto seguido sentenciar:
—No… Claro que no. En la noche del solsticio…
—¡Navidad! —la interrumpió Zoe.
—¿Cómo dices? —quiso saber Minerva levantando una ceja.
—Los humanos, estos días, celebran la Navidad —aclaró la ninfa orgullosa de tener un conocimiento que los demás ignoraban.
—Bueno, todavía faltan unos días para… —empezó a aclarar Sara en tono conciliador, pero ante la dura mirada que le echó Zoe, se calló al instante.
—Está bien… —aceptó Minerva—. Que no se diga que el aquelarre no es abierto y tolerante.
La matriarca cogió su copa, llena de sangre de murciélago, la alzó y propuso un brindis.
—En el solsticio de invierno nos debemos a la paz. La paz hace prosperar el aquelarre y lo mantiene cohesionado. Si la paz ha conseguido unir trece brujas, dos orcos, una vampiresa, un medio hombre lobo, una ninfa, dos trasgos y un zombi, seguro que la paz nos requiere que aceptemos, también, a la humana. Así que hoy celebraremos la Navidad. Y esta joven será nuestra invitada y mi protegida —declaró haciendo hincapié en la palabra “protegida” a modo de advertencia y para decepción de algunos.

Aunque a regañadientes, y cabe destacar que, entre los presentes, había mandíbulas realmente intimidantes, todos asintieron y se unieron al brindis. Al fin y al cabo aquella era una familia atípica. Un grupo que se había formado a base de acoger exiliados de otros clanes. Porque todo el mundo necesita un hogar. Y el hogar, el de verdad, se encuentra en aquellos que nos aceptan y nos quieren tal y como somos.
—¿Y qué va a comer? —preguntó Lina a modo de queja.
—Oh, eso tiene muy buena pinta —exclamó Sara refiriéndose al gigantesco redondo que había preparado su anfitriona.
—Querida, eso es carne de cocodrilo rellena de orugas y otras cosas que te matarían nada más tocar tu lengua. Créeme, no quieres probarlo —aclaró Minerva.
El rostro de Sara adquirió una tonalidad entre grisácea y verde. Ante su silencio, Minerva tomó nuevamente la palabra.
—Seguro que mi querida hija tiene a bien invocar algo apropiado para ti.
—¿Yo? ¡Ni hablar! —se quejó Lina—. Que le prepare algo Zoe…
—¡Lina! —exclamó su madre a modo de advertencia.
—Vale… ¿Qué tal una ensalada? —propuso la bruja.
—Perfecto —aceptó la Sara.
Lina lanzó un chasquido con los dedos de ambas manos, y un gran bol apareció delante de la joven.

Tras dar las gracias a Lilith por haberlos reunido ante semejantes viandas, el aquelarre se dispuso a devorarlas. No habían escogido la familia en la que habían nacido, la misma que los había rechazado y desterrado, lo que sí habían podido escoger, era compartir y formar parte del aquelarre. Una segunda familia por la que lo darían todo, y que se había convertido en algo más real y más cercano que los lazos de sangre de los que se habían visto expulsados. Un hogar que los recomponía, los consolaba y los aceptaba por, para y a pesar de todo. ¿Qué si no el amor podía unir a trece brujas, dos orcos, una vampiresa, un medio hombre lobo, una ninfa, dos trasgos, un zombi y, ahora, una humana?



1 de noviembre de 2022

Progreso 2022: Aniversario del blog

¡Hola!
Hacía mucho que no publicaba una entrada sobre mis progresos escritoriles, pero el aniversario del blog me ha brindado la excusa perfecta para hacerlo. El último artículo que publiqué sobre este tema fue a finales de 2020, y lo he tomado como punto de partida para trabajar esta actualización:

El blog
En la última entrada que escribí, llevábamos 19 relatos publicados en el blog, y hoy ya tenéis a vuestra disposición 40 entradas con contenido narrativo. Estos textos están organizados en 13 categorías, destacando las nuevas de "Ciencia ficción", "Denuncia" o "Discolora". Como otra novedad a comentar, también publiqué mi currículum de escritora en el artículo titulado "Sobre mí", para que me conozcáis un poco mejor.

Respecto a las cifras del bloc, Analytics me indica que hemos tenido un total de 834 usuarios (partíamos de 334), con más de 1500 sesiones y casi 2700 visualizaciones. Muchas gracias a tod@s por leerme, ver cómo el blog va creciendo me da ánimos para seguir esforzándome.

¡Y precisamente estamos de celebración, ya que el blog hoy cumple 3 años! Para celebrarlo voy a organizar un sorteo de uno o dos libros (dependiendo del poder de convocatoria que tenga). Estad atentos a mi cuenta de Twitter, ya que por ahí anunciaré todos los detalles.

Formación
Os conté que iba a empezar un curso de Narrativa en la escuela Caja de Letras, pues bien, hice este y otro de ciencia ficción. De momento no voy a hacer ninguno más, pero estoy viendo los vídeos del seminario anual sobre escritura creativa que imparte Brandon Sanderson en la Brigham Young University. Os dejo el enlace a la primera de las clases. Recientemente también me han recomendado una fuente de contenidos varios para aprendices de escritura como yo, cuando la haya explorado ya os contaré si me ha resultado útil.

Certámenes
Por fin se pudo celebrar la entrega de premios de la convocatoria de relatos sobre gente mayor y TIC en la que era finalista y, si bien mi relato no fue el ganador, sí que lo incluyeron en la publicación física de la antología. Me hizo mucha ilusión que me seleccionaran y ver mi relato editado. Os dejo el enlace por si os apetece leerlo: "Parpadeo en rojo".

Durante estos tres años he participado en un total de 10 convocatorias, estoy esperando el fallo de una de ellas y me han seleccionado en 3. Con uno de los certámenes en los que mi trabajo fue elegido, me llevé una gran decepción, ya que finalmente el proyecto se canceló, pero qué le vamos a hacer. Al menos me sirvió para escribir un relato largo que llevaba tiempo rondándome la cabeza. Al final decidí publicarlo en el blog, aquí tenéis el enlace, se titula "Discolora". Y también decidí colgarlo en Lektu, para aprender un poco cómo va la plataforma (aunque la portada me quedó bastante cutre, fue interesante hacerlo).

