27 de febrero de 2024

Mis tetas, mis pezones y yo, no estamos de acuerdo. Y María tampoco, dicho sea de paso.


“Tenía muchas ganas de escribir esta carta. De hecho, cada día más. Poder soltar lo que llevaba tantos años acumulando va a ser toda una liberación. Así que presta atención, señoro, apreciado mío. Por cierto, empezaré diciéndote que me llamo Justicia. Por si quieres nombrar a la puta, perra, zorra, feminazi asquerosa que va a poner en peligro tu masculinidad. Lo digo así para que no se te olvide, si es que tu memoria da para tanto. Y oye, espero no dejarte indiferente. Te mando un abrazo ya antes de empezar. ¿Estás bien? Amor y paz para todos, incluyendo a los señoros. Y para que no te pierdas, te diré que todo esto lo escribe Julia Justicia. Sí, lo sé, tengo nombre de súper heroína. ¿A qué mola? Pues no. Hoy en día parece que todas tengamos que ser un ser de luz sobrenatural para llegar a las exigencias mínimas de esta sociedad y, la verdad, yo ya estoy hasta el coño de tanto rollo supremacista.

Pero bueno, vamos al lío. Pues resulta que tengo pechos. Qué sorpresa, ¿verdad? Y estos pechos que, por algún motivo, me ha dado la madre naturaleza, no son lisos, planos ni discretos. Se trata de dos torrentes desbordándose dentro de mis camisetas; de un valle que se forma, implacable, debajo de mi papada. Y, sobre todo, se trata de mi feminidad ofendiendo o, peor aún, alentando, tu testosterona. Quizás te preguntes por qué te estoy contando todo esto. Bueno pues porque me gustaría que entendieras mi situación (con qué pretensiones vengo, ¿eh?). Y, de paso, que entiendas la de mis tectónicos, gelatinosos e impredecibles pechos. De hecho, me gustaría contar contigo para solucionar un problemilla que nos atañe. Al fin y al cabo, esto es cosa de todos los seres civilizados. ¿Podemos incluirte en esa categoría? ¡Yo digo sí!

Verás, yo no controlo cómo florezco. Más bien he podido comprobar que lo he padecido a lo largo de mi vida. De pequeña, por surte, no fui de las primeras de la clase en desarrollarme. Pero sí que vi cómo una de mis compañeras lo era. A María le salieron las tetas mucho antes de que se le curtiera el cerebro. Y eso le trajo muchísimos y variopintos problemas. Todo el mundo la trataba como a una mujer, cuando sus aspiraciones no llegaban ni a las de las otras niñas de primaria. Los adultos la miraban, la juzgaban y, lo más enfermizo de todo, la deseaban. Para tu información te diré que María era una morenaza de metro treinta que no había aprobado un examen de matemáticas en su corta existencia. Lo más triste de todo es que aceptó, y tomó como suya, la etiqueta con la que todos se habían emperrado en definirla. Y ¿cómo no hacerlo?, ¡era una niña! Vio la oportunidad de destacar, de sentirse “querida”, y se aferró a ella como a un salvavidas en medio del Pacífico. Por desgracia, María no tuvo en cuenta que a los tiburones les importa una mierda que estés bien aposentada en tu flotador. Los depredadores te atacan sin más, sin que te lo esperes. Y lo más injusto de todo, sin que te lo merezcas…

Bueno, ¿y todo esto por qué te lo cuento? Pues es tan sencillo que hasta tú lo vas a entender. ¡Que sí¡ ¡Ya lo verás! Esto es una declaración de intenciones. Una carta magna a la chabacana libertad. ¿Y eso qué significa? Pues que se acabó. Sí, me da vergüenza que el mundo vea mis pechos tal y como son, pero ya estoy harta. Estoy cansada de enfundarme cada mañana en un elemento de tortura para no agitar una parte que apenas supone la mitad de la población. Los sujetadores que realmente contienen mis pechos se componen de dos aros metálicos que se me clavan en las costillas, reforzados por una serie de capas que se emperran en enterrar mis pezones. No eres consciente del escozor y el calor que produce semejante artilugio. ¿Y tú te quejas de que te sudan los cojones en verano? ¡JA! No tienes ni idea de lo que es la verdadera incomodidad. De hecho, yo misma llevo tanto tiempo sometida a esta opresión, que solo soy realmente consiente de ella cuando, después de soportarla durante toda una jornada laboral, llego a mi casa y me quito el sujetador con rabia. Las enrojecidas marcas que deja en mi cuerpo me escuecen a modo de burla y castigo a la vez; dos sonrisas psicópatas y psicopáticas que se dibujan debajo de mis pechos saludándome a través del espejo. El sujetador muerde la zona hasta dejarla en carne viva. Y los tirantes… correas que actúan como contrafuerte del metal y se clavan en medio de mis hombros, atravesándome la clavícula. Por no hablar de la ristra de ganchitos que sirven para apretar, todavía más, el instrumento de tortura. La filigrana se aferra a mi espalda, refugiándose en los recovecos más blandos de la rechoncha superficie. Y a propósito de eso. Déjame que te cuente que María nunca se había quejado de los ganchitos, los tirantes, los aros de metal ni de las sonrisas psicopáticas. María representaba tan jodidamente bien su papel, que daba miedo.

