29 de marzo de 2020

El roble blanco

Era un sábado como otro cualquiera. Luna había tenido partido de voleibol aquella mañana y había llegado a casa de sus abuelas congelada, ya que aunque estuvieran a medianos de enero, siempre jugaban en campos exteriores. La joven formaba parte del equipo del colegio con el que entrenaba dos veces por semana, mientras que los partidos de la liga comarcal se realizaban en sábado o domingo, sobre las ocho de la mañana. Su madre, Nina, le había preguntado en más de una ocasión si no preferiría aprovechar el fin de semana para descansar, pero a Luna le gustaba mucho el voleibol y no le molestaba tener que madrugar.

Cuando llegó a casa de sus abuelas después del partido estaba tiritando. Hacía rato que había dejado de sudar y tanto las manos como los pies le dolían de lo fríos que los tenía. Dándose cuenta, Pilar le ordenó que fuera directamente a darse una ducha caliente y ella obedeció sin rechistar. Así que se perdió por las escaleras que daban al piso superior y después de coger una muda limpia, entró en el pequeño y único baño de la casa. Estuvo un buen rato debajo de la ducha, dejando que el agua humeante hiciera desaparecer las mil agujas que había sentido al principio por todo el cuerpo. Cuando terminó se secó con la toalla que le habían dejado sus abuelas. La tela era un poco áspera, de manera que le rascaba ligeramente la piel mientras absorbía las diminutas gotas de agua que la recubrían. A ella le encantaba esa sensación, de hecho, le parecía que si una toalla no raspaba un poco, no cumplía bien su función. 
Habiéndose vestido, peinado y echado un poco de la colonia con aroma a manzana que usaba su abuela Rosa, volvió al piso inferior y se adentró en el comedor. Pilar ya la estaba esperando con una infusión recién hecha que ella agradeció. Cogiendo la taza con cuidado para no quemarse, se sentó en el sofá para dar cuenta de la bebida a pequeños sorbos.

El resto de la mañana lo pasaron viendo la televisión y preparando un estofado de ternera con verduras para el mediodía. Rosa había salido a comprar lana para la temporada de invierno y cuando regresó comieron las tres juntas, tras lo cual se sentaron en el pequeño comedor para descansar un rato.
–¿Cómo ha ido el partido? –se interesó Rosa.
–Mal… hemos perdido… –respondió Luna visiblemente fastidiada.
–Bueno, ya ganaréis –quiso animarla Pilar.
–Si tú lo dices… –bufó la joven. 
–Te he traído algo –anunció Rosa guiñándole un ojo.
–¿Para mí?
A modo de respuesta, Rosa alcanzó una de las bolsas con las que había llegado y se la pasó a Luna sin desvelar su contenido. La joven miró qué había en el interior y encontró un ovillo de lana naranja y otro amarillo, atravesados por dos grandes agujas de tejer.
–¡Qué bien! –exclamó Luna alegremente.
–Dijiste que querías hacer una bufanda, ¿no?
–¡Sí!
–¿Te gustan estos colores?
–Mucho. Le quedarán bien a Paula.
–¿Quién es Paula? –preguntó Rosa.
–La del gato que nada –respondió riendo Pilar.
–No nada, solo le gusta que lo bañen y es una gata, no un gato –apuntó Luna.
Rosa soltó una carcajada al imaginarse la escena, mientras Pilar ponía los ojos en blanco.

–Pronto es su cumpleaños y quiero hacerle una bufanda… de estas que son grandes y cerradas –continuó la joven.
–Como una braga –afirmó Rosa.
–Sí.
–Después podemos mirar qué punto quieres hacer y te enseño.
–¡Vale! Espero que le guste…
–Seguro que sí –comentó Pilar.
–Bueno… últimamente está un poco rara.
–¿Y eso? –quiso saber Rosa mirándola por encima de sus grandes gafas.
–Pues… le dije que no me gustaba su novio y se enfadó.
–¿Novio? ¿Pero qué edad tiene? –se alarmó Pilar.
–Pues la mía. Va a mi clase.
Las ancianas intercambiaron una fugaz mirada de preocupación. Sin lugar a dudas tendrían que comentar el tema con Nina y averiguar si Luna también tenía… amigos de ese tipo. A pesar de su preocupación, ninguna dijo nada al respecto y permanecieron en silencio a la espera de que Luna les contara más sobre el asunto.
–El caso es que el chico sí que es mayor y no sé, me da mala espina. No se lo ve buena persona.
–¿Y se lo dijiste? –preguntó Rosa.
–Sí, y me dijo que no me preocupara… cuando le insistí se enfadó conmigo y hace varios días que no hablamos.
–Bueno, no te preocupes, seguro que se le pasa– afirmó Pilar tratando de tranquilizarla.
–Veremos… no sé si decirle algo…
–Ay niña. Ya conoces el refrán tauren… –suspiró la bisabuela.
–No. ¿Qué refrán? ¿Qué es un tauren? –la interrogó Luna.
–Los tauren son una raza de chamanes, medio humanos medio bovinos, que viven en poblados repartidos por todo el mundo. Y suelen decir que no hace falta ser ciego para no ver las sombras venir.
–¿Y eso qué significa? –preguntó Luna un tanto desconcertada.
–Si quieres te cuento la historia –propuso Pilar aunque ya sabía la respuesta.
–¡Vale! –exclamó Luna.
–Yo iré a guardar la lana… –se excusó Rosa.