Para cerrar este apartado, solo comentar que ya no escribo la entrada mensual sobre certámenes de género, ya que quería centrarme en otros proyectos. Uno de estos proyectos todavía no se puede contar, pero espero conseguir sacarlo adelante y anunciar todos los detalles pronto 😉.


Cuenta de twitter
La cuenta @arirsoler tenía 242 seguidores la última vez que os di las cifras, ¡y ahora ya son 585! Mil gracias por seguirme, vuestro apoyo es fundamental y muy enriquecedor.

Novelas
Sobre este aspecto no tengo demasiadas novedades. No he avanzado con ninguna de las dos novelas, y empecé a planificar una tercera para un certamen que, finalmente, se canceló por el futuro cierre de la editorial promotora, así que la aparqué. Ahora mismo no me veo trabajando en un proyecto muy largo, por necesidad de dedicación y ganas, pero a ver si durante 2023 me vuelvo a animar y rehago la novela de fantasía 💪.

Colaboraciones
La primera colaboración a destacar fue con el talentoso doblador Sergio Martínez que, junto con Ariadna Santos, locutó mi relato "Nadia y Nero". El resultado obtenido no pudo ser mejor, os dejo el enlace al vídeo que publiqué en Youtube para que lo juzguéis por vosotros mismos.

Y la segunda es mucho más reciente: Desde hace unos meses, participo como redactora en el blog espiademonios.com. De momento he escrito dos artículos "Recetario culinario: ¿Qué comen nuestros héroes?" y "De monstruos, bestias y criaturas fantásticas", pero ya estoy trabajando en un tercero y también en un relato que, espero, os hará pasar un mal rato (en el buen sentido).

¡Y hasta aquí! No me enrollo más. Seguiré publicando relatos en el blog e intentando participar en el máximo número de convocatorias posible, que siempre se aprende mucho. 
Por último, os mando un abrazo y os doy las gracias por leerme.


5 de agosto de 2022

Del calor, una pala y esa orquídea

Isa ya ha vuelto a abrir. ¡Qué manía! Se nos va a llenar el piso de moscas, cada año igual. A la que pasamos de los veinte grados se sube el ventilador del trastero, se enfunda en unos shorts que le van dos tallas grandes, se hace una trenza horrible con su increíble melena y se pasa el día abriendo y cerrando las ventanas del piso. No es que se lo pueda reprochar, ¡está ardiendo! Cuando nos saludamos o, normalmente por error, rozo su piel, me sorprendo de lo elevada que es su temperatura corporal. ¡Quema!

Y supongo que por eso también atrae a todos los mosquitos de la ciudad. Apenas estamos a principios de julio y ya lleva las piernas completamente acribilladas a manchurrones rojos. Encima les tiene una especie de alergia, por lo que simples lunares rosados, se convierten en encarnizadas y palpitantes ampollas. ¡Y nunca la verás rascarse¡ Que autocontrol tiene, la tía… Conmigo no demuestra tanta paciencia, enseguida se enfada y empieza a gritarme. En fin.

Total, que me he comprado una de esas raquetas pensadas para matar todo bicho volador. Es como una pala de playa, pero tiene tres capas de alambres electrificados que se solapan para garantizar que ningún insecto escapa a sus descargas. ¡Y cómo petan! A la que atrapas uno se achicharra al instante. Se oyen tres chasquidos, adornados con impresionantes chispas azules, y no queda ni rastro del intruso. Ya verás la próxima vez que Isa se olvide de tirar la basura después de hacer paella. ¡Nuestra cocina va a arder más que las fallas de Valencia!

Pero claro, a Isa la raqueta no le gusta. De hecho, la desprecia. Cada vez que me deshago de una mosquita, se sobresalta por el ruido y me mira con desaprobación, para luego decirme que lo que estoy haciendo es cruel. ¿Cruel? ¿Yo? Si ella no se pasara el día abriendo todas las malditas ventanas del piso, yo no tendría que recurrir a estas artimañas para mantenernos libres de plagas. Además, ella es la primera que ve una araña y me pide que la mate. ¡Será hipócrita! Odia los bichos tanto como yo, ¡o incluso más!

Y dicho sea de paso, la mayoría de los insectos que nos invaden salen de sus plantas, aunque ella diga que no. Tiene el balcón lleno de una colorida red de flores pestilentes que atrae tanto a abejas como avispas, e incluso libélulas. Por no hablar de las orquídeas que tiene dentro de casa. El otro día compró una en un vivero de vete tú a saber dónde, y resulta que está llena de gusanos. ¡Arg! Solo de pensarlo me pica todo. Qué lástima que no pueda usar la pala para librarnos de ellos. Y, créeme, no será por qué no lo haya intentado…


De hecho, precisamente por eso hemos tenido la última bronca con Isa. Esta mañana estaba llevando a cabo mi ya habitual ritual de eliminación de cuerpos voladores indeseados, cuando, sin querer del todo, le he dado a una de las orquídeas. La amarilla infestada de gusanos, para ser más exactos. Y los filamentos que recorren la raqueta se han encendido como nunca, ¡cómo ha petado, la jodida! Si hasta ha desprendido un nuevo color, como de un tono marrón clarito, tirando a ocre. Será por todo los bichos que tiene la planta. Seguro que también está llena de lavas y huevos, ¡qué asco me da!

El incidente no me hubiera sabido tan mal, si no fuera porque justo Isa se estaba haciendo el café y me ha visto. Y joder, cómo se ha puesto. Que si lo he hecho adrede, que si no la apoyo en sus aficiones, que si siempre estamos igual, que si esto con Éloïse no pasaba… ¡Pues no sé! Quizás si SUS aficiones no nos llenaran el piso de bichos, me harían más ilusión. Y si tanto echa de menos a Éloïse, pues que se vuelva con ella para que le destroce de nuevo el corazón, ¡a mí qué me cuentas!

