19 de julio de 2020

El cielo, el Sol, la Luna y las estrellas

>> Relato seleciconado para la segunda edición de la antología Orgullo Zombi, disponible en Amazon, LEKTU y audiolibro.
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12 de enero de 2033
Hace cinco días que Olga se marchó. Discutimos y la mandé a la mierda. Espero que pronto se dé cuenta de que lo primero debe ser la supervivencia, por encima del amor. ¿Es que soy el único cuerdo que queda en este mundo?
No sé por qué he desenterrado este viejo diario. Supongo que la situación me ha recordado a los confinamientos de 2020 y 2021. Por aquel entonces apenas era un adolescente, y lo único que me preocupaba era que nos hicieran volver al instituto. Y que mantuvieran abierta la piscina comunitaria, eso también. Me importaban una mierda el COVID y las medidas de seguridad que había impuesto el gobierno. Hasta que mi abuelo lo pilló y nos dejó. Ahí empecé a entender que no somos inmortales y que esta funda blanda en la que habitamos es mucho más frágil de lo que parece. Ante esa certeza no supe con quién hablar, así que empecé a escribir en esta libreta roñosa. 
Ahora estoy incluso más jodido que entonces. No sé si escribir me va a servir de algo, pero al menos tú no me dirás que soy un cobarde, un egoísta y que nunca te he querido.

16 de enero de 2033
El teléfono de Olga ha dejado de dar tono. Quizás me ha bloqueado con alguna de esas apps de mierda que algún insensible ha creado sin saber lo que es estar preocupado por alguien. Por el canal de televisión en el que aún siguen emitiendo no paran de repetir que no salgamos de casa. Menudo consejo de mierda… Solo hace falta escuchar los gritos de la calle para saber que no hay que salir. 
Hace dos semanas que el ejército no trae comida y no sé hasta cuándo va a aguantar mi despensa. Suerte que fui previsor y llené la casa de conservas, comida congelada y, sobretodo, papel higiénico. Olga debería haberse quedado.

6 de febrero de 2033
Cuando empecé a ver stories de Instagram con imágenes de esos hijos de puta decidí que debía asegurar todas las ventanas del piso. Así que, a pesar de las protestas de Olga, las tapé una por una con estanterías, mesas, sillas… lo que encontré. Hoy un pequeño rayo de sol se ha abierto paso para posarse en mi frente y me he tirado una hora llorando. Quiero ver el cielo. Quiero ver el Sol, la Luna y las estrellas. Quiero que todo vuelva a ser como antes de que otro virus se les escapara y nos jodiera la vida.

7 de febrero de 2033
Tengo una resaca de mil demonios. Soy gilipollas.

14 de febrero de 2033
Esta mañana había algo en mi rellano. Me ha dado miedo acercarme para ver qué era pero te aseguro que había alguien arañando mi puerta. ¿Y si era Olga? ¿Y si se ha infectado?

23 de febrero de 2033
Por fin el ejército ha traído provisiones. Han venido un total de cinco personas y el que parecía el cabecilla del grupo se ha encargado de explicarme el sacrificio que han tenido que hacer para llegar hasta mí. No he sabido qué responderles. Siento que su compañero haya muerto pero es su trabajo protegernos. Alguien como yo no dudaría ni cinco segundos en la calle. ¿Qué esperan que haga? No creo que vayan a volver, así que me tocará calcular hasta cuándo puedo aguantar con la comida que tengo. No debería haber permitido que Olga se llevara el gato. Tú no viste la rabieta que se pilló... Y eso que entonces lo de comérmelo lo decía más bien en broma…
Por si te lo preguntas, NO. Los cabrones del ejército no han traído alcohol.

2 de marzo de 2033
Hace dos días que no funciona internet. Creo que lo han cortado. Y es jodidamente perfecto porque la semana pasada me cobraron la factura. Este es el tipo de compañías que nos han llevado hasta aquí. He intentado llamar al servicio técnico pero no contestan al teléfono. ¿Y quién iba a contestar? ¡Estamos en medio de un puto apocalipsis zombie! Digo yo que alguien debe de girar las facturas... Qué harto estoy de todo esto…

7 de marzo de 2033
Sigo sin internet y hoy también han cortado la luz. Espero que lo siguiente no sea el agua… No sé cómo coño voy a cocinar toda la comida que se empieza a estropear en la nevera y en el congelador. Casi puedo oír cómo empieza a pudrirse.

9 de marzo de 2033
Aunque casi quemo el piso entero, me las voy arreglando para que la comida no se eche a perder. Estoy quemando, ahumando y salando todo lo que puedo para que se conserve. Me da miedo abrir el congelador. A estas alturas debe ser todo agua.

11 de marzo de 2033
Mi estudio convertido en vertedero apesta de una forma que me remueve el estómago. Sigo sin abrir el congelador y creo que así se va a aquedar. Aún hay agua corriente y me quedan algunas latas en la despensa. He descubierto que si dejo el arroz o la pasta en remojo el tiempo suficiente también se deja comer.

15 de marzo de 2033
Los arañazos en la puerta han vuelto y esta vez me he obligado a acercarme. Por la mirilla he podido ver que se trataba de Olga. O lo que antes era Olga… Cuando la he visto he ahogado un grito dando un respingo y esa cosa se ha puesto como loca. Ha empezado a chillar y a golpear la puerta con la cabeza. Me he asustado y me he alejado corriendo para encerrarme en el baño.


20 de marzo de 2033
Es la segunda vez que intento suicidarme. Ayer me tragué todos los medicamentos que tengo en casa y solo he conseguido cagarme encima mientras vomitaba. Nunca había tenido la cabeza metida en el váter durante tanto tiempo, ni siquiera al principio de toda esta mierda, cuando intenté matarme a base de whisky. Esta mañana me he despertado con una sensación tan espantosa que no sé ni cómo describírtela. A ver cómo coño limpio el desastre que he dejado en el baño… debí hacerle caso a Olga y alquilar ese apartamento de la zona alta con dos aseos. 
Qué mierda todo.

1 de abril de 2033
Olga ha vuelto otra vez. Aunque no me atrevo a acercarme a la puerta, sé que es ella. ¿Y si el otro día se alteró tanto porqué me reconoció de algún modo? ¿Crees que aún le queda algo de humanidad? ¿Viene aquí casi cada día porqué quiere estar conmigo o porqué sabe que hay comida?

6 de abril de 2033
A pesar de que me repito una y otra vez que para Olga solo soy un cerebro vivo al que hincarle el diente, no puedo evitar pensar que quizás haya algo más. ¿Tan malo sería volver a su lado?


11 de abril de 2033
Han cortado el agua. Tengo un par de cubos llenos de pasta y arroz en remojo pero no sé qué coño voy a hacer ahora.

17 de abril de 2033
El congelador ha reventado y se ha desparramado toda el agua que contenía. El olor que sale de la cocina es nauseabundo. Y la sed que tengo hace que la situación sea todavía más grotesca.

19 de abril de 2033
Esta tarde me he tirado dos horas con un cuchillo en la mano observando las líneas azules que recorren mis brazos. En las películas todo parece tan fácil… Olga tenía razón, soy un puto cobarde.

23 de Abril de 2033
Llegados a este punto solo veo un modo de volver a vivir. Quiero ver otra vez el cielo, el Sol, la Luna y las estrellas. No sé si después de esto aún querré ver los astros, ni siquiera si sabré lo que son. En realidad lo que tengo que hacer es sencillo. En realidad, solo tengo que abrir la puerta y, como siempre, Olga hará el resto.


1 de julio de 2020

La caja de Pandora

Todo el mundo sabe que en el funeral de un mago se desborda todo menos la pena, y aunque Yirel conocía aquél dicho, eso no la preparó para lo que se encontró en el piso que aún era de su tío. De pie en el rellano con las llaves en la mano, se detuvo unos instantes para pensar si debía o no entrar, pero antes de que acabara de decidirse, la puerta se abrió bruscamente y unos largos tentáculos tiraron de ella obligándola a cruzar el umbral. Estaba dentro y no podría salir de allí hasta el amanecer, o hasta que la despensa de objetos mágicos de su tío quedara vacía, lo que pasara primero.

Aturdida por el espectáculo de luces que alguien había conjurado en el techo del abarrotado comedor, trató de abrirse paso hasta la cocina para servirse un vaso de agua. Apenas logró dar dos pasos antes de que la empujaran en la dirección contraria. Cuando quiso darse cuenta estaba en medio de un corrillo de jóvenes que se entretenían jugando a “Información o transformación”. Uno de ellos tenía las orejas tan grandes que podría haber salido volando por la ventana más próxima, mientras que a otra le habían hinchado los pechos exageradamente. Poniendo los ojos en blanco, esquivó un hechizo que le hubiera dejado la lengua como la de un oso hormiguero, y se alejó de allí tanto como pudo. Hasta que se paró para observar a su alrededor en busca de Kalep.

De repente alguien chocó contra su espalda, tirándole un buen chorro de algún líquido que pronto le mojó el culo. Se giró malhumorada para ver quién había sido, y descubrió que se trataba de Nadia, la hechicera con la que últimamente iba su amigo Kalep.
–¡Perdona! –grito la chica para hacerse oír por encima de la multitud.
–No pasada nada… –le respondió ella disimulando su enfado.
Yirel pasó su mano por los tejanos mojados, secando la tela azul centímetro a centímetro. A pesar de que aquello no quitaría la mancha, al menos no tendría que ir con el culo mojado toda la noche. Ignorando que Nadia tenía los ojos hinchados y enrojecidos, le preguntó por su amigo.
–¿Dónde está Kalep?
La joven contrajo la cara en un gesto de rabia, y se llevó el tarro que tenía en la mano medio vacío a los labios. No respondió hasta haberlo vaciado del todo.
–¡Ahí lo tienes! –Exclamó con desdén señalando a lo lejos con la barbilla.
Mirando hacia el lado que Nadia había señalado, encontró a un lobo montando a una oveja, en un rincón bastante bien iluminado. Aquello era típico de Kalep. Y aunque empezó a negar con la cabeza con desaprobación, no pudo evitar que una sonrisa se le escapara. Se volvió hacia Nadia para tratar de excusarse, y la encontró mirando a la nada, con los ojos velados y una expresión bobalicona en el rostro. “Cuánto mal han hecho las pociones Resbalatodo”, pensó.