La abuela de Luna salió del comedor con varias bolsas en la mano, mientras Pilar le acababa de contar a la joven cómo eran los protagonistas de la leyenda que le iba a contar. Le habló de su similitud con los minotauros de la antigua Grecia, de su cuerpo recubierto de un pelaje suave, de los grandes cuernos que coronaban sus cabezas, de sus garras y pezuñas... Le contó que a pesar de tener una apariencia feroz son un pueblo muy pacífico y que sus dones se basan en una gran conexión con la naturaleza en general.
–Nunca había oído hablar de ellos –se quejó Luna.
–Pues escucha…
La joven asintió a modo de respuesta y tras callar unos instantes para generar una cierta tensión, Pilar empezó a contar la historia del roble blanco.


–Esto que te voy a contar sucedió hace muchos, muchos años…
–Y en un lugar muy, muy lejano… Todas las historias empiezan igual –refunfuñó la joven.
–Bueno, es que últimamente creemos que ya lo sabemos todo, así que nadie se molesta en registrar los errores que cometemos en forma de relatos. Todo lo que tenemos son viejas historias.
Luna se removió inquieta en el sofá.
–No me interrumpas –continuó la anciana–. La cuestión es que en uno de los muchos poblados tauren que por entonces ya había, una pequeña se despertó en plena noche con el corazón desbocado y la espalda empapada en sudor. Su pecho subía y bajaba frenéticamente, tratando de seguirle el ritmo a su respiración. Quería correr a la habitación en la que dormía su madre, pero le daba miedo abandonar la protección de las mantas que le servían de lecho. Así que grito desesperadamente deseando que la oyeran, hasta que la tauren despertó y acudió a ver qué le pasaba.
–¿Cómo se llamaban?
–La hija Shema y la madre Kiba.
–¿Qué le pasaba a Shema?
–Había tenido una horrible pesadilla. Verás, antes los poblados tauren se construían alrededor de un árbol protector. Los tauren son muy sensibles a todas las formas de vida de este y otros planos.
–No te entiendo… ¿Qué planos?
–Tú escucha. La cuestión es que la pequeña Shema vio en sueños que el roble blanco de su poblado se estaba muriendo, y que unas sombras sin rostro, todo garras y dientes, los estaban acechando. Kiba trató de tranquilizarla repitiéndole una y otra vez que el árbol estaba bien, recordándole que aquella misma mañana Shema había estado jugando entre sus raíces. Tuvo que quedarse con ella el resto de la noche.
Con la luz del día los temores de Shema se debilitaron, aunque Kiba acabó durmiendo con ella algunas noches más. Preocupada, al final la tauren contó lo que había pasado a las ancianas que gobernaban el poblado. Éstas se burlaron de ella por darle demasiada importancia a las pesadillas de su hija.
–Bueno, es que solo era una pesadilla… –las justificó Luna.
–Los sueños siempre nos cuentan algo de nuestra realidad. Deberíamos escucharlos siempre, prestarles atención, pero claro, los humanos estáis por encima de eso…
Luna la miró con el ceño fruncido.
–Bueno… no entremos en eso… La cuestión es que las ancianas no se tomaron en serio a Kiba y en menos de un ciclo nadie se acordaba de lo que había pasado. Mucho menos se acordarían once primaveras después, cuando Shema empezó a tener edad de formar su propia familia.
Los días cada vez eran más largos y en el poblado tauren aquello era sinónimo de fertilidad. Las plantas brotaban, los huertos daban sus primeros frutos y las crías desgarraban el silencio de las noches con sus berridos. Pero en medio de aquel despertar, las ramas del roble blanco seguían desnudas. Y lejos de mejorar, el árbol parecía cada vez más débil y enfermo.
–¡Entonces Shema tenía razón! –exclamó la joven sorprendida.
–No seas impaciente –la regañó la bisabuela–. Una noche Shema estaba durmiendo profundamente, cuando la cercanía de un movimiento ajeno la despertó de repente. Convencida de que no estaba sola en la habitación se quedó muy quieta escrutando la oscuridad, forzando la vista y agudizando el oído. Y cuando ya casi se había convencido de que no había nada, algo la atacó. Una sombra se le había tirado encima y le estaba arañando la cara y los brazos. 