Total, que aquí estoy. Durmiendo en el sofá por deferencia a mi hermana que no se lo merece. No ha sido capaz de agradecerme la hospitalidad con la que la recibí ni una sola vez. ¡En tres años! Te juro que cada vez me cuesta más soportarla. Con lo mona que era de pequeña y lo neurótica que se ha vuelto. Cada día se parece más a mamá. Y para aclararlo diré, que eso no es un cumplido. Nada más lejos de la realidad…

De repente noto un tirón en la pierna que sacude todo mi cuerpo, interrumpiendo la retahíla de reproches con la que me estaba imaginando sermonear a Isa. Algo me está agarrando del tobillo izquierdo. Me revuelvo con todas mis fuerzas, golpeando con el pie libre, la especie de cuerda que me agarra el otro. A pesar de que me cuesta un horror, logro liberarme y recojo ambas piernas rodeándolas con los brazos, y apretándolas contra el pecho. Miro a mi alrededor sin identificar qué es lo que me ha atacado. Parece que la oscuridad se ha vuelto más densa, ni siquiera logro distinguir la silueta de la puerta que da al pasillo. Soy consciente de que solo unos pasos me separan del rellano, pero no soy capaz de moverme. Controlando el temblor al que se han abandonado mis mandíbulas, logro articular una orden:
—A… A… ¡Alexa! ¡Enciende comedor!

Sin esperar a que el asistente interprete correctamente el comando, lo repito tres veces aunque me falte el aliento. Enseguida noto un pinchazo en mis pulmones a modo de queja, mi pecho se contrae en una presión asfixiante. Cuando por fin se hace la luz, veo lo que me había apresado. De hecho, a juzgar por su postura y sus movimientos, lo que está intentando es comerme. Mi corazón intenta huir despavorido de la escena, haciendo que mi pecho suba y baje a un ritmo frenético. Demasiado rápido, demasiado intenso. Creo que voy a desmayarme.

Haciendo un esfuerzo para no cerrar los ojos, me permito contemplarla. Una filigrana de tallos verdes y gruesos que se alza tres cabezas por encima de mí. Cada tallo está coronado por decenas de grandes flores amarillas. Y, para mi desgracia, todas esas flores están equipadas por una buena ristra de colmillos afilados, así como una melena de gusanos. Para resumir, la orquídea amarilla se ha hecho gorgona, con decenas de bocas y garras horribles que amenazan con desgarrarme la carne. Cada hoja se ha transformado en una especie de mano que podría degollarme con solo centrar el tiro.

La mutante se abalanza sobre mí con una fuerza descomunal. Noto su ansia, su hambre en cada impacto y en cada corte que me hacen sus lacerantes protuberancias. Me inmoviliza. Siento un arrepentimiento tan profundo que me atraviesa la espalda. Quisiera pedirle perdón por haberla menospreciado, por haberla electrocutado. Hasta que entiendo que ni siquiera está enfadada conmigo por eso. Todo esto va mucho más allá y, a la vez, es mucho más primitivo. Está ambienta. La orquídea amarilla, con su corona de gusanos, sus pétalos convertidos en bocas y sus hojas hechas garras, solo quiere comerme. Le da igual quién sea, quién haya sido o lo que le haya hecho. Y nada va a hacer que se detenga.

Justo cuando mis extremidades empiezan a desaparecer entre las fauces de semejante engendro, no puedo evitar reprocharme que yo lo haya creado. La pala lo ha despertado. ¡Está vivo¡ Y cuando acabe conmigo, irá a por Isa. A no ser… a no ser que ELLA sea más fuerte y lo detenga. Me aferro a la poca vida que me queda para ocuparme, una vez más, de mi hermana pequeña. Sé que solo hay alguien que puede ayudarla.
—Lo siento, Éloïse, hermana. —mascullo entre el gorgoteo de sangre que inunda mi garganta—. ¡Alexa! ¡Llama a Bruja!

Una voz lejana sale del altavoz del asistente. Intento contestarle, pero ya no me salen las palabras. Sin fuerzas para seguir, me abandono a la oscuridad que, dada la alternativa, ahora ya no me parece tan aterradora. No quiero seguir viendo cómo mi creación me engulle. En el último instante, el único consuelo que me queda es pensar que Éloïse estará de camino. Sé que ella lo resolverá todo. De un modo u otro, siempre lo hace.


4 de junio de 2022

Discolora - final

>> Este relato está disponible en Lektu, bajo pago social. A continuación encontrarás la última parte. En los siguientes enlaces también tienes los dos primeros capítulos "Pròlogo y Asignación", el tercero "Temor", así como el cuarto y el quinto "Quebranto y Descubrir".
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Inmensidad

Caminaron en silencio hasta el único lugar de Pigmea en el que serían capaces de mantener la conversación que necesitaban. Para el alivio de ambas, la playa estaba desierta. Se sentaron a una distancia prudencial de la orilla, lo bastante cerca para ver cómo las olas se deshacían en la arena, sin que hubiera riesgo de mojarse. Lera no sabía muy bien cómo enfocar lo que quería decir, aun así, se decidió a intentarlo. Carraspeó y se giró hacia Hiela para quedar frente a ella. La joven la imitó, aunque manteniendo la cabeza gacha.
—Esto ha llegado demasiado lejos... —empezó Lera.
Hiela pasó a mirarla fijamente, reprochándole sin necesidad de hablar, lo que acababa de decir.
—No me mires así, tienes que hacer un esfuerzo por comprenderlo.
—No, mamá, ¡tú tienes que hacer un esfuerzo por comprenderme! —la corrigió Hiela.
—Esto no es fácil —continuó Lera.
—¿Y me lo dices a mí? ¡Pues claro que no es fácil! En el centro todas me miran y cuchichean a mi paso, y no solo las otras adeptas, también las maestras. Lo mínimo que esperaba, era un poco de comprensión por parte de las personas que se supone que me quieren. Al menos de TI.
Hiela estaba haciendo un terrible esfuerzo por retener las lágrimas que le estaban empezando a inundar los ojos.
—¿Y no sería mejor intentar seguir el itinerario del agua y ya está? —propuso Lera en tono abatido.
—¿A ti te gustaría que te obligaran a seguir el camino del fuego?
—No es lo mismo. Yo soy agua, ¡y tú también!
—¿Por tener el pelo y los ojos azules? ¡Venga ya! —protestó Hiela— Los designios de la Diosa, y las conexiones místicas que tenemos con los elementos, son mucho más que una simple cuestión de pigmentación. No es un tema físico, están en nuestra esencia.