Dirigiéndose hacia su tía, la “bar-bruja” que llevaba toda la noche removiendo por turnos diez pequeños calderos burbujeantes, le llamó la atención una figura encapuchada que estaba entrando en el comedor. Venía del pasillo que daba a las habitaciones y parecía llevar la misma trayectoria que ella. “¿Cómo ha entrado ahí?”, se preguntó Yirel, “Esa zona debería estar sellada…”. Aceleró el paso apartando la gente a codazos con urgencia. No tardó en alcanzar a la figura por detrás y retirarle la capucha de un tirón. El hombre de pelo oscuro se volvió hacia ella para ver quien había tenido la osadía de tocarlo. Y cuando Yirel vio su rostro, se le heló la sangre en las venas. El hombre aprovechó la confusión de la joven para alejarse rápidamente, entendiendo que lo había reconocido, pero Yirel reaccionó y enseguida se lanzó a perseguirlo.


Lith, la tía de Yirel, no tardó en darse cuenta de que algo no iba bien. Intentó localizar a su sobrina escrutando la sala, y en su lugar encontró a alguien que la dejó totalmente fuera de combate. Se trataba de su difunto marido Edmon. “No puede ser, es imposible… A menos que…”, pensó la mujer frenéticamente, atando cabos. Sin preocuparse de lo peligroso que era realizar la traslación en un espacio cerrado abarrotado de gente, susurró unas palabras en lengua arcana y apareció justo delante del impostor, empujando bruscamente a una pareja que se estaba besando con pasión. Sin preocuparse de las quejas de los enamorados, Lith cogió del brazo a aquella abominación y lo zarandeó bruscamente acercándose a su rostro.
–¡Esta cara no es tuya! ¡¿Qué más quieres?! ¡¿Qué haces aquí?!
El hombre trató de liberarse de la bruja, girándose con fuerza. Justo en ese momento Yirel los alcanzó.
–¡No tienes escapatoria! –chilló la joven.
Viéndose acorralado, el hombre sacó de debajo la túnica una pequeña caja oscura y la alzó en alto para que sus captoras la vieran. Yirel no reconoció el objeto, pero Lith palideció y le soltó.
–Está bien. ¿Qué quieres? –le preguntó la bruja con rabia.
Antes de que él respondiera, Yirel lo atacó lanzándole un hechizo paralizante que afectó también a los dos chicos que el hombre tenía detrás. Incapaz de controlar su cuerpo, el impostor soltó la pequeña caja oscura, que se precipitó hacia suelo. Solo los rápidos reflejos de Lith impidieron que ésta cayera y se hiciera pedazos. La bruja se dio de bruces contra la superficie de piedra pulida, y Yirel la ayudó a levantarse. Para cuando volvieron la atención hacia el intruso éste ya había desaparecido. No lo encontraron vaciando la sala a golpe de portal, ni tampoco rato después, tras inspeccionar todo el piso. El sol despuntaba cuando se rindieron y se dejaron caer, exhaustas, en el gran sofá que dividía el comedor en dos.

–¿Qué es lo que ha pasado? –preguntó Yirel tratando de contener las lágrimas.
–Si supieras… –empezó su tía con un suspiro –alguien quiere robar la caja de Pandora… y si lo consigue… –Lith levantó la caja oscura que aún sostenía entre sus manos–  bueno, es mejor que no lo consiga…
–Era él…
–No. Solo llevaba su piel.

14 de junio de 2020

Tiris

Cuando Tiris paseaba por el mercado de la gran ciudad de Bridan todo el mundo se fijaba en ella. Le pasaba ya de niña, años atrás, y ahora que era una mujer a punto de desposarse era aún peor. Su futura suegra siempre le decía que su larga melena azabache y sus preciosos y grandes ojos redondos levantaban las pasiones del pueblo. Ella sabía que en realidad siempre la habían rechazado porque, simplemente, era diferente. Una extranjera. Tiris se había pasado la vida tratando de pasar desapercibida, pero el destino la obligaba a ser el centro de atención una y otra vez.

Todo empezó el día en que sus padres firmaron la paz con el pueblo blando. El palacio del rey Rakner se llenó de los que ciclos atrás eran sus enemigos. Y recelosos como solo el pueblo blando puede ser, exigieron un enlace nupcial para aceptar la tregua. Cuando Tiris fue elegida de entre las numerosas hijas de Rakner se esforzó por aparentar que se sentía afortunada. Aunque la cruda realidad fuera que su propio padre la había seleccionado para mandarla como rehén a una tierra extraña. Y que su madre, la altiva reina Shuu, no pudiera contener las lágrimas el día que se la llevaron no ayudó a mejorarlo. Al despedirse, la mujer le dijo que nunca olvidara quién era ni de dónde procedía, y Tiris se repitió esas palabras mientras dejaba atrás la cordillera que delimitaba su hogar.

A pesar de todo, la vida en Bridan resultó más agradable de lo que Tiris había imaginado. Su futura suegra se esforzaba por ser lo más parecido a una madre que podría tener en aquel lugar y había forjado una cierta amistad con el  príncipe que pronto sería su esposo. Todos en el palacio la trataban con amabilidad, pero detrás de sus sonrisas y en el fondo de sus miradas Tiris distinguía algo más, una sombra que le recordaba constantemente que ella no pertenecía a aquel mundo. Y esa sombra se volvía mucho más densa y evidente cuando se trataba de sus futuros súbditos. Al principio Tiris pensó que era normal que la trataran con desconfianza, ya que ella tampoco se sentía cómoda entre esas gentes. Ahora sabía que por más que pasaran los años la sombra no desaparecía.

Una noche cualquiera la despertó el gran revuelo que se había formado en los pasillos de palacio. Envolviéndose en su capa salió de su habitación aún medio dormida y tuvo que apartarse para no chocar contra un sirviente que corría hacia la alcoba de los reyes. Restregándose los ojos con ambas manos, siguió sus pasos sin prisa, hasta cruzar el umbral de la majestuosa puerta que separaba el pasillo del dormitorio de sus futuros suegros. Una vez dentro, un grito desgarrador hizo que se detuviera. La habitación estaba repleta de gente y aunque Tiris intentó hacerse a un lado para que nadie se fijara en ella, una acusación se lo impidió.
–¡Tú! –gritó la regente con los ojos desorbitados y dirigiendo un dedo acusador hacia ella.
–Mamá, por favor, Tiris no tiene nada que ver… –intercedió el príncipe recorriendo la corta distancia que lo separaba de su madre para abrazarla. La mujer rompió a llorar nerviosamente.
Tiris no comprendía lo que había pasando, hasta que la reina se apartó de su lecho y pudo ver cómo las sábanas de seda blanca se habían teñido de un rojo oscuro. El rey yacía inerte en la cama con el cuello rajado. Alguien había tenido el detalle de cerrarle los ojos.

Casi todos los presentes dirigieron su mirada acusadora hacia la joven extranjera. Asustada, Tiris se dispuso a justificarse, pero sabiendo que no le serviría de mucho, deshizo sus pasos hacia el pasillo y se encerró en su habitación. Debía esforzarse por mantener la calma y pensar muy bien lo que haría a continuación. <<No olvides quién eres ni de dónde procedes>>. Las palabras de su madre volvieron a su mente y no le costó mucho decidir que debía huir. 


Así que abrió con impaciencia el baúl que tenía a los pies de su cama, sacó la ropa con la que había llegado a la capital hacía ya seis años y se vistió comprobando que aún le valía. Sin tiempo que perder, se descolgó por un árbol que quedaba delante del balcón de su habitación y se escurrió por el gran jardín real. Sabía que el príncipe iría a su habitación tarde o temprano para ver cómo estaba, así que no tenía mucho tiempo antes de que ordenaran su detención. A pesar de que era inocente, sabía que de ningún modo lograría convencer al pueblo blando.

Como la muerte del rey aún no había trascendido, pudo salir sin problemas hacía el casco antiguo de la ciudad, y también más allá de las murallas que la rodeaban. Cuando por fin se permitió detenerse unos instantes, agotada, ya era prácticamente de día y un profundo valle se abría ante ella. Sin demorarse demasiado, enseguida reemprendió la marcha y aún continuó huyendo durante tres jornadas más. Hacía el atardecer del cuarto día por fin llegó al otro extremo del valle y enfiló el camino hacia lo que le había parecido la más alta de las montañas que lo rodeaban. Siguió un estrecho camino que subía por esa pronunciada pendiente, hasta que encontró una abertura en la roca que se abría a su derecha. Tuvo que pensárselo un par de veces antes de entrar. No le gustaba la idea de meterse en el primer agujero que había encontrado, pero necesitaba desesperadamente descansar un poco y aquél no parecía un lugar en el que buscar a una princesa. Así que se detuvo, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la veía y se adentró por un túnel que parecía no tener fin.

A cada metro que recorría el terreno se hacía más escabroso y la temperatura ascendía hasta hacer que le faltara el aire y se le perlarla la frente. Justo cuando empezaba a plantearse dar media vuelta, le pareció ver una tenue luz, así que decidió seguir adelante. Tuvo que caminar aún un buen rato antes de llegar a una gran caverna. Había varias antorchas que iluminaban el lugar y lo que encontró la sorprendió tanto que se quedó paralizada unos instantes. La estancia estaba llena de tesoros. Montones de monedas de oro se alzaban allá donde mirara y había varios cofres rebosantes de gemas preciosas, perlas y joyas. Avanzó unos pasos para coger una gema roja y la inspeccionó a contraluz. El tacto frío de la piedra entre sus cálidos dedos la trasladó muy lejos de allí, más allá de los bosques de Gornik, del mar Pétreo y de la Costa Oscura. La interminable cordillera que protegía el majestuoso palacio del rey Rakner se dibujó nítidamente delante de ella. Su hogar. Sus padres tenían una estancia muy parecida a esa, donde guardaban sus mayores riquezas. Toda la añoranza que había estado reprimiendo durante esos años la asaltó de repente. Soltó la gema que había estado aferrando en su mano, se derrumbó delante de una columna y empezó a sollozar.