Aunque, eso sí, a María le daba cierta vergüenza llevar sujetador. ¿La vas a culpar? Se trataba de una cría de once años. Si al final, incluso, agradeció la tortura de ponerse ese corsé moderno a diario, era porque le daba pavor la reacción que provocaba si no lo llevaba. Y así estamos muchas, en cierto modo. ¿Qué coño te hace pensar que si se le marcan los pezones a una mujer es porqué “se alegra” de verte? ¿Crees que despiertas en ella alguna emoción aparte de incomodidad o asco? ¿En base a qué? ¿De verdad piensas que si la camiseta de una mujer deja entrever dos círculos granulados en mitad del pecho es porqué le interesas lo más mínimo? Déjame que te explique algo, querido señoro. La GRAN e INEMSA mayoría de las veces, se trata de un tema de cambio de temperatura. Algo que tú no puedes ni siquiera aspirar a entender, ya no digamos controlar o influir en ello.

Y si ese no fuera el caso, ¡genial! Qué bello es conectar con alguien física y mentalmente hasta llegar juntos al éxtasis más revitalizante. Pero esta carta no es para esos casos. Este escrito es para todos esos señoros que son incapaces de ponerse en nuestro lugar. Y también es para los gilipollas que se creen con derecho a juzgarnos, dicho sea de paso. O, pero aún, propasarse con nosotras pensando que son correspondidos. En realidad, creo que toda esta locura solo tiene un objetivo. Chillarte, señoro de la vida, que MI y NUESTRO cuerpo no está aquí para complacerte a ti. Aquí MI y NUESTRO cuerpo solo existe para que lo disfrutemos YO y NOSOTRAS. Así que, señoro de turno, si te molestan mis tetas o mis pezones, mira hacia otro lado. Yo te garantizo que no van contigo, estate tranquilo. Y, por cierto, deja a María en paz. A ella le repugnas hasta niveles que ni siquiera eres capaz de imaginar. Te aclararé algo. María llegaba a casa, se arrancaba el sujetador con asco, se hacía una cola alta, abría el libro de álgebra I, y lo garabateaba con rabia. Hasta agujerear las páginas y clavarse el lápiz en los muslos. María trataba de olvidar cómo la mira el profesor de matemáticas. Y se sentía tan mal por hacerle caso a semejante capullo, y se torturaba tanto por el hecho de que le afectaran los comentarios que le hacía cuando estaban a solas, que le costaba dormir. María se desmoronaba por momentos. Porque María no conseguía deshacerse de la acojonante sensación que produce saber, que tu etiqueta vale más que tú.

Fdo.: J.J


La inspectora Díaz cerró con demasiada fuerza la carpeta con el expediente 1344572. Un suspiro se escapó de lo más profundo de su ser, tratando inútilmente de aliviar el peso que llevaba tiempo acumulando sobre sus hombros. Llorar no estaba permitido, sin embargo, atiborrarse a ansiolíticos era la alternativa aceptable que le había propuesto su capitana. Estampó el tubo amarillento contra la pared tan pronto como la psiquiatra la dejó salir del diminuto despacho. Las relucientes pastillas blancas saltaron y rodaron por el suelo del oscuro pasillo. Crujieron bajo sus botas cuando las pisó para salir del edificio que la estaba asfixiando. La inspectora Díaz nunca había edulcorado sus emociones y no pensaba empezar esa noche. Estaba tan tensa que le dolían los hombros. Llevaba varias jornadas apretándolos, fatigándolos, estirando sus fuerzas al límite sin darse cuenta. Y es que el caso que estaba investigando le había golpeado en lo más profundo de su alma. El nombre de la víctima le había atravesado el corazón nada más leerlo: Julia Justicia.

Hacía un par de semanas que había ido a la redacción del periódico “Ayer” con una orden de registro. A pesar de la gravedad de la situación, había costado sangre y sudor que le entregaran una copia de todas las cartas al director, no publicadas, recibidas durante el último año. Y entre quejas, amenazas y escuetos elogios, lo encontró. El mismo escrito que Julia había mandado a todas las cadenas y empresas publicitarias de la ciudad. El manifiesto a la libertad femenina que nadie se había atrevido a publicarle, pero que, sin embargo, le había costado la vida. Ojalá nunca lo hubiera escrito. La impotencia que sentía la inspectora Díaz le hacía pensar que todo era culpa suya.