Mientras la parte de Lera que necesitaba hacer las paces con su hija la invitaba a reflexionar y a considerar como una revelación lo que la joven le estaba contando, la otra no dejaba de chillarle que aquello era herejía. Le hubiera gustado hacer callar a ambas para escuchar, sin prejuicios, todo lo que Hiela tenía que decir.
—Si me tiño el pelo y me pongo lentillas de color, ¿ya puedo seguir el elemento que quiera? —expuso Hiela.
—No, esto no funciona así —sentenció Lera.
—Exacto. Y si la Diosa Gamma estuviera en contra de que yo fuera una adepta de la tierra, ¿crees que me habría creado así?
—Todo esto es muy confuso, Hiela. Lo único que sé, es que te quiero, y que no puedo verte sufrir de esta manera.
—Mamá…
—Es verdad —reafirmó Lera, rompiendo a llorar.

Hiela descruzó las piernas y se abalanzó contra su madre en un cariñoso abrazo, que ella le devolvió rodeándola con fuerza. Permanecieron un buen rato abrazadas, sollozando; hasta que descargaron la tensión que habían estado acumulando en los últimos días.
—Oye, ¿y has pensado en cambiarte el nombre? Podríamos llamarte “Tierri”.
—¡No! ¡Qué horror! ¡Eso es nombre de mascota!
Madre e hija estallaron en una sonora carcajada que, por necesidad, se prolongó bastante más de lo que hubiera estado justificado. Cuando terminó, a ambas les dolía el abdomen de tanto reír.
—¡Aaayyy! —suspiró Lera estabilizando su respiración— Lo que no sé es cómo vamos a contárselo a tu abuela.
—Mamá, la abuela ya lo sabe. Creo que lo supo incluso antes que yo.
—¿Qué quieres decir? —se extrañó Lera.
—Pues que ella fue la que me habló de las Discoloras.
—Así que “una chica mayor del itinerario del aire”…
—No sé, me asusté —se excusó Hiela encogiéndose de hombros.
—Está bien, está bien. —aceptó Lera, tras lo cual le dio a su hija un sonoro beso en la frente.

Estuvieron un buen rato sin decir nada, disfrutando de la paz que les proporcionaba centrarse en el sonido de las olas del mar arremetiendo contra la orilla. Al fin Hiela rompió el silencio, cediendo ante una idea que la había estado rondando desde que habían llegado a la playa.
—Vamos, mamá —le propuso con entusiasmo.
Sin esperar a que le respondieran, Hiela se levantó. Con movimientos rápidos, se quitó los zapatos, los tiró a un lado y avanzó decidida hacia la orilla. A pesar de que Lera no estaba muy convencida de que fuera una buena idea, los días todavía no eran especialmente calurosos, la imitó y se situó a su lado. No tardó en sentir cómo el agua le fluía entre los dedos de los pies. Estaba helada. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
—Diosa, ¡nos vamos a congelar! —exclamó con la voz entrecortada.
Hiela se agachó un poco y extendió un brazo. Antes de proseguir, miró a su madre para acabar de despejar sus dudas, tras lo cual pasó la mano por encima de los pies de ambas, sin llegar a tocar la superficie del mar. Lera enseguida notó cómo se aliviaban las mil agujas que le habían estado atacando los pies. La temperatura del agua estaba subiendo.
—¡Hiela! ¿Tú sabes lo que esto significa? —exclamó Lera con emoción.
—Sí, pero de momento no quiero que nadie más se entere. No me siento cómoda conectando con el agua —respondió la joven con serenidad—, y no me apetece llamar todavía más la atención.
Se notaba que Hiela había pensado mucho en ello. A Lera le hubiera gustado explicárselo a todo el mundo, asegurarse de que todas se enteraban de lo que era capaz de hacer su hija, y en especial, que lo supiera Pikka. A pesar de eso, sabía que debía respetar los deseos de Hiela, ya habría tiempo de poner a prueba su poder.
—De acuerdo —aceptó Lera al fin—, lo que tú necesites.
—Gracias —susurró Hiela esbozando una tímida sonrisa y ladeando la cabeza hasta apoyarse en el hombro de su madre.
—¿Y con el fuego y el aire has probado? —quiso saber Lera.
—¡Mamá!
—Vale, vale. A tu ritmo…

Se quedaron a admirar la puesta de sol; sin preocuparse por el viento que les removía el pelo, con los pies enterrados en la arena y la mirada puesta en la gran extensión de agua que se abría ante ellas. Qué importaba el elemento al cual consagraran sus vidas, todos eran, en su conjunto, la materia prima de la vida.




Ajenos a los sucesos que se precipitaban por el vértice del presente, los elementos fluían sin preocuparse por las cuestiones banales que solían obsesionar a los humanos. El agua se desbordaba, el aire expandía, el fuego purgaba y la tierra se obsesionaba en retenerlo todo. Si a alguien no le parecía bien semejante indiferencia, siempre podía quejarse a la Diosa Gamma, aunque esta le haría todavía menos caso que los elementos. En cuanto creaba un nuevo ser, la Diosa enseguida perdía el interés, dejándolo a su libre albedrío. Lo divertido era diseñarlos, todo lo que viniera después, ni le incumbía ni le importaba.


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Agradecimientos

A Luca, por abrir mi mente y hacer que quisiera aprender. Te mando un achuchón.
A Marc, por apoyarme y soportar mis intempestivas sesiones de juntaletras. Te amo.
A mi madre, por ser la más dispuesta e entusiasta de mis lectoras cero. Te quiero.
A Nuri, porque sé que me habrías animado a presentarme a esta convocatoria. Me encantaría que hubieras podido leer este relato. Te echo de menos.
A Mario, por tener siempre palabras de ánimo y por su sinceridad como lector cero.
A Esther, por su asesoramiento y estar siempre dispuesta a ayudar.