Alertada por un movimiento cercano, levantó la cabeza moqueando y miró a su alrededor. Lo describió medio oculto entre las sombras y supo que debía de llevar un buen rato observándola. Se levantó tan rápido como le permitieron sus piernas e intentó retroceder, pero la columna en la que había estado apoyada la detuvo bruscamente. A pesar del miedo que la invadió, sus grandes ojos dorados adquirieron un brillo especial, casi resplandeciente. Se sintió aliviada al pensar que, quizás, por fin había encontrado su lugar.


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¿Quieres saber cómo continúa la historia de Tiris? Pues aquí te dejo el enlace del primer relato que publiqué en este blog “Ojos dorados”.

25 de mayo de 2020

Celeste

Estaba tan nerviosa que no podía dormir y el calor que hacía no ayudaba en absoluto. Volví a mirar la esfera luminosa que llevaba en la muñeca, para comprobar que ya había pasado otra hora dando vueltas en la cama. Mi almohada estaba empapada y la ancha camiseta que llevaba a modo de pijama empezaba a pegarse a mi piel. Decidí levantarme y darme una ducha bien fría, mientras intentaba no pensar en el algoritmo que se estaba ejecutando en mi seminuevo y recién adquirido ordenador. Me dispuse a lavarme el pelo y me di cuenta de que ya empezaba a tener melena, a pesar de que cuando vine a vivir a California me lo había cortado mucho. Sonreí al pensar lo que hubiera opinado mi madre de haberme visto recién salida de la peluquería, “lo llevas como un chico”, me hubiera reprochado sin más.

Dejé que el agua helada recorriera mi cuerpo unos minutos, ignorando las mil agujas imaginarias que sentía clavándose en mis brazos y mis piernas. Cuando terminé me envolví en la gran toalla azul que había colgada a mi derecha, y apenas pude esperar a secarme del todo para salir del baño y acercarme a mi escritorio. Una vez delante de la ancha pantalla, cogí el ratón y lo moví tres veces de un lado al otro. Una fuerte luz blanca me iluminó el rostro y enseguida pude ver cómo el contador seguía avanzando. Para mi alivio no se había producido ningún error.

Respiré hondo, tiré la toalla al suelo y me puse una camiseta de tirantes ajustada y unas bragas cómodas. Me metí de nuevo en la cama sin dejar de pensar en que mañana sería uno de los días más importantes de mi vida. “Pero solo si el algoritmo de búsqueda está bien”, me recordé. Me lo jugaba todo a una sola ejecución y esa falta de control me ponía de los nervios. Llevaba semanas perfeccionando el algoritmo añadiendo parámetros, ajustando constantes y minimizando el margen de error. Me había quedado sin tiempo y tenía que presentar los resultados o todo el trabajo que había hecho durante ese año no serviría para nada.

Con cada nueva versión mejorada, el algoritmo tardaba aún más en ejecutarse. Había calculado que esa vez, con el nuevo ordenador a pleno rendimiento, necesitaría veintinueve horas, treinta minutos y cuarenta segundos. Esperaba, o más bien necesitaba desesperadamente, que no hiciera falta mucho más tiempo. Si todo iba bien acabaría hacia las ocho de la mañana, que en París serían las cinco de la tarde. El plazo se cerraba a las seis, así que no tenía mucho margen. Intenté tranquilizarme repitiéndome que todo saldría bien, aunque no me podía permitir creérmelo del todo. Al final decidí poner un documental sobre tiburones y la gran barrera de coral para distraerme, y al cabo de poco, me dormí sucumbiendo a la voz grave, sosegada y profunda del narrador. Siempre funcionaba.


A la mañana siguiente abrí los ojos antes de que sonara el despertador. Sin tiempo que perder, salté de la cama y me acerqué a mi mesa de trabajo para mover el ratón frenéticamente mientras la pantalla del ordenador se encendía. Al ver que la ejecución se había completado sin errores ni avisos, pegué un salto mientras chillaba de emoción. Menos mal que estaba sola. Abrí el informe de resultados que se había autogenerado dirigiéndome directamente al final de todo: solo quería ver si había un uno. Lo había. Pegué otro salto y le di al botón de enviar resultados. Ya estaba, lo había conseguido.

Feliz como hacía años que no me sentía, me preparé un café largo con la leche bien fría y me senté delante del ordenador rodeado la taza con ambas manos. No podía parar de felicitarme mentalmente una y otra vez por lo que había hecho; había descubierto un planeta, no era para menos. Mi algoritmo había analizado una cantidad ingente de imágenes del espacio, había descartado millones de millones de cuerpos celestes y había encontrado un planeta que, por sus características, era candidato a albergar algún tipo de vida. No podía estar más emocionada, mi tesis doctoral se escribiría sola.

Recordé con cariño las innumerables horas que había pasado de niña mirando al cielo, buscando algo que nadie más hubiera visto antes en medio de esa imponente oscuridad. Entonces soñaba con ponerle mi nombre a un planeta, ahora quería ponerle el de mi madre, a la que tanto echaba de menos. Me emocioné. Sabía que ella hubiera estado orgullosa de mí. Aunque hubiera tenido que explicarle un par de veces cómo se puede descubrir un planeta desde un ordenador, sin ni siquiera mirar por la ventana.

En apenas media hora un agudo pitido interrumpió mis pensamientos. Había un nuevo correo electrónico en mi bandeja de entrada. Al ver que se trataba del Departamento de acciones colaborativas de la Agencia Espacial Europea, lo abrí al instante y lo leí ansiosa. El email empezaba agradeciéndome haber participado en la campaña. Al parecer éramos 93 los usuarios que habíamos mandado resultados válidos, desde diez países europeos distintos.

Pero mi alegría inicial se extinguió tras leer el párrafo siguiente. Tuve que releerlo dos veces más para asimilar lo que decía. Habían detectado que mis resultados se habían mandado desde San Francisco, California, por lo que no podían aceptarlos aunque fueran prometedores. Los tratados internacionales les prohibían utilizar resultados procedentes del exterior de la Unión Europea, así que habían procedido a eliminarlos. Sin más, se despedían agradeciéndome mi esfuerzo y animándome a seguir participando en la comunidad científica.

Me levanté sin poder contenerme. Cogí el teclado que tenía delante con fuerza y lo golpeé contra la pantalla con tanta rabia, que se le saltaron las teclas.

10 de mayo de 2020

Annabella

Había tenido un día horrible y la discusión con Jaime no había ayudado, pero por fin estaba en casa y era viernes. Se quitó el sujetador que se le había estado clavando en el costado, se desmaquilló y se recogió su larga e indomable melena castaña en un moño. Mientras se miraba en el espejo repasando las marcas de cansancio en su rostro decidió que se daría un baño. Abrió el grifo de manera que saliera el agua lo más caliente posible y puso el tapón en su sitio. Se desnudó rápidamente y se metió dentro de la bañera, dejando que el agua humeante deshiciera sus preocupaciones. Pronto la invadió una profunda sensación de sueño.

Considerando que la bañera ya estaba lo suficientemente llena, cerró el grifo con el pie, se sumergió hasta la cabeza y volvió a emerger a la superficie para cerrar los ojos y tratar de dejar la mente en blanco. Se concentró en su respiración, esforzándose por reducir su ritmo cardíaco. De repente una imagen azotó su mente. Era una chica joven con el labio partido que lloraba desconsoladamente. La imagen era tan nítida que parecía que la tenía delante. Y cuando la chica levantó la cabeza y la miró, le dio un vuelco el corazón. Sobresaltada, se incorporó chapoteando con manos y pies, mojando las baldosas del suelo del pequeño baño y mirando a su alrededor frenéticamente. Tras comprobar que estaba sola se obligó a calmarse, repitiéndose varias veces que solo había tenido una pesadilla.

El resto de la tarde transcurrió con normalidad y cuando se metió en la cama estaba tan cansada de toda la semana que se durmió enseguida. A la mañana siguiente se despertó habiendo dormido más de siete horas, lo que consideró todo un logro. Sin prisa, se desperezó y se dirigió hacia la cocina para servirse un buen baso de zumo de naranja con limón. Se sentía tan bien que decidió mandarle un mensaje a Jaime pero cuando cogió el móvil vio que él se le había adelantado. En la pre visualización del texto pudo leer que  Jaime le pedía perdón y la invitaba a cenar en su casa esa misma noche “para compensárselo”. Con una gran sonrisa en el rostro, Anna le respondió que aceptaba encantada la invitación y que llevaría algo especial para la ocasión.

Tras recoger un poco el piso y poner una lavadora, Anna se enfundó en sus mallas de yoga rojas sin costuras y extendió la esterilla negra que siempre tenía a mano en el comedor. Como se sentía llena de energía decidió hacer una sesión muy dinámica, tras lo cual se estiró para hacer los diez minutos de relajación final. Se tapó con la manta que había preparado, se acomodó el cojín debajo de la cabeza y cerró los ojos concentrándose en respirar lentamente. Despacio, como le habían enseñado en clase, empezó a llevar la atención a las distintas partes de su cuerpo, imaginando cómo éstas se iban destensando: la cabeza, la frente, la mandíbula… hasta llegar a la punta del pie derecho. Y cuando se disponía a devolver el movimiento a sus extremidades para terminar la práctica, un rostro empezó a dibujarse delante de sus párpados cerrados.

Se traba de la misma chica que había visto la tarde anterior, y de la misma escena. La joven lloraba desconsoladamente mientras ella la observaba. Se fijó en sus rasgos. Había algo en ella que hacía que le resultara familiar, como si ya la conociera. Se fijó en las marcas que tenía en la muñeca derecha y en el moratón que asomaba por la abertura del cuello de su camiseta. De repente la joven se secó las lágrimas con ambas manos y alzó la cabeza, dirigiendo sus hinchados y enrojecidos ojos hacia ella.
–Anna… no tengas miedo –empezó la joven–. Tengo que decirte algo…
Anna estuvo tentada de abrir los ojos y levantarse de un salto, pero se obligó a mantener la calma. Aquello era muy real, no podía haberse quedado dormida otra vez.
–Anna… –repitió la chica de los ojos hinchados–. Anna, si duele no es amor. Él no te quiere.
Ante aquellas palabras Anna notó cómo sus ojos se veían desbordados por las lágrimas que pronto empezaron a precipitarse por sus mejillas. Perdiendo la concentración vio cómo la imagen de la chica empezaba a desvanecerse. Abrió los ojos esperando encontrarla y al descubrir que estaba sola, reprimió un grito en su pecho.
–Espera… –musitó.