Luna ahogó un gritó esforzándose por no interrumpir la historia.
–Alertada por el forcejeo, Kiba saltó de la cama y se precipitó hacia la habitación de su hija para socorrerla. Cuando la encontró luchando contra una mancha negra se quedó completamente desconcertada. Enseguida se obligó a reaccionar, y apretando los puños con rabia, empezó a golpear a aquella cosa sin piedad. Sabiéndose en desventaja, la sombra se batió en retirada, escurriéndose por las esquinas hasta salir de la pequeña cabaña. Tras su marcha todo quedó en calma, y madre e hija guardaron silencio mientras se concentraban en atender las heridas de Shema.
–¿Qué era esa sombra?
–Una forma de vida de otro plano que intentaba desesperadamente adquirir presencia en el nuestro.
A la mañana siguiente el recuerdo de la pesadilla que había tenido Shema hacía once primaveras estaba tan presente como el ataque de la noche anterior. En cuánto Kiba fue capaz de despejarse, se dispuso a hablar con las ancianas que regían la tribu, pero éstas tuvieron la misma reacción que años atrás. Ni siquiera la alusión al preocupante estado del árbol milenario con el que habían fundado el poblado logró hacer que se la tomaran en serio. “El roble blanco siempre nos ha protegido”, le dijeron, “Y lo seguirá haciendo, solo que este año tarda poco más en brotar”.
–No me lo puedo creer… –bufó Luna.
–Ay mi niña –suspiró Pilar –. Son tantas las historias de este tipo que podrían contarse…
–¿Y qué pasó luego?
–Pues que las cosas empeoraron. Un par de noches después de que Shema se hubiera enfrentado a la sombra, algo acabó con las plantas. Parterres, huertos y macetas amanecieron hechos una maraña de troncos y tallos secos. Shema y Kiba se empeñaron en hablar con sus vecinos, a pesar de que nadie quería escucharlas. Hasta que le tocó el turno al ganado. Gallinas, cerdos y conejos murieron violentamente, quedando casi momificados, e incluso más llenos de arañazos que la cara y los brazos de Shema. Algo malo estaba pasando, y ante esa evidencia, los habitantes del poblado tauren empezaron a abrir sus oídos y sus mentes.
–¡Sí que les costó!
–Luna, a nadie le gusta aceptar que su hogar ya no es un lugar seguro.
–Ya…
–La presión hizo que al fin las ancianas actuaran. Reunieron a todo el poblado alrededor del gran roble y se colocaron en el centro del círculo, alineadas varios pasos más adelante. Al unísono, como si de una danza ritual se tratara, alzaron los brazos a media altura y apuntaron las palmas de las manos hacia el árbol. De las yemas de sus huesudos dedos no tardaron en salir chorros de luz verde, dirigidos hacia el roble blanco. Le estaban insuflando energía de vida. El poder de las ancianas combinado de ese modo podía hacer que un campo recién sembrado se pudiera recoger en un par de días, o que un embrión estuviera listo para nacer en un mes. Y a pesar de que era habitual utilizar aquel tipo de energía, nunca se hacía en tales cantidades, ya que abusar de ella tenía un gran desgaste, y consecuencias; manzanas sin sabor, cereales que no saciaban, o gallinas estériles. No en vano los tauren también suelen decir que las cosas pueden hacerse rápido o pueden hacerse bien.
–¿Y aquello sirvió?
–Con todo aquel derroche de poder las ancianas solo lograron hacer crecer algunas tímidas hojas en las ramas muertas del roble. Eso fue suficiente para que todo el mundo se fuera a dormir más tranquilo. Y también bastó para acabar de atraer a las sombras que arrasaron el poblado aquella misma noche. Las ancianas habían creado sin saberlo una especie de faro que destilaba vida.
–¡Qué horror! –exclamó Luna consternada.
–Sí. Pocos fueron los que sobrevivieron.
–¿Y Shema y Kiba?
–Desgraciadamente no estaban entre ellos. Aunque sí lo hizo una de las ancianas, y dedicaría el resto de sus días a salvar otros poblados.