28 de mayo de 2022

Discolora III

>> Este relato está disponible en Lektu, bajo pago social. A continuación encontrarás la cuarta y la quinta parte y, en estos enlaces, las dos primeras "Pròlogo y Asignación", así como la tercera "Temor".
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Quebranto

Después de salir del centro de erudición, Lera no regresó enseguida a casa. Tenía que calmarse. En el estado en el que se encontraba no podía hablar con Hiela, y considerando lo que estaba en juego, debía ser capaz de mantener la cabeza bien fría. Se dirigió hacia la única playa que tenía Pigmea. Confrontarse con la inmensidad del mar siempre lograba tranquilizarla. El lugar estaba desierto, ya que era uno de esos días grises en los que apetece quedarse en casa, y Lera lo agradeció. Necesitaba dejar que el dolor que sentía se desbordara. Y necesitaba convencerse de que todo había sido un error, un terrible malentendido. Cuando se sintió con fuerzas, se dirigió hacia su hogar dispuesta a confirmarlo.

A pesar de que no sabía si su hija estaba en casa, nada más entrar por la puerta se acercó al hueco de la escalera y le pidió que bajara, tras lo cual se sentó en la cocina a esperarla. Reaccionando a la urgencia que desprendía el tono que había usado su madre para llamarla, Hiela bajó enseguida, y recorrió el pasillo hasta detenerse en el umbral de la puerta que daba a la cocina.
—Siéntate —le ordenó Lera mientras se frotaba ambos ojos con una mano.
Hiela se dio cuenta de que su madre había estado llorando, y de que estaba haciendo un auténtico esfuerzo por contener las lágrimas. Decidió obedecerla y tomó asiento sin atreverse a decir nada.
—He hablado con esa tutora que te han asignado. Y la muy víbora ha insinuado, no, ¡ha afirmado! Que eres una Discolora.
Lera escupió cada palabra como si se tratara de algo en mal estado que hubiera ingerido por error. Ante el silencio de su hija, decidió insistir. Necesitaba oír que todo había sido una confusión.
—Es absurdo, ¿no? Esa mediocre solo quiere encontrar una excusa para hacernos daño.
—Mamá, yo… —a la joven no le salían las palabras, aunque no hizo falta para que Lera obtuviera su respuesta.
—Joder, Hiela. Cualquier cosa menos esto.
—No es algo que se pueda elegir —se justificó Hiela empezando a ponerse de mal humor.
—Y tanto que puedes. De hecho, vas a hacerlo.
—Mamá, yo no me siento agua, no reconozco el azul de mi pelo ni el de mis ojos. Es como si estuviera viendo partes de otra persona.
—¿Y en mí tampoco lo identificas?
—Claro que sí. No es que confunda los colores, es que el elemento con el que conecto a nivel espiritual, y que me representa, es distinto al que se manifiesta en mis rasgos físicos.
—Qué tonterías dices. ¿Quién te ha metido esa sarta de ideas paganas en la cabeza? —quiso saber Lera.
—¡Nadie!
—Eres una adepta del camino del agua, así lo ha designado Gamma y así será —sentenció Lera.
—¡Soy tierra! —chilló la joven, desesperada.
En un rápido movimiento, Lera se levantó de la silla en la que estaba sentada, se apoyó con un brazo en la mesa que la separaba de su hija para acercarse a ella, y le dio una bofetada. Hiela se quedó en shock. Su madre nunca le había puesto la mano encima, y que hubiera recurrido a la violencia para intentar resolver su crisis de identidad era algo que no se esperaba. Una vorágine de emociones se apoderó de ella. Se sintió traicionada, y una mezcla de pena e ira dirigió sus siguientes palabras.
—Y si no puedo cambiar, ¿qué? ¿Vas a matarme? —preguntó Hiela mirando a su madre directamente a los ojos.

La manera en la que Hiela se dirigió a ella hizo que Lera sintiera un dolor que nunca antes había experimentado; ni siquiera el día que, combatiendo, le fracturaron la pierna por tres sitios distintos. Tardo año y medio en rehacerse de aquella batalla, y todavía cojeaba. Ahora sentía que jamás podría recuperarse del odio que desprendían las palabras que la acababan de golpear. La habían roto por dentro. La idea de que su propia hija la creyera capaz de llegar hasta ese extremo era desgarradora.
Hiela interpretó mal el silencio de su madre, quien no lograba articular palabra.
—¡Eres un monstruo! —le gritó la joven antes de salir corriendo escaleras arriba, sollozando.
Aunque Lera hubiera deseado seguir los pasos de su hija para pedirle disculpas y recordarle lo mucho que la quería, permaneció inmóvil, incapaz de reaccionar. Estuvo horas sentada, recreando una y otra vez la discusión que acababan de tener. Se preguntaba cómo habían podido acabar de ese modo. Y que esa fuera la primera vez que discutían lo hacía todavía más terrible. Lera jamás se había sentido tan sola.



Descubrir

A la mañana siguiente, Hiela se fue al centro de erudición mucho más temprano de lo habitual, antes de que Lera se despertara. La joven estaba dolida por todo lo que había pasado y no quería encontrarse con su madre, así que salió a hurtadillas de la casa cuando todavía no había amanecido. Un par de horas más tarde, Lera abrió los ojos sin acordarse de la discusión que había tenido con su hija la noche anterior. Había estado soñando con la primera vez que llevó a Hiela al museo de las conexiones místicas. La pequeña apenas tenía cinco años. Habían ido a pasar el día a uno de los lugares favoritos de Lera. Se trataba de un gran edificio blanco organizado en cuatro salas, además del recibidor principal y las zonas reservadas a las trabajadoras. Cada estancia estaba específicamente diseñada para contar la historia y las características principales de un elemento. Hiela alucinó con los colores, las luces y las voces que le narraron las escenas más épicas del despertar de los elementos en Irise. Qué imágenes, la pequeña quedó fascinada. Y sin llegar a comprender el compromiso que estaba adquiriendo, le prometió a su madre que sería una adepta del camino del agua.