Le costó varias horas recuperarse del encuentro. No entendía lo que había pasado y dedicó un buen rato a darle vueltas. O quizás lo entendía demasiado bien y ese era el problema. A media tarde recibió una llamada, precisamente, de la única persona a la que siempre le cogía el teléfono. Y esa vez no se vio capaz de hacer una excepción.
–Niña, ¿estás bien? –le preguntó Luisa, su abuela, a modo de saludo.
Anna se obligó a concentrarse en la conversación, aunque su mente trataba tozudamente de volver una y otra vez al encuentro que había tenido hacía unas horas.
–Sí… –respondió con un hilo de voz.
–Anna, no me mientas.
–¿Por qué me has llamado? –quiso saber Anna reaccionando de repente.
–Creo que has conocido a… alguien…
–Abuela, no entiendo lo que está pasando –confesó la joven empezando a llorar.
–Ay mí niña…
Ante el silencio de Anna, Luisa continuó.
–Las mujeres de nuestra familia tenemos una conexión muy fuerte…
–¿Una conexión?
–Es mejor que nos veamos en persona para hablar de esto.
–No. Necesito respuestas ahora –afirmó Anna sorbiéndose la nariz.
–Está bien… digamos que las mujeres Bentt compartimos un espacio de consciencia.
–No te entiendo…
–Nuestras antepasados pueden comunicarse con nosotras. Si se dan determinadas circunstancias. Y si es necesario.
–¿Quieres decir que la chica que he visto es una familiar nuestra?
–Es Annabella, mi madre –respondió Luisa adoptando un tono más serio.
–Ella no… Ella está… Yo…
–Anna, tenemos que hablar de todo esto. En persona.
–Sí…
–¿Cuándo podemos vernos? 
–No lo sé, yo…
–Está bien, ven cuando estés preparada. Pero prométeme que no te verás con él.
 –No sé de quién me hablas –respondió Anna sin saber muy bien de dónde había salido aquella mentira.
–Sí que lo sabes. Niña, sé lo difícil que es. No es culpa tuya. Todo irá bien…
–Te quiero abuela.
Anna colgó el teléfono sin esperar a recibir una respuesta. La estaban obligando a tomar una decisión imposible. Su teléfono móvil empezó a parpadear. Era Jaime mandándole mensajes, preguntándole qué estaba haciendo y exigiendo saber por qué no le contestaba.

19 de abril de 2020

Dunas de sal

<<Tengo miedo. No se habla de otra cosa en el poblado y yo todavía no comprendo qué es lo que va a suceder. Los mayores llevan ciclos comentando con emoción que el gran día está cerca. Alguien mencionó una tormenta, una tempestad, el renacer... ¿Qué aguas significa eso? Sé que soy muy joven, no llego ni a las diez vueltas de edad, aun así estaría bien que alguien se molestara en explicarme qué es lo que está ocurriendo y qué nos espera. El cielo amanece cada día más oscuro. La suave brisa que apenas lograba empujar los granitos de sal del desierto que nos rodea, se ha convertido en un traicionero y enfurecido viento que transforma el paisaje a su paso. Sí, tengo miedo. Y nadie quiere contarme qué es lo que va a pasar.>>
Diario de Alha’r


Comerciar con el pueblo de sal nunca fue fácil, pero desde hacía un par de meses se había vuelto una tarea especialmente complicada. Estaban ausentes, distraídos, sus preciosos cristales ya no relucían como antes y, ni siquiera mostrando interés por alguna pieza, intentaban convencerte de que la compraras. Sabía que algo les pasaba. Intrigada, saqué el tema con Rala’h en cuanto tuve ocasión. Él se limitó a decirme que había cosas que un humano nunca podría entender. Y aunque en el fondo yo sabía que tenía razón, me enfadé tanto con él que lo eché de mi cama a golpe de insulto. Al cabo de unos días, convencida de que intentar de nuevo hablar con el testarudo de mi amante no serviría de nada, decidí romper la promesa que le hice cinco años atrás. Y una tarde, mientras los rayos de sol empezaban a desaparecer por el horizonte, lo seguí después de que abandonara su tenderete, escurriéndome entre las sombras.


Caminamos toda la noche, y también al día siguiente y al otro, atravesando el desierto de Klyani. Hacia el mediodía de la cuarta jornada, el paisaje cambió. De repente, me di cuenta de que la arena se había vuelto mucho más fina y blanca. Una oscuridad nos envolvió. El cielo se había llenado de unas nubes tan negras, que casi se habían tragado por completo la luz del sol. Seguí los pasos de Rala’h, que se perdió por la cresta de una gran duna. Y justo cuando, entre jadeos, logré alcanzar la cima, la sal empezó a moverse violentamente bajo mis pies. Tratando de agarrarme a algo inexistente, resbalé y caí de espaldas. Intenté levantarme, pataleando y hundiéndome todavía más en la sal. Hasta que me di cuenta de que me estaba precipitando hacia el fondo de la duna, donde un agujero sin fondo me esperaba para engullirme. Cerré los ojos y me tapé la cara con las manos para protegerme del polvo que mis esfuerzos por escapar estaban levantando. Tras lo que me pareció una eternidad, aterricé de culo sobre un duro suelo.

Abrí los ojos y no pude creer lo que estaba viendo. Rala’h me había contado muchas veces cómo era el lugar donde vivía, pero aquellas confesiones de alcoba no estaban a la altura del paisaje que tenía ante mis ojos. Había imaginado un poblado lleno de cabañas con algún adorno o detalle de marfil. Nada más lejos de la realidad. Las estructuras que observaba, asombrada, estaban hechas de la misma sal que me había arañado brazos y piernas. Eran auténticos castillos. Una ciudad repleta de torres, bóvedas, cúpulas y arcos que relucían incluso con la ínfima luz que se colaba entre los nubarrones que cubrían el cielo. Las paredes lanzaban destellos azules, lilas y grises. La presencia de semejante belleza me conmovió tanto, que una lágrima se me escapó mejillas abajo.

Estaba tan concentrada en capturar cada detalle de aquella impresionante visión, que no me di cuenta de que Rala’h me había descubierto. Solo me percaté de su presencia cuando unos granulados dedos se cerraron entorno mi muñeca, sujetándola con fuerza.
—Por todas las aguas, ¿qué haces tú aquí? —me preguntó, molesto, Rala’h.
—Yo…
—¡Me lo prometiste!
—¡Te pasa algo y no querías contármelo! —le reproché sin poder mirarlo a los ojos.
—¡Humanos! —espetó con desdén—. ¡Siempre os metéis donde no os llaman!
Liberándome con un movimiento brusco de la mano que había pasado a agarrarme el brazo, no pude contener las lágrimas, ni tampoco el agudo chillido que se precipitó por mi garganta.
—¡No te preocupes! ¡Si tanto me desprecias, ya me voy!
—Tú no vas a ninguna parte.
—No te atreverás a…
—No es eso —se apresuró a aclarar Rala’h—. Has elegido el peor día para venir. La peor noche de todas.
 —¿Por qué? —pregunté de malas maneras, cegada por la rabia que sentía.
—Va a llover. Mucho. Como nunca antes hayas visto.
 —¿Y?
—¿De verdad tengo que explicártelo?
Ante mi silencio, Rala’h suspiró, tratando de encontrar las palabras adecuadas para contarme lo que a él nunca le habían explicado. Asustado e incómodo a partes iguales, solo logró musitar mi nombre.
—Nath…
No me hizo falta más, entonces lo entendí.
—¿Qué hago? ¿Qué va a pasar? —quise saber angustiada.
—Quédate conmigo.

Lo hice. Estaba aterrada, pero era lo único que podía hacer por él, no dejarlo solo. Lo seguí hasta su torre, subí las escaleras y atravesé los umbrales que nos llevaron a su alcoba. Me quedé de pie, temblando, mirándolo mientras se tumbaba en la cama. Me uní a él para abrazarlo con todo el cuerpo, como había hecho tantas otras veces. Y el miedo a lo que estaba  a punto de pasar hizo que lo viera como si fuera la primera vez. Recorrí su espalda con las manos, descubrí de nuevo sus curvas y me centré en la calidez que desprendía su cuerpo. Era un ser del desierto, recordé, y como tal, llevaba el fuego del desierto en su interior. Quizás eso lo salvaría. Tal vez aún había esperanza.

Permanecimos abrazados hasta que vino la tormenta y el mundo se volvió una maraña de truenos, rayos y ráfagas de agua. Me quedé con él mientras el techo se deshacía sobre nuestras cabezas, y aún incluso cuando las gotas de agua empezaron a mojarme la cara, mezclándose con mis lágrimas. Seguí aferrándome a él, aunque se desvanecía entre mis brazos, que no tardaron en quedar completamente vacíos. Se me escapó un “te quiero”, pero ya era demasiado tarde. Después de eso se deshizo la cama, los umbrales, las escaleras e, incluso, la torre entera que nos había dado cobijo. Todo a mí alrededor se derrumbó en medio del ruido ensordecedor de la tormenta. Y, a la vez, en medio del silencio de un pueblo que estaba siendo aniquilado. No oí ni un grito. Y ese vacío hizo que me sintiera todavía más sola.

Llovió toda la noche sin tregua. Cuando por fin paró, fui incapaz de moverme hasta que noté la sal endureciéndose sobre mi piel. Las nubes se habían retirado y el sol empezaba a asomarse por el horizonte. Pronto sentí una agradable calidez en las mejillas, me obligué a levantarme y a caminar por el largo camino fangoso que la tormenta había dejado. A pesar de que no sabía hacia donde me dirigía, no dejé de caminar hasta que el sol estuvo muy alto y llegué a una amplia explanada. Se encontraba a las afueras de lo que había sido la ciudad, y estaba repleta de una especie de columnas de sal que se alzaban hacia el cielo sin llegar a sostener ningún techo. Empecé a caminar por los estrechos pasillos que quedaban entre ellas, observándolas, hasta que un extraño ruido hizo que me detuviera a los pocos pasos.

Se trataba de un crujido procedente de las columnas que tenía más cerca. Estas empezaron a resquebrajarse hasta derrumbarse y deshacerse por completo, dejando en el centro de cada una de ellas, una figura humanoide que se iba volviendo nítida. Uno por uno, los seres que se habían formado  emprendieron la marcha en dirección a la ciudad, abandonado la explanada, al son de un monótono ritmo. Yo los observaba sin atreverme a mover ni un músculo de mi cuerpo. Creía entender lo que estaba ocurriendo, pero no por ello me daba menos miedo.