Luna se quedó en silencio unos minutos. Pilar dejó que la joven reflexionara sobre la historia que le acababa de contar, hasta que la Luna rompió el silencio.
–Es una historia triste.
–Lo es… –afirmó la bisabuela.
–¿Y ahora los poblados tauren ya no se construyen alrededor de un árbol protector? –preguntó Luna.
–No. Ahora se plantan varios árboles y arbustos formando un círculo que delimita la extensión del poblado.
–¿Y eso sirve?
–La mayor parte del tiempo.
Luna lanzó un profundo suspiro.
–La verdad es que la historia no me ha ayudado a decidir qué hacer con Paula…
–No… pero ahora ya sabes que no hace falta ser ciego para no ver las sombras venir…

11 de marzo de 2020

Paseo de gloria

Estaba amaneciendo. El cielo empezaba a teñirse a franjas rojas por el horizonte. Y cuando el primer rayo de sol empezó a despuntar, el evento comenzó. Nuestro comandante espoleó su caballo con fuerza, pero el animal, un semental negro azabache y de porte orgulloso, tardo un minuto largo en reaccionar. Cuando empezó a andar lo hizo lentamente, cansado y soñoliento como estaba. Los cuatro generales que lo seguían se pusieron también en movimiento, encabezando la lenta y aletargada marcha. Para cuando le llegó el turno a mi yegua plateada el cielo ya era de un azul claro y el ambiente estaba bastante más animado. La multitud había tardado un poco en congregarse, pero al fin habían llenado por completo los laterales del paseo y el bullicio era ensordecedor. Las mujeres que estaban a primera fila nos tiraban unas extrañas flores azules con tres grandes pétalos, mientras que los hombres hacían el saludo conmemorativo de Tarmea. Los más jóvenes se abrían paso a codazos entre la multitud para poder vernos mejor. Nadie podía negar que se tratara de una celebración digna de la capital.

Al ver que la montura de pelaje castaño que tenía delante empezaba a andar, tiré bruscamente de las riendas de mi yegua para que la siguiera. Plata no se hizo de rogar, y nos unimos al desfile. Habíamos estado ausentes dos ciclos lunares pero parecía que habíamos partido el día anterior, haciendo solos ese mismo recorrido, sin nadie que nos despidiera o nos deseara suerte. Ahora la multitud nos aclamaba y nos alababa por nuestra victoria. Cuanto más observaba sus rostros de alegría, sus manos alzadas, las muestras de afecto con las que nos obsequiaban… más avergonzada me sentía. Éramos unos farsantes… Y yo, permitiéndolo, le estaba fallando a mi pueblo, una estirpe de guerreras que desde tiempos inmemoriales había protegido Tarmea. No pude soportarlo más. Bajé la mirada y me centré en las patas del macho castaño que tenía delante. Me obligué a oír solamente el sonido que hacían sus cascos al chocar contra el suelo, y solté las riendas de Plata sabiendo que la yegua mantendría el rumbo sin necesidad de que yo la guiara.

Recorrimos el largo paseo de la victoria, y más allá aún hasta la plaza en la que solía hacerse el mercado. Dos mil jinetes avanzando en fila de a dos por el centro de Tarbas, la gran capital. Semejante distinción no se recibía todos los días. Y cuando fui consciente de eso me sentí aún peor. Pero sin duda, el momento más difícil llegó cuando nuestro comandante se subió a un atril que se había preparado para la ocasión en medio de la plaza, y empezó su discurso. Muchos le habíamos aconsejado que se saltara ese honor. Pero él, ufano por ser el portador de tan buenas nuevas, no quiso perderse su momento de gloria. Y nada pudo disuadirlo de hacer el discurso que con tanto esmero había preparado.