Acabándose de desperezar, Lera notó que estaba sola en casa, y esa certeza trajo de vuelta la confrontación que había tenido con su hija. El dolor que la había mantenido en vela la mayor parte de la noche volvió, golpeándola como una maza de acero. ¿Qué había sido de la promesa que la pequeña Hiela le había hecho hacía apenas diez años? ¿Cómo podía ser que su propia hija renegara del legado familiar y del gran poder que corría por sus venas? Lo quisiera o no era una adepta del camino del agua. Y no solo por la sangre que corría por sus venas, ¡Gamma así lo había dispuesto! Si se emperraba en despreciar sus orígenes, lo menos que podía hacer era respetar los designios de la Diosa. Por más vueltas que le daba, Lera no lo entendía, ¿quién no querría seguir el camino del agua teniendo la oportunidad? La parte de Lera que estaba empezando a hacer el esfuerzo por comprender a su hija, también temía por la reacción de la Diosa. ¿Las haría caer en desgracia?

De repente una idea la atravesó como una descarga eléctrica. ¿Y si todo lo que estaba pasando era un castigo divino por algo malo que ella había hecho? Ese miedo la trasladó a la época en la que había servido al ejército de Irise. Había hecho cosas horribles para proteger la nación y garantizar su futuro, que su intención y sus motivos fueran nobles no excusaba ninguna de ellas. Pocas circunstancias justificaban matar a otro ser humano, y mantener un estilo de vida o tener miedo a los cambios, no formaban parte de esa lista. Cuando Lera se dio cuenta abandonó su cargo y truncó su prometedora carrera militar. Considerando cómo le había quedado la pierna en la última batalla que había liderado, nadie la cuestionó, ni le hizo más preguntas más allá de lo estrictamente necesario.

Discutirse con Hiela y rememorar toda la mierda de su pasado era mucho más de lo que Lera podía superar en un mismo día, así que decidió intentar distraerse con tareas que requirieran cierta concentración. Hiela todavía tardaría unas horas en volver del centro de erudición, entonces podrían hablar y arreglar las cosas. Estuvo a punto de llamar a su madre varias veces para pedirle consejo, pero no se veía con fuerzas de romperle el corazón contándoselo todo. Y también le daba un poco de miedo descubrir cuál sería su reacción, dicha sea la verdad. Así que Lera se centró en recoger la casa, reordenar la biblioteca y en preparar alguna cosa comestible para comer. Esa última ocupación no fue nada fácil, ya que no era solo que no le gustara cocinar, es que lo odiaba con todas sus fuerzas. Y se le daba mal. Solo era capaz de ser medio competente siguiendo las instrucciones de Hiela. Con todo logró preparar una sopa bastante potable. Nada del otro mundo, verduras flotando y cuatro fideos pasados. La sirvió en unos anchos platos hondos y se sentó en la mesa de la cocina a esperar a Hiela, sabía que no podía tardar mucho, siempre llegaba a la misma hora.

Pero la sopa se enfrío sin que Hiela hubiera entrado en casa. Hacía más de una hora que Lera la estaba esperando. Y sucumbiendo a la preocupación, al fin decidió ir a buscarla al centro de erudición, donde esperaba encontrarla. Cuando estaba a un par de calles de su destino, vio cómo un fino remolino de arena aparecía de repente de detrás de un edificio, y se alzaba hacia el cielo formando una columna. Sorprendida por la magnitud y la violencia del fenómeno, Lera aceleró el paso. La tromba solo podía proceder del patio de la academia.

En apenas diez minutos más, Lera llegó al centro de erudición. En lugar de entrar por la puerta principal hacia el recibidor, rodeó el edificio para acceder al patio trasero, donde las adeptas recibían la instrucción práctica. Una vez allí, encontró un corro de jóvenes gritando y aplaudiendo. A juzgar por las ráfagas de tierra que se alzaban por encima de la multitud, Lera dedujo que había dos adeptas luchando en medio del círculo. Tilipa, la tutora de Hiela, también formaba parte del corrillo, y sujetaba un cuaderno en el que iba tomando notas. Lera se situó a su lado, un paso por detrás, y carraspeó con fuerza para que le dejaran un sitio. Dándose por aludidas, tanto la docente como la adepta que tenía a su derecha se apartaron un poco. Tilipa saludó a Lera con un gesto de cabeza, que esta le devolvió.

Justo en el momento en el que Lera dirigió la vista hacia las adeptas que estaban luchando, la más alta de ellas lanzó una bola hecha de centenares de diminutas piedras hacia su adversaria. Reaccionando con una velocidad asombrosa, la otra joven extendió los brazos a ambos lados de su cuerpo, para luego flexionarlos hacia arriba hasta formar, con cada uno, un ángulo de noventa grados. Una gran cantidad de tierra se levantó desde el suelo, y formó una barrera protectora delante de la adepta. La bola de guijarros se fundió en el escudo, reforzándolo en lugar de atravesarla. El corro ahogó un grito de asombro unánime.
—¿Os habéis fijado? —quiso asegurarse la tutora, alzando la voz— Hiela no solo ha parado el ataque, también ha usado a su favor el elemento controlado por su contrincante.
Las jóvenes empezaron a cuchichear entre ellas, visiblemente emocionadas. Hiela devolvió la arena con la que había hecho la barrera protectora al suelo y esbozó una tímida sonrisa. La adepta que se había estado enfrentando a ella, escupió muy cerca de sus pies, y salió del círculo, chocando de hombros con las dos compañeras entre las que pasó.

Hiela adoptó una expresión seria y se dispuso a abandonar el corro por el lado opuesto al que había usado su adversaria. Al girarse, se dio cuenta de que su madre estaba allí y supuso que la había estado observando. La mezcla de emociones que había invadido a la joven la noche anterior, volvió con más fuerza, dominándola por completo. La ira y el dolor por no sentirse aceptada la desbordaron. Empezó a sollozar. Para su desesperación, enseguida se dio cuenta de que sus compañeras paseaban la mirada entre ella y su madre, disfrutando de la escena que se estaba desarrollando. Hiela no pudo evitar pensar que Lera era la culpable de todo lo que le estaba pasando. ¿Por qué había tenido que acudir al centro? La estaba poniendo en ridículo. Y había hecho que se sintiera todavía más distinta, que pensara que nunca encajaría ni nadie sería caz de aceptarla.

