8 de noviembre de 2019

Ojos dorados

Otra vez esas bestias. Podía oír sus gritos. Cómo se organizaban para entrar en su hogar y robarle sus tesoros. El oro y las joyas que había acumulado a lo largo de toda una vida. Le habían costado sangre y dolor, no permitiría que nadie se los arrebatara, y mucho menos, esas sucias alimañas. “¿Es que nunca se cansarán? ¿Nunca pararán de acecharme? Estoy tan cansado…”. Agudizó el oído para hacerse una idea del tiempo que le quedaba antes del enfrentamiento. Los intrusos ya estaban cerca. Se desperezó estirando las extremidades, le pesaba todo el cuerpo. Sabía que debía recurrir a su furia interior para poder vencerlos, pero se sentía incapaz de encontrarla, como si la llama que la había alimentado tantas veces se hubiera apagado para siempre. Pensó en rendirse, y enseguida desechó la idea. Además estaba ella... Tenía que protegerla, se lo había prometido, le había dado su palabra.

La muchacha lo había sorprendido hacía ya varias noches, mientras dormía. Él se había pasado todo el día fundiendo anillos y collares para transformarlos en lingotes de oro, una tarea que lo dejaba especialmente exhausto. Apenas se había ocultado el último rayo de sol cuando se retiró a su lecho para caer en un profundo sueño. El sonido de una pila de monedas desparramándose por el suelo lo despertó, poniéndolo en alerta. Lo primero que pensó fue que un ladrón había logrado entrar en su hogar. Se levantó enfurecido, decidido a acabar con el intruso, y se dirigió sin hacer ruido hacia la sala principal. Como odiaba la oscuridad siempre dejaba antorchas encendidas en cada estancia, de manera que no le resultó difícil localizar al ladrón. Pero éste no tenía la pinta que él había esperado, se trataba de una niña. O eso le pareció, él no entendía de esas cosas.

La chiquilla tenía el pelo muy largo, de un color negro azabache y recogido en una cola alta que le caía hasta media espalda. Llevaba una capa de viaje de un tono indefinido, entre verde y gris, y unos pantalones de cuero curtido de un marrón oscuro. Lo que más le llamó la atención fueron sus ojos. Eran de un castaño muy claro, casi amarillento, o más bien, dorados. La curiosidad pudo más que el enfado y decidió observarla, oculto entre las sombras, aprovechando que ella aún no le había visto.
La joven avanzó por la amplia sala, hasta que se topó con una gran gema roja que descansaba, solitaria, en el suelo. La cogió con ambas manos y la levantó para inspeccionarla a contraluz. Se dispuso a guardarse la joya en uno de los bolsillos interiores de la capa de viaje, y en el último instante, cambió de idea y la dejó donde la había encontrado. No era una ladrona. Se dirigió hacia uno de los extremos de la sala y se sentó, apoyando la espalda contra una columna y rodeando sus piernas dobladas con los brazos. Hundió la cabeza en el hueco que quedaba entre su pecho y las rodillas, y empezó a sollozar.

Él trató de acercarse un poco más a ella, despacio, sin hacer ruido. A pesar de sus esfuerzos, no fue lo bastante silencioso, así que la muchacha pronto lo descubrió. Al verlo, se levantó e intentó retroceder tan rápido como pudo, pero se topó con la misma columna en la que había estado apoyada. Optó por quedarse quieta. Aunque se notaba que estaba asustada, le miraba directamente a los ojos, cosa que a él le extrañó y complació a partes iguales. Para demostrar que no quería hacerle daño, él se sentó, se replegó y bajó un tanto la cabeza, tratando de adoptar una postura menos intimidante. La niña empezó a hablar en un idioma que él no supo reconocer. Al comprender que no la estaba entendiendo, ella levantó las manos en señal de paz. Muy despacio, con movimientos suaves y sin darle la espalda, se acercó a un montón de monedas y cogió una. Él se removió, inquieto. Se obligó a esperar sin hacer nada, recordándose una y otra vez que la chiquilla no era una ladrona.