–Apreciados –empezó levantando las manos a modo de saludo y con la doble intención de invitar a los asistentes para que bajaran la voz –la Compañía gris una vez más ha cumplido con su propósito.
Tras esta declaración inicial, Lure hizo una pausa para dejar que la multitud lo aclamara, y ésta estuvo a la altura de sus expectativas. Extasiado por la euforia del público que tan atentamente lo escuchaba, el comandante volvió a levantar las manos para proseguir con su discurso, aunque sin ninguna prisa, alargando las pausas más de lo necesario y arrastrando las palabras con las que terminaba las frases.
–El rey Izíar –prosiguió –nos encomendó una tarea muy difícil, casi imposible diría yo: Limpiar Tarmea de los demonios Masthil que la estaban asolando.
La multitud volvió a aplaudir entusiasmada.
–Los demonios estaban atrincherados en Páramo Yermo, varias leguas al sur de Tarmea, sin duda ultimando los detalles de un ataque inminente. Pero eso no impidió que cayera sobre ellos la fuerza de la Compañía gris.
El público enloqueció tras esas palabras, hasta tal punto que sus gritos incomodaron a nuestras monturas. Mi yegua plateada se removió inquieta y tuve que volver a sujetar las riendas con fuerza para obligarla a quedarse quieta.

El comandante aún estuvo un buen rato deleitando a la audiencia con los detalles más escabrosos de la encarnizada batalla que habíamos librado. Yo no veía la hora de que aquello acabara y decidiendo que ya había tenido suficiente, bloqueé mis oídos para pasar a comunicarme con Plata. Intenté tranquilizarla, transmitirle que ya quedaba poco para ir a descansar. A través de nuestro vínculo pude percibir cuán cansada estaba, y cuán injusto había sido ese esfuerzo adicional que la había obligado a hacer para participar en esa farsa. Las monturas se habían llevado la peor parte de aquella incursión, al fin y al cabo, nos habían tenido que desplazar a paso ligero de Tarbas a Páramo Yermo, y enseguida recorrer el camino de vuelta. Eso las llevó a una marcha sin los descansos necesarios, durante los dos ciclos lunares.

Cuando por fin terminamos y se nos permitió abandonar el desfile era bien entrado el mediodía. Si tiempo que perder, me dirigí hacia el campamento, dejé a Plata en el establo que se había improvisado hacía apenas unas horas y no me detuve hasta estar en mi tienda. Una vez allí me quité el yelmo con rabia, tirándolo a un lado, tras lo cual desabroché con movimientos bruscos los agarres del peto que me había protegido el pecho tantas veces, deshaciéndome de él con urgencia. Los pliegues de mi tienda se abrieron de repente, para dejar paso a un joven humano que entró azorado por el escándalo que hizo el metal al chocar contra el suelo.
–¡Iyara!
–Déjame Jainé, no estoy de humor.
–Preferiría pasar la noche contigo.
–Y yo preferiría no tener que fingir que somos héroes, pero aquí estamos.
–¿Por eso has estado tan callada durante el desfile?
–No tengo ganas de…
El joven se acercó a mí dispuesto a abrazarme pero, adivinando sus intenciones, me aparté a un lado bruscamente, a modo de rechazo. Visiblemente dolido, el guerrero se giró dispuesto a salir de la tienda, pero no dio ni tres pasos antes de pensárselo mejor y detenerse de nuevo.
–A mí tampoco me ha gustado pero Lure es nuestro comandante y hay que obedecerlo.
–¿Aunque esté cegado por la codicia?
–A un comandante se le obedece o se le mata para sustituirle. Así de simple.
–Así de simple…
–Sí.
En otro momento hubiera encontrado una réplica mordaz con la que responderle, pero estaba tan cansada que solo pude lanzar un profundo suspiro. Abatida, recorrí el breve espacio que me separaba del montón de pieles que me serviría de lecho y me senté en él para liberarme de las pesadas botas que llevaba. Habiéndomelas quitado, me dejé caer y cerré los ojos.
Sabiendo que estaba insistiendo más de lo que hubiera debido, el joven guerrero me siguió sentándose a un par de palmos de mí. No hubiera sido la primera vez que se llevara un buen puñetazo por pasarse de la raya. Así que se quedó quieto junto a mí, compartiendo mi silencio.
–¿Tú qué crees que les pasó? –le pregunté al poco.
–¿A qué te refieres?
–A los demonios.