Así que estalló, dejando que el odio guiara sus movimientos. . Empezó a trazar círculos en el aire, con las manos apuntando al suelo, y en cuanto tuvo dos planchas de arena levantadas un palmo, las acabó de elevar y las propulsó en dirección a su madre. Lera dio un paso al frente, actuando por instinto. La guerra hacía años que se le había metido dentro, de manera que vivía en un estado de alerta constante. Sin tener que calcularlo, supo la cantidad de agua que necesitaba para protegerse. Así que la extrajo de su propio cuerpo y envolvió con ella ambas planchas, que enseguida se deshicieron en un charco fangoso.

El esfuerzo dejó a Lera jadeando. Ya no estaba acostumbrada a usar esa técnica, hacía mucho tiempo que no le hacía falta extraer el elemento de su propio ser. Las adeptas se asustaron al ver el estado en el que había quedado, incluso un par de ellas salieron corriendo, aterradas. Nunca habían visto nada parecido. La piel de Lera había adquirido una textura dura y rugosa; sobre la que destacaban varias líneas azules que se ramificaban y que palpitaban por el esfuerzo de repartir la sangre por el cuerpo. Sus facciones se habían marcado hasta un nivel extremo, y el pelo le había quedado blanco por completo. En cuanto la mujer se dio cuenta de la manera en que la miraban todas, apuntó una mano hacía el charco al que se había reducido el ataque de su hija, y se rehidrató. Casi recuperó por completo una apariencia normal.
—Eso no ha estado bien —afirmó Lera con la voz ronca, dirigiéndose a su hija.
—Que TÚ me desprecies sí que no está bien —le reprochó la joven.
—Hiela, yo no te desprecio yo te...
—¡Cállate! —la interrumpió Hiela.
Lera se obligó a calmarse. Agarró una gran bocanada de aire, la soltó poco a poco y pensó que necesitaban un lugar en el que aislarse de todo, y de todas. Un lugar en el que poder ser sinceras y arreglar las cosas. No le costó mucho elegir hacia dónde dirigirse.
—Vamos a un lugar más tranquilo, tenemos que hablar de todo esto —pidió Lera deseando con todas sus fuerzas que Hiela no se negara.
—Sí, mejor —aceptó la joven sintiendo más vergüenza que rabia.


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>> ¿Quieres saber cómo acaba la historia? En este enlace encontrarás la última parte de este relato "Inmensidad".
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21 de mayo de 2022

Discolora II

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Temor

A pesar de que los días que siguieron a aquel punto de inflexión fueron realmente emocionantes, la nueva condición de Hiela se fue normalizando poco a poco. Cada noche, cuando la joven llegaba a casa después de pasar el día en el centro de erudición, le contaba a su madre cómo le había ido el día. A Lera le fascinaban las extravagantes anécdotas de la vida estudiantil de su hija, y le divertía la excitación con la que la joven enumeraba los conocimientos que estaba adquiriendo, tan cotidianos ya para ella. De momento todo lo que le enseñaban era teórico, los cimientos que necesitaba para empezar con las prácticas el año siguiente. Ambas estaban deseando que llegara el segundo curso, donde Hiela empezaría a especializarse. Para alivio de Lera, la joven se estaba adaptando bien a las clases. Saber que había hecho lo correcto llevándola al centro de Pigmea la tranquilizó de sobremanera. Que Pikka fuera la directora hizo que se lo pensara mucho antes de decantarse por esa filial, pero Hiela era su hija, y se merecía la mejor educación que el estado de Irise le pudiera ofrecer.

Una de esas noches, mientras acababan de rebañar el estofado que habían preparado, Hiela adoptó una expresión seria de repente.
—Mamá…
—¿Sí? —le preguntó la mujer, animándola a hablar.
—Hay algo que me preocupa.
—¡Qué seriedad! Me estás asustando.
La joven guardó silencio, debatiéndose entre contarle o no a su madre lo que la inquietaba desde hacía varios días.
—Ya sabes que conmigo puedes hablar de todo. Solo si quieres, sino no hace falta que me lo cuentes —aclaró Lera tratando de ocultar su curiosidad para no asustar a su hija.
Y alentada por las palabras de su madre, al fin Hiela se decidió a sacar el tema.
—¿Qué es una Discolora?
Ante esa pregunta Lera trató de serenarse, y reprimió el chillido que había empezado a asomarse por su garganta. Hubiera estado preparada para responder preguntas sobre temas de chicas, incluso a hablar del género masculino, aunque ella solo hubiera visto un par de hombres en toda su vida. Hasta hubiera preferido que su hija se interesara por cualquiera de los otros elementos que ella aborrecía y que no le importaban lo más mínimo. Todo menos eso.

Lera se obligó a respirar hondo, hasta que al fin logró articular la pregunta que le parecía más lógica, a pesar de que la respuesta importara poco.

—¿Dónde has oído eso? —logró mascullar.
—Te he incomodado —afirmó la joven arrepintiéndose de haber sacado el tema.
—Ya te he dicho que podemos hablar de todo. Dime, ¿quién te ha enseñado esa palabra?
—Una chica mayor, del itinerario del aire.
—¿Y qué es lo que te ha contado?
—Bueno… que hay personas a las que les cuesta gestionar su elemento —farfulló Hiela.
—Dicho así parece que sea algo frecuente, y no lo es en absoluto, te lo aseguro.
—Bueno, yo solo sé lo que me han contado —se defendió la joven.
—¿Y te han contado por qué se supone que les cuesta gestionar su elemento?
—Sí. Porque confunden los colores.
—No. El problema de estos seres es que son de un elemento y quieren ser de otro —explicó la mujer casi escupiendo las palabras.