Una de las criaturas se detuvo delante de mí, dedicándome una sonrisa que me resultó dolorosamente familiar.
—Hola —me saludó aquél primigenio ser de sal—. El desierto ha dispuesto que ahora soy Hara’l. 
Quise responder. Preguntarle qué había pasado y exigir saber dónde estaba Rala’h. A pesar de mis intentos, solo logré boquear como un pez que se ahoga fuera del agua. Me miró extrañado, como si algo en mí no terminara de encajarle del todo.
—Ah… ¡Ya sé! Tú y yo nos conocemos, ¿verdad? —prosiguió, inquebrantable.


<<Esta humana me va a volver loco. No para de hacerme preguntas que no soy capaz de responder. Cree que estoy raro y que le oculto algo. Y tiene razón, aunque mis motivos distan mucho de los que ella se imagina. ¡Aguas! ¿Cómo puedo explicarle que pronto desapareceré tal y como me conoce? Lo que más me aterra de todo esto, es saber que yo no volveré a verla. Al menos no de la misma forma. Renacer, vivir, fundir nuestra esencia en la sal, en el desierto; y volver a empezar como un nuevo ser tan antiguo como el fuego. No sé cuántas veces he pasado ya por esto. En mí hay miles de partes de otros seres. Me nutro de sus sentimientos, de las experiencias que han vivido y de los conocimientos que han podido atesorar. Y aún con todo ese saber, soy incapaz de encontrar las palabras para decirle lo que siento. ¿Sentirá ella lo mismo por mí? No estoy preparado para decirle adiós.>>
Diario de Rala’h

5 de abril de 2020

Progreso 2020

Hola,
Esta semana os traigo un repaso de cómo van mis proyectos escritoriles, partiendo del post de Balance 2019 y planteamiento 2020.

El blog
En este trimestre hemos pasado de 5 a 10 relatos publicados en el blog y de 48 a 150 usuarios, con lo que estoy muy contenta 😊. ¡Muchas gracias a tod@s por leerme!

Cuenta de twitter
También ha ido creciendo, concretamente pasando de 25 a 83 seguidores. Sería genial llegar a los 150 durante este año, veremos si lo conseguiré. De momento daros las gracias también a tod@s l@s seguidor@s 💕.

Formación
El taller de escritura creativa que hacía en presencial los lunes, sobre el viaje del héroe y cómo contarlo bien ha sido un poco accidentado, entre cancelaciones de clases y algún que otro desplante también por mi parte, pero le he sacado provecho de todas formas.
El gran descubrimiento ha sido la plataforma de formación online Caja de Letras. Estoy haciendo un curso de literatura fantástica online de tres meses y me está encantando, os dejo el enlace por si le queréis echar un ojo: https://cajadeletras.es/

Concursos
De momento he participado en 4 convocatorias y en una, a falta de conocer los dos ganadores, soy finalista, con lo que estoy satisfecha. Creo que se aprende mucho participando en este tipo de retos, así que voy a seguir presentándome a todo lo que pueda 😂😂.

Novelas
Esto lo tengo muy parado. La novela de fantasía que ya está terminada y de la que solo quería mejorar el principio y el final ahora me parece que se tiene que reescribir entera, así que no sé muy bien qué voy a hacer con ella. Y en la otra, de ciencia ficción, no he avanzado nada. Escribí el quinto capítulo y ahí sigo. Tengo la sensación de que empecé la casa por el tejado metiéndome a escribir novelas sin haberme formado y sin tener mucha experiencia previa ni siquiera en relatos cortos, así que me estoy centrando en aprender y mejorar.

Otros temas
Tengo dos propósitos más para este año que también me hace ilusión comentar. El primero de ellos es introducir el yoga en mi rutina semanal y me alegra decir que poco a poco lo estoy consiguiendo. Os lo cuento porque la verdad es que está siendo una fuente de inspiración y también me ayuda a centrarme cuando estoy atascada o no sé por dónde tirar en una historia. Así que os lo recomiendo.

Y el segundo es publicar algún relato en el blog con fotografías hechas por mí. De momento he hecho dos, la del post de Balance 2019 y planteamiento 2020 y la del penúltimo relato que publiqué Paseo de gloria. No tengo demasiados conocimientos de fotografía pero me gusta, así que iré practicando.


¡Y de momento eso es todo! La semana que viene publicaré un nuevo relato.

¡Un abrazo y gracias de nuevo!

29 de marzo de 2020

El roble blanco

Era un sábado como otro cualquiera. Luna había tenido partido de voleibol aquella mañana y había llegado a casa de sus abuelas congelada, ya que aunque estuvieran a medianos de enero, siempre jugaban en campos exteriores. La joven formaba parte del equipo del colegio con el que entrenaba dos veces por semana, mientras que los partidos de la liga comarcal se realizaban en sábado o domingo, sobre las ocho de la mañana. Su madre, Nina, le había preguntado en más de una ocasión si no preferiría aprovechar el fin de semana para descansar, pero a Luna le gustaba mucho el voleibol y no le molestaba tener que madrugar.

Cuando llegó a casa de sus abuelas después del partido estaba tiritando. Hacía rato que había dejado de sudar y tanto las manos como los pies le dolían de lo fríos que los tenía. Dándose cuenta, Pilar le ordenó que fuera directamente a darse una ducha caliente y ella obedeció sin rechistar. Así que se perdió por las escaleras que daban al piso superior y después de coger una muda limpia, entró en el pequeño y único baño de la casa. Estuvo un buen rato debajo de la ducha, dejando que el agua humeante hiciera desaparecer las mil agujas que había sentido al principio por todo el cuerpo. Cuando terminó se secó con la toalla que le habían dejado sus abuelas. La tela era un poco áspera, de manera que le rascaba ligeramente la piel mientras absorbía las diminutas gotas de agua que la recubrían. A ella le encantaba esa sensación, de hecho, le parecía que si una toalla no raspaba un poco, no cumplía bien su función. 
Habiéndose vestido, peinado y echado un poco de la colonia con aroma a manzana que usaba su abuela Rosa, volvió al piso inferior y se adentró en el comedor. Pilar ya la estaba esperando con una infusión recién hecha que ella agradeció. Cogiendo la taza con cuidado para no quemarse, se sentó en el sofá para dar cuenta de la bebida a pequeños sorbos.

El resto de la mañana lo pasaron viendo la televisión y preparando un estofado de ternera con verduras para el mediodía. Rosa había salido a comprar lana para la temporada de invierno y cuando regresó comieron las tres juntas, tras lo cual se sentaron en el pequeño comedor para descansar un rato.
–¿Cómo ha ido el partido? –se interesó Rosa.
–Mal… hemos perdido… –respondió Luna visiblemente fastidiada.
–Bueno, ya ganaréis –quiso animarla Pilar.
–Si tú lo dices… –bufó la joven. 
–Te he traído algo –anunció Rosa guiñándole un ojo.
–¿Para mí?
A modo de respuesta, Rosa alcanzó una de las bolsas con las que había llegado y se la pasó a Luna sin desvelar su contenido. La joven miró qué había en el interior y encontró un ovillo de lana naranja y otro amarillo, atravesados por dos grandes agujas de tejer.
–¡Qué bien! –exclamó Luna alegremente.
–Dijiste que querías hacer una bufanda, ¿no?
–¡Sí!
–¿Te gustan estos colores?
–Mucho. Le quedarán bien a Paula.
–¿Quién es Paula? –preguntó Rosa.
–La del gato que nada –respondió riendo Pilar.
–No nada, solo le gusta que lo bañen y es una gata, no un gato –apuntó Luna.
Rosa soltó una carcajada al imaginarse la escena, mientras Pilar ponía los ojos en blanco.

–Pronto es su cumpleaños y quiero hacerle una bufanda… de estas que son grandes y cerradas –continuó la joven.
–Como una braga –afirmó Rosa.
–Sí.
–Después podemos mirar qué punto quieres hacer y te enseño.
–¡Vale! Espero que le guste…
–Seguro que sí –comentó Pilar.
–Bueno… últimamente está un poco rara.
–¿Y eso? –quiso saber Rosa mirándola por encima de sus grandes gafas.
–Pues… le dije que no me gustaba su novio y se enfadó.
–¿Novio? ¿Pero qué edad tiene? –se alarmó Pilar.
–Pues la mía. Va a mi clase.
Las ancianas intercambiaron una fugaz mirada de preocupación. Sin lugar a dudas tendrían que comentar el tema con Nina y averiguar si Luna también tenía… amigos de ese tipo. A pesar de su preocupación, ninguna dijo nada al respecto y permanecieron en silencio a la espera de que Luna les contara más sobre el asunto.
–El caso es que el chico sí que es mayor y no sé, me da mala espina. No se lo ve buena persona.
–¿Y se lo dijiste? –preguntó Rosa.
–Sí, y me dijo que no me preocupara… cuando le insistí se enfadó conmigo y hace varios días que no hablamos.
–Bueno, no te preocupes, seguro que se le pasa– afirmó Pilar tratando de tranquilizarla.
–Veremos… no sé si decirle algo…
–Ay niña. Ya conoces el refrán tauren… –suspiró la bisabuela.
–No. ¿Qué refrán? ¿Qué es un tauren? –la interrogó Luna.
–Los tauren son una raza de chamanes, medio humanos medio bovinos, que viven en poblados repartidos por todo el mundo. Y suelen decir que no hace falta ser ciego para no ver las sombras venir.
–¿Y eso qué significa? –preguntó Luna un tanto desconcertada.
–Si quieres te cuento la historia –propuso Pilar aunque ya sabía la respuesta.
–¡Vale! –exclamó Luna.
–Yo iré a guardar la lana… –se excusó Rosa.

La abuela de Luna salió del comedor con varias bolsas en la mano, mientras Pilar le acababa de contar a la joven cómo eran los protagonistas de la leyenda que le iba a contar. Le habló de su similitud con los minotauros de la antigua Grecia, de su cuerpo recubierto de un pelaje suave, de los grandes cuernos que coronaban sus cabezas, de sus garras y pezuñas... Le contó que a pesar de tener una apariencia feroz son un pueblo muy pacífico y que sus dones se basan en una gran conexión con la naturaleza en general.
–Nunca había oído hablar de ellos –se quejó Luna.
–Pues escucha…
La joven asintió a modo de respuesta y tras callar unos instantes para generar una cierta tensión, Pilar empezó a contar la historia del roble blanco.