El camino hacia Páramo Yermo había sido largo, pero transcurrió sin incidentes. Sabíamos que nos enfrentaríamos a un gran peligro pero nuestro comandante nos había prometido una recompensa a la altura de nuestros esfuerzos, así que avanzábamos con la moral alta hacia una incursión que, sin duda, seria memorable. Algunos de mis compañeros se entretenían fantaseando con lo que harían con semejante cantidad de oro, otros empezaron a entonar los primeros versos que seguro propagarían nuestra gesta por toda Tarmea. Cuando faltaban apenas dos jornadas para llegar, el comandante mandó una avanzada para que localizara al enemigo, lo estudiara, evaluara el terreno y propusiera una estrategia para combatirlo. El rey había sido parco en detalles en su encargo, ya que ninguno de los exploradores que había mandado al Páramo había regresado. Solo teníamos un rastro de aldeas arrasadas y calcinadas que terminaba en esa tierra estéril. Y rumores, un montón de versiones que se contradecían entre sí. Nada a lo que poder aferrarse.
Sabíamos que la avanzada tardaría como mínimo seis jornadas en regresar, así que montamos un campamento y empezamos a prepararnos para la batalla. Pero los cinco jinetes regresaron mucho antes de lo esperado, galopando y visiblemente eufóricos. Avisando también a los cuatro generales, se reunieron con el comandante para contarle lo que habían encontrado. Y después de eso, para sorpresa de todos, se reunió a otro grupo para que volviera al Páramo. Tanto yo como Jainé estábamos entre ellos, pero el comandante, que nos seleccionó personalmente y nos indicó que nos acompañaría, solo nos dijo que se requería una segunda exploración. Nada más.

Cuando llegamos entendí por qué el comandante había decidido explorar el Páramo por sí mismo. Si alguien me hubiera contado a mí la escena que nos esperaba tampoco me lo habría creído. Estaban todos muertos. El Páramo era un mar de cadáveres. Una maraña de sangre, vísceras y extremidades esparcidas por todas partes. Algo había acabado con los demonios cebándose con sus cuerpos. La escena era tan grotesca, que incluso yo estuve a punto de vomitar. Aquello apestaba. Ni siquiera las moscas se habían atrevido a acercarse. Dudé cuando el comandante nos ordenó recoger pruebas de nuestra hazaña para el rey, pero obedecí, tratando de no pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Tardaría varios días en empezar a asimilar lo que habíamos visto.
Terminamos tan rápido como pudimos y emprendimos enseguida el camino de regreso hacia el campamento, aunque ya había anochecido. Nadie quería pasar más tiempo del necesario cerca de aquel lugar maldito. El comandante concluyó que los demonios se habían matado entre ellos y esa fue la versión que se contó a toda la Compañía. Gracias a ese afortunado incidente llenaríamos nuestras bolsas sin tener que hacer nada más que cabalgar. Los mercenarios somos gente sencilla, práctica ante todo, así que nadie hizo preguntas ni reclamó mayores explicaciones. Se dio por buena la versión oficial y punto.


–No lo sé… –me respondió al fin el humano tras meditarlo largo rato.
–Pero si tuvieras que decir algo…
–¿En qué nos ayudará eso?
–Lo viste, ¿no es así?
–Yo no vi nada.
–Viste algo en el cielo, a lo lejos. Algo grande… oscuro…
–Iyara…
–Algo masacró a esos demonios, llevándose sus almas. Algo nos vio llegar y se detuvo. Para observarnos, para juzgarnos…
–Quizás solo fuera un dragón.
–No me tomes por idiota. Los dragones son criaturas nobles, inteligentes, tienen un gran sentido del  deber y del honor… solo atacan en legítima defensa. Y ningún demonio está tan loco como para atacar a un dragón.
–Vale, suéltalo.
–Era un ángel, Jainé.
–Los ángeles no existen.
–Estoy segura de que era un ángel…
–Estás equivocada.
Abriendo los ojos, me incorporé para mirar al joven guerrero. La expresión sombría que había adquirido su rostro hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
–¿Por qué estás tan seguro?
–Porqué si un ángel ha logrado llegar a Tarmea, no habrá en este mundo suficientes armas para combatirlo; ni magia lo bastante poderosa como para salvarnos.
Sin saber qué responder, me acerqué a él para darle un beso en la mejilla, a lo que él reaccionó abrazándome.
–No pretendía… –empecé.
–Por esta noche… centrémonos en que estamos vivos… –me susurró recuperando su tono alegre habitual, tras lo cual empezó a besarme lentamente.
–Celebremos, pues, la vida… –acepté quitándome el jubón que llevaba.
Desaparecimos entre el montón de mantas que me servía de lecho. Olvidándonos del resto del mundo. Olvidando el mal que nos acechaba desde la lejanía… Un mal que nos juzgaba… Un mal que pronto nos mediría para decidir cuál debía ser nuestro destino.