La joven volvió a colocarse delante de la columna, y se sentó de rodillas al suelo. Sujetando con fuerza la moneda, empezó a dibujar unos trazos que él pronto pudo reconocer. Primero escribió la palabra “huida”, la señaló y se señaló a sí misma dos veces. A él le extrañó que la muchacha supiera escribir palabras en su antigua lengua. Supuso que las habría sacado de algún libro y que no sabía ni cómo se pronunciaban. La niña continuó arrastrando la moneda contra el suelo, para dibujar una corona seguida de la palabra “unión”. Rodeó los nuevos trazos con el dedo y luego volvió a señalarse, negando con la cabeza. Viendo la cara que puso la chiquilla, él acabó de comprender lo que le estaba tratando de explicar. Dedujo que se había escapado de su familia para evitar un matrimonio concertado. No sabía si era una princesa o la querían casar con un príncipe, pero eso no importaba. Asintió con la cabeza para hacerle entender que la había comprendido. La joven borró lo que había escrito con la palma de la mano y escribió una última palabra “protección”. Lo señaló a él, luego a los trazos del suelo y, por último, a sí misma. La súplica que encontró en la mirada de la muchacha le hizo asentir lentamente. Decidió protegerla sin saber muy bien por qué. Sentía un extraño apego por ella. “Son sus ojos”, pensó, “esos ojos dorados…”.

Desde entonces se habían comunicado a través de la escritura. Él le había dado lápices y pergaminos en los que practicar, así como un libro con frases sencillas y muchas imágenes. A pesar de que les costaba comunicarse, le estaba cogiendo el gusto a su compañía. No se había dado cuenta de lo solo que se sentía hasta que la niña había aparecido.


El repicar de las armaduras cada vez más nítido lo devolvió a la realidad. Imaginar lo que esos monstruos le harían a la chiquilla si la encontraban, volvió a despertar algo en su interior. Era como una bola de calor que se originaba en su estómago, le subía por la garganta hasta encontrar el paladar y transformarse en algo parecido a un grito. Estaba preparado. Se aseguró de que la joven estaba escondida en lo que se había convertido en su habitación, y apagó casi todas las antorchas de la sala principal. Oculto entre las sombras, esperó.

Esta vez se trataba de un grupo de quince hombres, aunque para él solo eran bestias, alimañas, y por lo tanto, enemigos. Iban enfundados en pesadas armaduras de color gris mate, a juego con las grandes armas que ya habían desenvainado. Avanzaban con cautela, cuchicheando, asombrados por los tesoros que inundaban la estancia. Los observó mientras dejaban a un lado sus armas, se quitaban las capas para hacer una especie de sacos grandes y empezaban a llenarlos con joyas y oro. Se obligó a mantener la calma. Los rodeó lentamente deslizándose por detrás de las anchas columnas, hasta colocarse delante de la única entrada y, por lo tanto, de la única salida. Cuando se dieron cuenta de su presencia ya fue demasiado tarde. Alcanzó al que tenía más cerca y lo decapitó de una dentellada, tragándose la cabeza y dejando que el resto del cuerpo cayera al suelo, inerte. Disfrutó del sabor metálico, dándose cuenta de que lo había echado de menos. Un reguero de sangre le corrió cuello abajo, marcando los surcos que se dibujaban entre las escamas. Los demás intrusos reaccionaron con movimientos torpes, guiados por la improvisación y el miedo, más que por la destreza. Dejaron los sacos que habían estado llenando, cogieron sus armas y adoptaron una desorganizada formación de defensa. Se gritaban unos a otros sin que él comprendiera lo que estaban diciendo, a excepción de una palabra, “dragón”. “Sí. Temed al dragón que os va a fundir las entrañas”, pensó satisfecho. Estaba dispuesto a matarlos a todos. Habían osado adentrarse en su hogar y habían visto sus tesoros. Buscaran o no a la chica, ya no podía dejarlos marchar.