–Esto que te voy a contar sucedió hace muchos, muchos años…
–Y en un lugar muy, muy lejano… Todas las historias empiezan igual –refunfuñó la joven.
–Bueno, es que últimamente creemos que ya lo sabemos todo, así que nadie se molesta en registrar los errores que cometemos en forma de relatos. Todo lo que tenemos son viejas historias.
Luna se removió inquieta en el sofá.
–No me interrumpas –continuó la anciana–. La cuestión es que en uno de los muchos poblados tauren que por entonces ya había, una pequeña se despertó en plena noche con el corazón desbocado y la espalda empapada en sudor. Su pecho subía y bajaba frenéticamente, tratando de seguirle el ritmo a su respiración. Quería correr a la habitación en la que dormía su madre, pero le daba miedo abandonar la protección de las mantas que le servían de lecho. Así que grito desesperadamente deseando que la oyeran, hasta que la tauren despertó y acudió a ver qué le pasaba.
–¿Cómo se llamaban?
–La hija Shema y la madre Kiba.
–¿Qué le pasaba a Shema?
–Había tenido una horrible pesadilla. Verás, antes los poblados tauren se construían alrededor de un árbol protector. Los tauren son muy sensibles a todas las formas de vida de este y otros planos.
–No te entiendo… ¿Qué planos?
–Tú escucha. La cuestión es que la pequeña Shema vio en sueños que el roble blanco de su poblado se estaba muriendo, y que unas sombras sin rostro, todo garras y dientes, los estaban acechando. Kiba trató de tranquilizarla repitiéndole una y otra vez que el árbol estaba bien, recordándole que aquella misma mañana Shema había estado jugando entre sus raíces. Tuvo que quedarse con ella el resto de la noche.
Con la luz del día los temores de Shema se debilitaron, aunque Kiba acabó durmiendo con ella algunas noches más. Preocupada, al final la tauren contó lo que había pasado a las ancianas que gobernaban el poblado. Éstas se burlaron de ella por darle demasiada importancia a las pesadillas de su hija.
–Bueno, es que solo era una pesadilla… –las justificó Luna.
–Los sueños siempre nos cuentan algo de nuestra realidad. Deberíamos escucharlos siempre, prestarles atención, pero claro, los humanos estáis por encima de eso…
Luna la miró con el ceño fruncido.
–Bueno… no entremos en eso… La cuestión es que las ancianas no se tomaron en serio a Kiba y en menos de un ciclo nadie se acordaba de lo que había pasado. Mucho menos se acordarían once primaveras después, cuando Shema empezó a tener edad de formar su propia familia.
Los días cada vez eran más largos y en el poblado tauren aquello era sinónimo de fertilidad. Las plantas brotaban, los huertos daban sus primeros frutos y las crías desgarraban el silencio de las noches con sus berridos. Pero en medio de aquel despertar, las ramas del roble blanco seguían desnudas. Y lejos de mejorar, el árbol parecía cada vez más débil y enfermo.
–¡Entonces Shema tenía razón! –exclamó la joven sorprendida.
–No seas impaciente –la regañó la bisabuela–. Una noche Shema estaba durmiendo profundamente, cuando la cercanía de un movimiento ajeno la despertó de repente. Convencida de que no estaba sola en la habitación se quedó muy quieta escrutando la oscuridad, forzando la vista y agudizando el oído. Y cuando ya casi se había convencido de que no había nada, algo la atacó. Una sombra se le había tirado encima y le estaba arañando la cara y los brazos. 
Luna ahogó un gritó esforzándose por no interrumpir la historia.
–Alertada por el forcejeo, Kiba saltó de la cama y se precipitó hacia la habitación de su hija para socorrerla. Cuando la encontró luchando contra una mancha negra se quedó completamente desconcertada. Enseguida se obligó a reaccionar, y apretando los puños con rabia, empezó a golpear a aquella cosa sin piedad. Sabiéndose en desventaja, la sombra se batió en retirada, escurriéndose por las esquinas hasta salir de la pequeña cabaña. Tras su marcha todo quedó en calma, y madre e hija guardaron silencio mientras se concentraban en atender las heridas de Shema.
–¿Qué era esa sombra?
–Una forma de vida de otro plano que intentaba desesperadamente adquirir presencia en el nuestro.
A la mañana siguiente el recuerdo de la pesadilla que había tenido Shema hacía once primaveras estaba tan presente como el ataque de la noche anterior. En cuánto Kiba fue capaz de despejarse, se dispuso a hablar con las ancianas que regían la tribu, pero éstas tuvieron la misma reacción que años atrás. Ni siquiera la alusión al preocupante estado del árbol milenario con el que habían fundado el poblado logró hacer que se la tomaran en serio. “El roble blanco siempre nos ha protegido”, le dijeron, “Y lo seguirá haciendo, solo que este año tarda poco más en brotar”.
–No me lo puedo creer… –bufó Luna.
–Ay mi niña –suspiró Pilar –. Son tantas las historias de este tipo que podrían contarse…
–¿Y qué pasó luego?
–Pues que las cosas empeoraron. Un par de noches después de que Shema se hubiera enfrentado a la sombra, algo acabó con las plantas. Parterres, huertos y macetas amanecieron hechos una maraña de troncos y tallos secos. Shema y Kiba se empeñaron en hablar con sus vecinos, a pesar de que nadie quería escucharlas. Hasta que le tocó el turno al ganado. Gallinas, cerdos y conejos murieron violentamente, quedando casi momificados, e incluso más llenos de arañazos que la cara y los brazos de Shema. Algo malo estaba pasando, y ante esa evidencia, los habitantes del poblado tauren empezaron a abrir sus oídos y sus mentes.
–¡Sí que les costó!
–Luna, a nadie le gusta aceptar que su hogar ya no es un lugar seguro.
–Ya…
–La presión hizo que al fin las ancianas actuaran. Reunieron a todo el poblado alrededor del gran roble y se colocaron en el centro del círculo, alineadas varios pasos más adelante. Al unísono, como si de una danza ritual se tratara, alzaron los brazos a media altura y apuntaron las palmas de las manos hacia el árbol. De las yemas de sus huesudos dedos no tardaron en salir chorros de luz verde, dirigidos hacia el roble blanco. Le estaban insuflando energía de vida. El poder de las ancianas combinado de ese modo podía hacer que un campo recién sembrado se pudiera recoger en un par de días, o que un embrión estuviera listo para nacer en un mes. Y a pesar de que era habitual utilizar aquel tipo de energía, nunca se hacía en tales cantidades, ya que abusar de ella tenía un gran desgaste, y consecuencias; manzanas sin sabor, cereales que no saciaban, o gallinas estériles. No en vano los tauren también suelen decir que las cosas pueden hacerse rápido o pueden hacerse bien.
–¿Y aquello sirvió?
–Con todo aquel derroche de poder las ancianas solo lograron hacer crecer algunas tímidas hojas en las ramas muertas del roble. Eso fue suficiente para que todo el mundo se fuera a dormir más tranquilo. Y también bastó para acabar de atraer a las sombras que arrasaron el poblado aquella misma noche. Las ancianas habían creado sin saberlo una especie de faro que destilaba vida.
–¡Qué horror! –exclamó Luna consternada.
–Sí. Pocos fueron los que sobrevivieron.
–¿Y Shema y Kiba?
–Desgraciadamente no estaban entre ellos. Aunque sí lo hizo una de las ancianas, y dedicaría el resto de sus días a salvar otros poblados.

Luna se quedó en silencio unos minutos. Pilar dejó que la joven reflexionara sobre la historia que le acababa de contar, hasta que la Luna rompió el silencio.
–Es una historia triste.
–Lo es… –afirmó la bisabuela.
–¿Y ahora los poblados tauren ya no se construyen alrededor de un árbol protector? –preguntó Luna.
–No. Ahora se plantan varios árboles y arbustos formando un círculo que delimita la extensión del poblado.
–¿Y eso sirve?
–La mayor parte del tiempo.
Luna lanzó un profundo suspiro.
–La verdad es que la historia no me ha ayudado a decidir qué hacer con Paula…
–No… pero ahora ya sabes que no hace falta ser ciego para no ver las sombras venir…

11 de marzo de 2020

Paseo de gloria

Estaba amaneciendo. El cielo empezaba a teñirse a franjas rojas por el horizonte. Y cuando el primer rayo de sol empezó a despuntar, el evento comenzó. Nuestro comandante espoleó su caballo con fuerza, pero el animal, un semental negro azabache y de porte orgulloso, tardo un minuto largo en reaccionar. Cuando empezó a andar lo hizo lentamente, cansado y soñoliento como estaba. Los cuatro generales que lo seguían se pusieron también en movimiento, encabezando la lenta y aletargada marcha. Para cuando le llegó el turno a mi yegua plateada el cielo ya era de un azul claro y el ambiente estaba bastante más animado. La multitud había tardado un poco en congregarse, pero al fin habían llenado por completo los laterales del paseo y el bullicio era ensordecedor. Las mujeres que estaban a primera fila nos tiraban unas extrañas flores azules con tres grandes pétalos, mientras que los hombres hacían el saludo conmemorativo de Tarmea. Los más jóvenes se abrían paso a codazos entre la multitud para poder vernos mejor. Nadie podía negar que se tratara de una celebración digna de la capital.

Al ver que la montura de pelaje castaño que tenía delante empezaba a andar, tiré bruscamente de las riendas de mi yegua para que la siguiera. Plata no se hizo de rogar, y nos unimos al desfile. Habíamos estado ausentes dos ciclos lunares pero parecía que habíamos partido el día anterior, haciendo solos ese mismo recorrido, sin nadie que nos despidiera o nos deseara suerte. Ahora la multitud nos aclamaba y nos alababa por nuestra victoria. Cuanto más observaba sus rostros de alegría, sus manos alzadas, las muestras de afecto con las que nos obsequiaban… más avergonzada me sentía. Éramos unos farsantes… Y yo, permitiéndolo, le estaba fallando a mi pueblo, una estirpe de guerreras que desde tiempos inmemoriales había protegido Tarmea. No pude soportarlo más. Bajé la mirada y me centré en las patas del macho castaño que tenía delante. Me obligué a oír solamente el sonido que hacían sus cascos al chocar contra el suelo, y solté las riendas de Plata sabiendo que la yegua mantendría el rumbo sin necesidad de que yo la guiara.