Aunque el móvil del delito estaba claro, bastaba con ver el cadáver que habían dejado. Le habían escrito “puta” hundiéndole un cuchillo en medio del abdomen. También le habían amputado ambos pechos para colocarlos, minuciosamente, tapando sus ojos. Y le habían hecho “El payaso”. Ni siquiera hacía falta haberse tragado alguna de las películas de Batman para entender la expresión. La macabra y artificial sonrisa asomando debajo de las masas sangrientas que se desparramaban sobre sus ojos hizo que la inspectora Díaz vomitara nada más ver la escena.

Pero, si la carta no había sido publicada en ningún medio, ¿cómo había llegado hasta el asesino? Esa era la pregunta que obsesionaba a la inspectora y que no le dejaba dormir bien desde que le habían asignado el caso. Ya hacía seis meses... Redactores, editores, maquetadores, jefes de prensa… hasta los conserjes y el personal de limpieza de más de quince periódicos eran sospechosos de asesinato. Y aun con tantas personas potencialmente implicadas, la inspectora Díaz no encontraba nada. Ni un indicio. Los había interrogado al menos cuatro veces a cada uno. Era inútil. Ni una conexión plausible, un comentario desafortunado, ni una muestra de desprecio o una nota en una agenda que ayudara a tirar del hilo… ¡NADA! Julia Justicia era un fantasma. Y nadie parecía echarla de menos.

“María, déjalo”. Le repetían una y otra vez sus compañeros de equipo. Y María hacía ver que no le afectaba; que el caso de Julia era solo un caso complicado más. No se había atrevido a decirle a su capitana que conocía a la víctima. Mucho menos le iba a confesar que ella era la protagonista de la carta que había escrito. Ella era la María que todavía no había podido superar el trato que había recibido en su infancia.

Antes de que Julia volviera a arrollar su vida con esa carta, María creía que esos días habían quedado atrás. Que lo había superado. Hasta que las pesadillas volvieron. Se despertaba en plena noche, bañada en sudor, y, alentada por los horribles sueños poblados de las escenas que todavía recordaba, revivía aquel día una y otra vez. Ese hombre. Su olor a tabaco rancio. Su voz impaciente, autoritaria y dañina. La lengua pegajosa, espesa, que se le colaba por la garganta hasta cortarle la respiración. Sabía a anís. Sabía a sangre y a enfermedad. Unas manos que, de repente, se posaron sobre sus muslos y le subieron la falda. El libro de álgebra cayendo al suelo cuando ella se estremeció. Y luego… oscuridad. Una oscuridad tan densa que, por lo visto, todavía no la había soltado y seguía emponzoñando sus pulmones.

Solo había tenido un desliz. Un día. Un momento de debilidad. Se lo había contado a Julia y a nadie más. No. Nunca. A nadie más. Julia lo entendió y la abrazó. Ese abrazo fue lo único que logró hacerla sentir mejor en años.

Y ahora Julia estaba muerta.

Una noche, el sueño que tubo María fue tan vívido que, cuando se despertó, no lo pensó. Cogió la pistola reglamentaria que guardaba debajo de su almohada, alargó los brazos apuntando al frente y disparó. Pegó uno, dos y hasta tres tiros. Después, soltó el arma y empezó a llorar. No era la primera vez que pasaba. Solo el silencio y la calma de la habitación lograron consolarla. Con las manos todavía temblorosas, encendió la luz de su diminuta mesilla. Allí no había nadie. Ni vivo ni muerto, ni tendido en el suelo ni acechándola desde el umbral. Las marcas que había provocado en el pladur humeaban a modo de reproche. Había otras hendiduras, más antiguas, y otras más. <<Ese hijo de puta está muerto>>, se recordó, <<El cáncer de pulmón se lo llevó mucho antes de que pudieras vengarte>>. Quizás ese era el problema. Nunca se había enfrentado a él y, de algún modo, su esencia seguía tan viva que le hacía daño.

Poco a poco, recuperando el control sobre sí misma, la inspectora Díaz logró hacerse la pregunta más lógica que podía plantearse. Esa pregunta que llevaba meses obsesionándola y que le quemaba las entrañas. <<Entonces, ¿quién ha matado a Julia Justicia?>>.

El abismo que se había abierto delante de ella le devolvió la mirada, en silencio, misericordioso. Hacía tanto tiempo que conocía ese dolor que lo reconoció como a un viejo amigo. Era tan tentador abandonarse en sus brazos...
Pero Julia merecía respuestas. Y María volvió a prometerse, que no descansaría hasta poder dárselas.


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