Una llama de esperanza se encendió en el pecho de Hiela, quien creyó, por error, que su madre empezaba a comprenderla.
—¿Y no podrían elegir? ¿O incluso ser los dos? —se atrevió a preguntar.
Llegando al límite de su tolerancia, Lera no pudo evitar responder usando un tono más brusco de lo que hubiera deseado.
—No. Y eso que dices va en contra de la Diosa Gamma. Si alguien te oyera…
—Solo te estaba preguntando —se apresuró a excusarse la joven.
—Y yo te he respondido.
—Vale. Me voy a dormir —soltó Hiela imitando el tono cortante y seco de su madre.
Sin disimular su enfado, Hiela apoyó ambos pies en el suelo y se empujó para arrastrar hacia atrás la silla en la que estaba sentada. Se retiró de la mesa sin despedirse para perderse por las escaleras que conducían al piso superior. Lera estuvo a punto de seguir a su hija para tratar de suavizar las cosas, y en el último momento, decidió no hacerlo. Aquellas ideas iban en contra de Gamma. Debía ser firme y cortarlas de raíz, por mucho dolor que le causara tratar de una manera tan brusca a Hiela. Su hija era perfecta, era una adepta del agua, la descendiente de una larga saga de eruditas, cada cual más virtuosa que sus predecesoras. No permitiría que nada, ni nadie, pusiera en peligro su condición. Nadie iba a truncar la carrera de su hija, mucho menos una panda de herejes.

Tras unos días de incómodo silencio, la situación entre madre e hija volvió poco a poco a la normalidad. Sin embargo, oculto entre la calma y la cordialidad que se había instaurado entre las dos, Lera estaba segura de que algo no marchaba bien. Hiela estaba distraída, parecía preocupada y cada vez le contaba menos cosas de la academia. Ella había tratado de sacar el tema en más de una ocasión, pero la joven siempre encontraba la manera de evitar responder abiertamente. Al final Lera se olvidó del asunto, achacando los cambios de Hiela a su efervescente adolescencia. Hasta que un aviso del centro de erudición sacó a flote sus peores miedos. Hiela había superado con honores el primer año de formación que compartían las adeptas de todas las ramas, y estaban casi a la mitad del segundo curso cuando la tutora de la joven citó a Lera para comentar, según ella, un tema de vital importancia.

Lera recordaría esos momentos por el resto de su vida. Se sentó en el despacho de la docente a cargo de su hija y todo pasó muy rápido. Empezó por preguntarse por qué la tutora de Hiela era del itinerario más ordinario, el de tierra. Se trataba de una mujer muy delgada, escondida detrás de unas grandes gafas de pasta marrón. Y en cuanto esta empezó a hablar, Lera no pudo hacer más que esforzarse por seguir la conversación que le estaba obligando a mantener.
—Me llamo Tilipa, soy la tutora de Hiela. No te importa que te tuteé, ¿verdad? —empezó la docente tratando de adoptar un tono amable.
Sin dejar espacio para que Lera respondiera, la mujer continuó con su discurso de introducción.
—Te he citado porque Hiela está demostrando tener aptitudes muy sorprendentes —explicó con entusiasmo.
—¿Por qué no la sigue una veterana del camino del agua? —quiso saber Lera.
—Bueno…— titubeó la tutora removiéndose en la silla —de eso precisamente quería hablarte.
Ante el silencio de Lera, Tilipa decidió continuar.
—No es culpa de nadie, cada vez hay más casos como los de Hiela y...
—¿El qué no es culpa de nadie? ¿De qué me estás hablando? ¿No has dicho que Hiela se está desenvolviendo bien? —la interrumpió Lera, empezando a perder los estribos.
—Claro que sí.
—Entonces esto es cosa de Pikka, ¿verdad? Esa amargada no ha superado nuestra ruptura y ahora…
—¡Oh¡ No, no, no, no —se apresuró a aclarar la docente.
—Pues perdóname, pero no entiendo nada.
Armándose de paciencia, Tilipa trató de encontrar la manera más delicada de explicarle a Lera lo que esta insistía en negar.
—Hiela no está siguiendo el camino del agua, ya que ha demostrado tener interés en el de la tierra, y habilidades acordes a ese interés.
—¿Qué estás insinuando? Que mi hija es una…
A Lera se le quebró la voz a media frase. Aun así, se recompuso enseguida.
—Eso no es posible. Y esta conversación se ha terminado. Tú no sabes con quién estás hablando —gritó Lera, amenazando a la tutora.
—Será mejor que quedemos otro día para acabar de hablar de los siguientes pasos —propuso la docente en tono afable.
—Los siguientes pasos ya te los digo yo. Lo que tenéis que hacer es asignarle una tutora de verdad a mi hija. Una que pertenezca al itinerario correcto —exigió Lera.
—Como te he dicho, parece que Hiela…
—Sí, sí, ya te he oído —la cortó la mujer—. No será necesario que TÚ hagas nada. Esto es un malentendido.
—Lera… —quiso contradecirla la tutora.
—He dicho que estás equivocada. Hablaré con Hiela.
Ante la dureza de la mirada que le estaban echando, la tutora se hundió en su silla y decidió no insistir. Había llegado al límite de su capacidad para enfrentarse a aquella mujer. Lera no era una adepta cualquiera, estaba instruida en el itinerario del agua, era militar y, además, era la descendiente de una de las casas más antiguas de Irise.
—Ya nos veremos —se despidió Lera levantándose de repente y saliendo del pequeño despacho dando un portazo.

Una vez fuera, Lera se secó con rabia las lágrimas que se estaban precipitando por sus mejillas, y congeló la fina pátina que se le había formado en palma de la mano. Se prometió que haría lo que fuera necesario, TODO lo que fuera necesario, para arreglar la situación. Y se prometió, que si alguien volvía a tratarla con semejante falta de respeto, le regalaría a su madre una nueva estatua de hielo para amenizar el macabro jardín familiar que se habían procurado durante generaciones. Nunca era tarde para recuperar las viejas costumbres.


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>> ¿Quieres saber cómo acaba la historia? 
Aquí tienes la cuarta y la quinta parte del relato Discolora: Quebranto y Descrubrir.
También puedes encontrar la historia completa en Lektu, disponible bajo pago social.