Recorrimos el largo paseo de la victoria, y más allá aún hasta la plaza en la que solía hacerse el mercado. Dos mil jinetes avanzando en fila de a dos por el centro de Tarbas, la gran capital. Semejante distinción no se recibía todos los días. Y cuando fui consciente de eso me sentí aún peor. Pero sin duda, el momento más difícil llegó cuando nuestro comandante se subió a un atril que se había preparado para la ocasión en medio de la plaza, y empezó su discurso. Muchos le habíamos aconsejado que se saltara ese honor. Pero él, ufano por ser el portador de tan buenas nuevas, no quiso perderse su momento de gloria. Y nada pudo disuadirlo de hacer el discurso que con tanto esmero había preparado.


–Apreciados –empezó levantando las manos a modo de saludo y con la doble intención de invitar a los asistentes para que bajaran la voz –la Compañía gris una vez más ha cumplido con su propósito.
Tras esta declaración inicial, Lure hizo una pausa para dejar que la multitud lo aclamara, y ésta estuvo a la altura de sus expectativas. Extasiado por la euforia del público que tan atentamente lo escuchaba, el comandante volvió a levantar las manos para proseguir con su discurso, aunque sin ninguna prisa, alargando las pausas más de lo necesario y arrastrando las palabras con las que terminaba las frases.
–El rey Izíar –prosiguió –nos encomendó una tarea muy difícil, casi imposible diría yo: Limpiar Tarmea de los demonios Masthil que la estaban asolando.
La multitud volvió a aplaudir entusiasmada.
–Los demonios estaban atrincherados en Páramo Yermo, varias leguas al sur de Tarmea, sin duda ultimando los detalles de un ataque inminente. Pero eso no impidió que cayera sobre ellos la fuerza de la Compañía gris.
El público enloqueció tras esas palabras, hasta tal punto que sus gritos incomodaron a nuestras monturas. Mi yegua plateada se removió inquieta y tuve que volver a sujetar las riendas con fuerza para obligarla a quedarse quieta.

El comandante aún estuvo un buen rato deleitando a la audiencia con los detalles más escabrosos de la encarnizada batalla que habíamos librado. Yo no veía la hora de que aquello acabara y decidiendo que ya había tenido suficiente, bloqueé mis oídos para pasar a comunicarme con Plata. Intenté tranquilizarla, transmitirle que ya quedaba poco para ir a descansar. A través de nuestro vínculo pude percibir cuán cansada estaba, y cuán injusto había sido ese esfuerzo adicional que la había obligado a hacer para participar en esa farsa. Las monturas se habían llevado la peor parte de aquella incursión, al fin y al cabo, nos habían tenido que desplazar a paso ligero de Tarbas a Páramo Yermo, y enseguida recorrer el camino de vuelta. Eso las llevó a una marcha sin los descansos necesarios, durante los dos ciclos lunares.

Cuando por fin terminamos y se nos permitió abandonar el desfile era bien entrado el mediodía. Si tiempo que perder, me dirigí hacia el campamento, dejé a Plata en el establo que se había improvisado hacía apenas unas horas y no me detuve hasta estar en mi tienda. Una vez allí me quité el yelmo con rabia, tirándolo a un lado, tras lo cual desabroché con movimientos bruscos los agarres del peto que me había protegido el pecho tantas veces, deshaciéndome de él con urgencia. Los pliegues de mi tienda se abrieron de repente, para dejar paso a un joven humano que entró azorado por el escándalo que hizo el metal al chocar contra el suelo.
–¡Iyara!
–Déjame Jainé, no estoy de humor.
–Preferiría pasar la noche contigo.
–Y yo preferiría no tener que fingir que somos héroes, pero aquí estamos.
–¿Por eso has estado tan callada durante el desfile?
–No tengo ganas de…
El joven se acercó a mí dispuesto a abrazarme pero, adivinando sus intenciones, me aparté a un lado bruscamente, a modo de rechazo. Visiblemente dolido, el guerrero se giró dispuesto a salir de la tienda, pero no dio ni tres pasos antes de pensárselo mejor y detenerse de nuevo.
–A mí tampoco me ha gustado pero Lure es nuestro comandante y hay que obedecerlo.
–¿Aunque esté cegado por la codicia?
–A un comandante se le obedece o se le mata para sustituirle. Así de simple.
–Así de simple…
–Sí.
En otro momento hubiera encontrado una réplica mordaz con la que responderle, pero estaba tan cansada que solo pude lanzar un profundo suspiro. Abatida, recorrí el breve espacio que me separaba del montón de pieles que me serviría de lecho y me senté en él para liberarme de las pesadas botas que llevaba. Habiéndomelas quitado, me dejé caer y cerré los ojos.
Sabiendo que estaba insistiendo más de lo que hubiera debido, el joven guerrero me siguió sentándose a un par de palmos de mí. No hubiera sido la primera vez que se llevara un buen puñetazo por pasarse de la raya. Así que se quedó quieto junto a mí, compartiendo mi silencio.
–¿Tú qué crees que les pasó? –le pregunté al poco.
–¿A qué te refieres?
–A los demonios.


El camino hacia Páramo Yermo había sido largo, pero transcurrió sin incidentes. Sabíamos que nos enfrentaríamos a un gran peligro pero nuestro comandante nos había prometido una recompensa a la altura de nuestros esfuerzos, así que avanzábamos con la moral alta hacia una incursión que, sin duda, seria memorable. Algunos de mis compañeros se entretenían fantaseando con lo que harían con semejante cantidad de oro, otros empezaron a entonar los primeros versos que seguro propagarían nuestra gesta por toda Tarmea. Cuando faltaban apenas dos jornadas para llegar, el comandante mandó una avanzada para que localizara al enemigo, lo estudiara, evaluara el terreno y propusiera una estrategia para combatirlo. El rey había sido parco en detalles en su encargo, ya que ninguno de los exploradores que había mandado al Páramo había regresado. Solo teníamos un rastro de aldeas arrasadas y calcinadas que terminaba en esa tierra estéril. Y rumores, un montón de versiones que se contradecían entre sí. Nada a lo que poder aferrarse.
Sabíamos que la avanzada tardaría como mínimo seis jornadas en regresar, así que montamos un campamento y empezamos a prepararnos para la batalla. Pero los cinco jinetes regresaron mucho antes de lo esperado, galopando y visiblemente eufóricos. Avisando también a los cuatro generales, se reunieron con el comandante para contarle lo que habían encontrado. Y después de eso, para sorpresa de todos, se reunió a otro grupo para que volviera al Páramo. Tanto yo como Jainé estábamos entre ellos, pero el comandante, que nos seleccionó personalmente y nos indicó que nos acompañaría, solo nos dijo que se requería una segunda exploración. Nada más.

Cuando llegamos entendí por qué el comandante había decidido explorar el Páramo por sí mismo. Si alguien me hubiera contado a mí la escena que nos esperaba tampoco me lo habría creído. Estaban todos muertos. El Páramo era un mar de cadáveres. Una maraña de sangre, vísceras y extremidades esparcidas por todas partes. Algo había acabado con los demonios cebándose con sus cuerpos. La escena era tan grotesca, que incluso yo estuve a punto de vomitar. Aquello apestaba. Ni siquiera las moscas se habían atrevido a acercarse. Dudé cuando el comandante nos ordenó recoger pruebas de nuestra hazaña para el rey, pero obedecí, tratando de no pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Tardaría varios días en empezar a asimilar lo que habíamos visto.
Terminamos tan rápido como pudimos y emprendimos enseguida el camino de regreso hacia el campamento, aunque ya había anochecido. Nadie quería pasar más tiempo del necesario cerca de aquel lugar maldito. El comandante concluyó que los demonios se habían matado entre ellos y esa fue la versión que se contó a toda la Compañía. Gracias a ese afortunado incidente llenaríamos nuestras bolsas sin tener que hacer nada más que cabalgar. Los mercenarios somos gente sencilla, práctica ante todo, así que nadie hizo preguntas ni reclamó mayores explicaciones. Se dio por buena la versión oficial y punto.


–No lo sé… –me respondió al fin el humano tras meditarlo largo rato.
–Pero si tuvieras que decir algo…
–¿En qué nos ayudará eso?
–Lo viste, ¿no es así?
–Yo no vi nada.
–Viste algo en el cielo, a lo lejos. Algo grande… oscuro…
–Iyara…
–Algo masacró a esos demonios, llevándose sus almas. Algo nos vio llegar y se detuvo. Para observarnos, para juzgarnos…
–Quizás solo fuera un dragón.
–No me tomes por idiota. Los dragones son criaturas nobles, inteligentes, tienen un gran sentido del  deber y del honor… solo atacan en legítima defensa. Y ningún demonio está tan loco como para atacar a un dragón.
–Vale, suéltalo.
–Era un ángel, Jainé.
–Los ángeles no existen.
–Estoy segura de que era un ángel…
–Estás equivocada.
Abriendo los ojos, me incorporé para mirar al joven guerrero. La expresión sombría que había adquirido su rostro hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
–¿Por qué estás tan seguro?
–Porqué si un ángel ha logrado llegar a Tarmea, no habrá en este mundo suficientes armas para combatirlo; ni magia lo bastante poderosa como para salvarnos.
Sin saber qué responder, me acerqué a él para darle un beso en la mejilla, a lo que él reaccionó abrazándome.
–No pretendía… –empecé.
–Por esta noche… centrémonos en que estamos vivos… –me susurró recuperando su tono alegre habitual, tras lo cual empezó a besarme lentamente.
–Celebremos, pues, la vida… –acepté quitándome el jubón que llevaba.
Desaparecimos entre el montón de mantas que me servía de lecho. Olvidándonos del resto del mundo. Olvidando el mal que nos acechaba desde la lejanía… Un mal que nos juzgaba… Un mal que pronto nos mediría para decidir cuál debía ser nuestro destino.

