26 de noviembre de 2020

Edredón, nórdico y colcha

Vuelves a casa y te metes en nuestra cama como si no hubiera pasado nada. Crees que ya estoy dormida y que no puedo notar el olor dulzón y férreo que se desprende de tu cuerpo. Te envuelves en las sábanas recién cambiadas y lanzas un suspiro de alivio. Te encanta encontrarte las sábanas limpias, sobre todo en esta época del año, por eso me he apresurado a cambiarlas aunque odio meter el edredón en el nórdico. Justo hoy, que ya intuía que llegarías tarde. Desprecias mi gesto al no haber pasado por la ducha antes de acostarte. Siempre te aseas, ¿por qué hoy no? No me hace falta preguntártelo para saber la respuesta. Igual que sé que tienes las uñas sucias sin necesidad de verte las manos.

No tardas ni cinco minutos en dormirte. Hoy no te revuelves ni aprietas los dientes como sueles hacer. No sé qué me molesta más, la paz que pareces sentir, saber lo que has estado haciendo, o pensar que me has ensuciado las blancas e impolutas sábanas con tu sudor y el de ella. Una persona normal lo tendría claro y ya te hubiera denunciado hace años. Yo sigo aquí. Contigo. Hasta que la policía me lleve para interrogarme, o algo peor. Al fin y al cabo, si no me marché el primer día ya no puedo hacerlo. Soy tan o más culpable que tú.

Si hoy me hubieras encontrado despierta me hubieras contado alguna mentira que justificara por qué has llegado tan tarde. Me hubieras seguido a nuestra habitación sin respetar mi silencio, y al sentarte sobre la cama para quitarte los zapatos de piel de cocodrilo, te hubieras fijado en la colcha recién planchada. Entonces habrías hecho algún comentario recordándome la parte feliz de tu infancia. Explicándome otra vez cómo te encantaba llegar a casa de los campamentos de verano y encontrarte las sábanas limpias y perfumadas. Sabes que ver tu lado tierno y vulnerable me enternece. Hace que me centre en lo mucho que te quiero, en lo encantador que eres conmigo, y que casi me olvide de todo lo demás. Casi.

Quizás lo hago adrede. Busco estos momentos para recordar que eres un ser humano capaz de amar. Como si un par de recuerdos felices pudieran borrar todo el horror que has producido. A pesar de que me prometiste no hacer esas cosas en casa, nada te impide seguir seleccionando tus víctimas. Te encanta regalarme las joyas que llevaban puestas. Días después disfrutas viendo sus fotos en los periódicos. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Cada vez son más y todas siguen pareciéndose a mí.


Una vez te pregunté si serías capaz de hacerme daño. De acabar conmigo hasta quedar prácticamente irreconocible como haces con todas esas mujeres. No me respondiste, simplemente me besaste y me revolviste cariñosamente el pelo. La respuesta es que las matas para calmar las ganas que has tenido siempre de ocuparte de mí. ¿Cuántas mujeres han sufrido por mi culpa? ¿Cuántas familias hemos destrozado juntos en estos diez años?

Estas más harto incluso que yo de todo esto. Intentas reprimirte hasta que ya no puedes más y vuelves a hacerlo. Eso te da una paz que no puedes conseguir con nada más. Pero esa calma apenas te dura unos días. Luego te arrepientes, te culpas, te contienes y vuelves a obsesionarte. Necesitas seguir haciendo lo que haces. Es un bucle del que no puedes salir, yo soy la única que puedo pararlo. Y eso es lo que va a pasar esta noche.

Mientras estás envuelto en nuestro edredón de plumas, me giro hacia ti, espero unos segundos para asegurarme de que no te he despertado y saco la puntilla que había escondido debajo de la almohada. Me la regalaste las pasadas navidades, horrorizado por ver cómo chascaba las patatas con un cuchillo demasiado grande. La verdad es que es muy práctica y me gustó que te preocuparas por mí. La pequeña hoja resplandece a la tenue luz que se filtra por la ventana de nuestra habitación. Decidida, respiro hondo, aparto el nórdico de un tirón y te clavo el cuchillo en la garganta con todas mis fuerzas, lo saco y vuelvo a arremeter, esta vez en el pecho. Te remueves intentando protegerte pero te fallan las fuerzas. Un gorgoteo empieza a asomarse por tu garganta. Pronto te ahogas y te desplomas, inerte, en nuestra cama. Sigo clavando la puntilla unos segundos más hasta que me obligo a comprender que se ha terminado. Ya nunca volverás a hacerle daño a nadie.

Enciendo la luz de mi mesilla y te observo. Las sábanas se están encharcando de un líquido rojo y cálido que desprende un olor mucho más repulsivo de lo que nunca hubiera imaginado. Incapaz de soportar este horror, suelto la puntilla, me aparto de la cama y voy hacia el baño para vomitar violentamente. Cuando logro controlar las náuseas me lavo las manos con furia, me desvisto rápidamente y me meto en la ducha. Dejo que el chorro de agua casi hirviendo se lleve mis lágrimas durante unos minutos que se me hacen eternos. Habiéndome aseado considero que ya estoy preparada. Cojo el móvil, llamo a emergencias y en cuanto me saluda una voz joven y risueña le confieso que he matado a mi marido, el asesino de las joyas.


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