El grupo se replegó plantándole cara e intentando rodearlo. Él hacía lo posible por no perder a ninguno de vista, de manera que se movía constantemente de un lado a otro. Se dispusieron a atacarlo todos a la vez. De un cabezazo pudo detener a tres, lanzándolos por los aires un par de metros más allá, mientras que con una de las patas traseras aplastó a un cuarto. Notó cómo los huesecillos de la alimaña se le clavaban en la planta de la pata. Abandonó ese pensamiento y se puso otra vez en guardia. Aún quedaban diez enemigos, que arremetían contra él con todas sus fuerzas para intentar herirlo. Cambiaba de dirección tan rápido como le permitían sus pesadas piernas, pero no lo suficiente como para evitar recibir varios golpes. A pesar de que la mayoría de ataques rebotaban contra sus escamas, un par de filos lograron atravesarlas. Y aunque solo le provocaron cortes superficiales, el dolor hizo que gruñera con rabia. Eso fue suficiente. Lleno de ira, generó una gran bocanada de fuego que salió de sus fauces, alcanzando a dos de sus enemigos, y fundiendo un montón de monedas cercano. Un charco de oro burbujeante empezó a expandirse por el suelo, atrapando y quemando vivo a otro de los intrusos. Las vísceras de la alimaña tiñeron de rojo casi todo el charco, haciendo que pareciera lava.

Las bestias lo atacaban sin tregua, y él las esquivaba a un ritmo frenético. Apenas había tenido tiempo de arrancarse las dos espadas que le habían clavado, cuando lanzó otra llamarada. Esta vez logró abrasar a cuatro, las otras reaccionaron lo suficientemente rápido como para apartarse y redirigir el ataque. Él notaba cómo su corazón latía cada vez más rápido. Sus fuerzas empezaban a decaer. “Ya estoy viejo para esto”, pensó abrumado, “encender la llama me cuesta demasiado…”. Pronto notó un fuerte dolor en la espalda, y se dio cuenta de que le habían clavado una espada y un hacha entre las escamas. Dos de los enemigos que había tirado por los aires se habían recuperado y habían vuelto a la lucha, atacándole por sorpresa. Tenía a esos dos encima del lomo, hiriéndole una y otra vez, mientras que los otros tres se ocupaban de las patas traseras. Intentó librarse de ellos y solo consiguió patear a uno. En un intento desesperado por aplastarlos a todos, se dejó caer de espalda contra el suelo. Tres de las alimañas lograron esquivarle, y se alejaron rodando apenas unos metros. Antes de que él mismo pudiera levantarse, las que aún quedaban con vida ya se habían incorporado, y se lanzaron a su cuello con las espadas en alto. Las clavaron a tal profundidad, que se vieron arrastradas cuando él se giró, retorciéndose de dolor. Trató de levantarse, pero su cuerpo no le respondió. Estaba dolorido y exhausto. Notaba en su interior un frío que avanzaba imparable, dominando y paralizándole todos los músculos. Nunca había sentido nada parecido. Sintió miedo. Empezó a tiritar cada vez con más violencia, hasta que perdió el mundo de vista.


Una fuente de calor cercana le dio las fuerzas necesarias para abrir los ojos, como si tirara de él para sacarlo de la oscuridad en la que se había sumido. Logró enfocar la vista. Los tres enemigos que lo habían herido estaban tendidos en el suelo, delante de él. A uno le faltaba medio cuerpo, otro estaba calcinado y al tercero lo habían decapitado. Había sangre por todas partes. Confuso, apartó la mirada para localizar la calidez que aún sentía. Y allí la descubrió, viéndola como debería haberla visto desde el primer día. Reconociéndola y reconociéndose en ella. Esos ojos dorados, más grandes, brillantes y letales que nunca. La miró con gratitud. Y se abandonó al frío en paz, sabiendo, que por fin había encontrado a alguien que cuidaría sus tesoros.


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