22 de febrero de 2020

Júlia y Malechk

Salir con una mortal no es fácil. Son frágiles, se ponen enfermos, dan calor y lo peor de todo, sangran todo el tiempo. Sé de lo que hablo, convivo con una humana desde hace tres años, yo, un adicto a la sangre. La semana que viene es nuestro aniversario y quiero prepararle algo especial. Pero es muy difícil, siempre me cuesta encontrar actividades adecuadas para su condición. No le gustan los bichos ni las serpientes, tiene vértigo, los cementerios le dan miedo... Es broma, a mí tampoco me gustan esas cosas. Pero sí que me cuesta encontrar cómo sorprenderla. Al final siempre acabo llevándola a uno de esos comederos que ellos llaman restaurantes. Le gustan mucho. Suerte que Júlia es vegana. Me repugna ver cómo los mortales cuecen y comen animales. Es asqueroso. Tampoco es que me entusiasme que coma hierbas, pero es mejor que ver esos trozos resecos de carne sin rastro de sangre. Mejor no empecemos con eso que me desvío…

Conocí a Júlia hará cinco años. Por aquel entonces yo aún tenía problemas para controlar mi sed, lo que me tenía en un estado permanente de ansiedad, así que mi terapeuta me recomendó ir a clases de yoga. Por descontado yo no creía en esas cosas, pero como el programa de deshabituación a la sangre no había funcionado conmigo, decidí probar. Total, ya no me quedaba nada que perder. Así que fui a lo que sería mi primer contacto con la espiritualidad humana, y allí estaba ella. Era la profesora. Llevaba el pelo recogido en una corta coleta rubia, e iba enfundada en unas ceñidas mallas de color celeste, a juego con el top que le oprimía lascivamente el pecho, y con lo que me fijé en segundo lugar: sus pequeños ojos de forma almendrada.
Lo primero que me vino a la mente cuando la vi, fue cómo debía inmovilizarla para poder morderle la carótida y chuparle toda la sangre, hasta la última y más ínfima gota. Pero eso no hubiera estado bien, así que desenrollé la esterilla gris que me habían prestado en la entrada y me limité a sentarme con las piernas cruzadas. Intenté pensar en animales como me había enseñado mi terapeuta <<Vacas, perros, conejos, ratas… a la parrilla, rebozados, al vapor…>> así conseguí calmar mi sed, que no la ansiedad que empezaba a acumularse en el lugar donde alguna vez había tenido un corazón. Necesitaba sangre, ya no podía aguantar más. Y cuando creía que sucumbiría a mi deseo y haría de esa habitación un matadero, Júlia me rescató con la sonrisa más bella que había presenciado en mi larga existencia:
–¡Vaya! ¡Hoy tenemos un vampiro en el grupo! –exclamó entusiasmada mirándome descaradamente.
Realmente me intrigó cómo aquella humana aparentemente tan ingenua me había descubierto, pero decidí no decir nada, así que le devolví la sonrisa y me limité a adoptar la misma posición incómoda que mis compañeros mortales. Eso pareció animarla aún más, si es que eso podía ser posible.
–¡Oh y es tímido! ¡Qué mono! –exclamó descaradamente.
Aquel calificativo me dejó totalmente fuera de combate. ¿Cómo una posible presa podía considerarme totalmente inofensivo? ¡A mí! Que había atemorizado todo Londres hacía apenas un siglo. Sí, Malechk el taxidermista me llamaban. Podéis imaginar cómo quedaban mis víctimas. Pero al parecer, una mortal que enseñaba yoga y olía a pachuli me consideraba “mono”. Quizás esa sociedad moderna que tanto decía apreciar la diversidad había llegado demasiado lejos.
La cuestión es que gracias a la inesperada reacción de Júlia pude contener mis ansias de matar. Y la clase que realizamos a continuación me sorprendió. Los lentos estiramientos, la profunda respiración, los cambios de posición…. Noté cómo se tensaban y relajaban músculos que no sabía ni que tenía. Los nombres de las posturas que hacíamos sonaban fascinantes y misteriosos en labios de aquella mujer: Virabhadrasana, Adho Mukha, Bhujangasana, Balasana… tenía una voz tan musical, tan profunda… aquellas palabras incomprensibles sonaban naturales pronunciadas por ella, como si hablara en su antigua lengua natal. Abandonándome a esa melodía, poco a poco me fui relajando y noté cómo el nudo que tenía en el pecho empezaba a deshacerse. Esa sensación era completamente nueva para mí.

Acabados los ejercicios, Júlia nos pidió que nos estiráramos encima de nuestras esterillas, en una posición cómoda. Con la misma calma con la que nos había guiado durante una hora, repartió unos paquetitos de tela rellenos de semillas para que nos cubriéramos los ojos, y empezó a mencionar partes de nuestro cuerpo hacia las cuales debíamos dirigir nuestra atención. Mientras iba visitando nuestro cuerpo con su cálida voz, se paseaba físicamente por la sala. Iba descalza. Yo podía oír cómo sus pasos se acercaban para volver a alejarse, una y otra vez, hasta que la tuve tan cerca que pude oír claramente su pausada respiración. Mi primer impulso fue destaparme los ojos para mirarla, pero me contuve. Me dejé llevar mientras ella me colocaba bien los brazos para que realmente tocaran el suelo y después de eso, hizo lo propio con los hombros, intentando que dejaran de estar rígidos. Ese contacto fue demasiado para mí. El nudo volvió a apretarse.
La tenía tan cerca que el olor a manzana que emanaba de su pelo inundó mi nariz. Y no solo podía oír el latido de su corazón, también el potente bombeo de sangre que éste provocaba y el flujo continuo que se extendía por sus venas. La sed volvió a ser mi prioridad. No me importaba nada más allá del hambre voraz que pasó a dominar mis pensamientos y que guio mis siguientes movimientos. Todo sucedió muy rápido. Me incorporé girándome hacia ella para cogerle las muñecas con mis manos e inmovilizarla con una fuerza sobradamente superior a la suya. Y me paré unos instantes a mirarle la cara antes de morderla para dejarla completamente seca. Sabía lo grotesca que podía ser mi expresión justo antes de alimentarme. En el estado en el que estaba, seguro que mis ojos ya estaban completamente rojos, inyectados en sangre, y rodeados por una contorno muy oscuro, casi negro. Eso sin contar que mi mandíbula se habría agrandado significativamente para dar paso a lo más aterrador: dos grandes colmillos que sobresalían tan relucientes como amenazantes. Quería ver cómo se horrorizaba. Disfrutar de su miedo y de la súplica que se podría leer en su mirada. Sabía que gritaría. Luego se quedaría completamente paralizada, o por el contrario, intentaría escapar. Básicamente esas habían sido siempre las reacciones de mis víctimas. Pero sorprendentemente, no fue la de Júlia. Cuando me paré a observarla para deleitarme con su miedo me encontré con un comportamiento totalmente distinto. Ella me estaba mirando directamente a los ojos, con una expresión desafiante en el rostro, y no parecía estar en absoluto asustada, ni haber perdido su calma y serenidad. Esa actitud me desconcertó. La confusión empezó a apoderarse de mi mente, dejando fuera la determinación y la urgencia que instantes antes me habían sometido. Ella aprovechó esa inacción para liberarse de mis manos y retroceder apenas un par de pasos sin apartar la vista de mí.
–No deberías haber hecho eso –me reprochó con una voz que de repente se había vuelto grave y fría.
Todos los alumnos nos observaban sin atreverse a interceder, ni siquiera moverse.
–Yo… –empecé a balbucear notando cómo mi rostro volvía a la normalidad.
–Sal fuera y tranquilízate –me indicó ella en tono autoritario.
Aquella respuesta me desconcertó aún más. No sabía qué hacer, así que me dispuse a recoger mi esterilla para salir de allí, pero su voz me interrumpió de nuevo.
–Deja la esterilla ahí. Cuando te hayas calmado podrás entrar a recoger tus cosas.
Me quedé mirándola convencido de que me estaban gastando una broma pesada pero no tardé en obedecer. La vergüenza que sentía por lo que había pasado me tenía completamente aturdido.
Mientras caminaba hacia la puerta, oí cómo Júlia se dirigía al resto de la clase.
–¿Es que nunca habéis visto un vampiro? –Venga, todo el mundo estirado y con los ojos cerrados. Volvemos a empezar el último ejercicio.
Al ver que muy pocos alumnos le hacían caso, no dudó en insistir.
–Ahora –ordenó con el mismo tono autoritario que había usado conmigo.
Para cuando todos estuvieron de nuevo en el suelo con los ojos tapados por el saquito de semillas yo ya estaba en el vestidor. Me tomé la séptima pastilla de compuesto de hemo del día y me di una ducha bien fría. Ese sucedáneo no calmaba mi ansiedad pero al menos me permitía gestionarla, más o menos, y sobrevivir sin matar a nadie. Después de ducharme, me sequé y vestí rápidamente, tras lo cual deshice mis pasos hacia un banco que quedaba justo al lado de la puerta de la sala en la que había hecho la clase de yoga. Esperé sintiendo cómo el compuesto empezaba a hacer efecto.

La puerta no tardó mucho en abrirse y los demás alumnos empezaron a salir ordenadamente. Como el banco les quedaba un poco alejado y de espaldas, no se fijaron en mí hasta que decidí levantarme y entrar de nuevo en la sala. Los pocos que aún quedaban en ella apresuraron visiblemente el paso para alejarse en silencio. Cuando Julia y yo estuvimos solos, me dirigí al lugar en el que aún había la esterilla que yo había usado y empecé a enrollarla para guardarla.
–Te ha enviado Lena, ¿verdad? –me espetó sin contemplaciones.
Aliviado por ver que Júlia había recuperado su sonrisa, dejé lo que estaba haciendo y me acerqué un poco más a ella, aunque lentamente y preocupándome por dejar una buena distancia prudencial entre nosotros.
–Sí, lo siento, yo… –empecé queriendo disculparme.
–Entonces eres adicto.
Aunque no le respondí, ella decidió seguir hablando.
–Esta no es una clase de yoga cualquiera. Aquí todos hemos sufrido. Algunos siguen haciéndolo: estrés, ansiedad, depresión, adiciones… Sé que estás avergonzado y que no desearás volver más. Hazlo. Una vez a la semana como mínimo. Si puedes, tres.
–Yo…
–¿Cómo te llamas?
–Malechk.
–Encantada. Yo soy Júlia –me informó recorriendo de tres grandes zancadas la distancia que nos separaba y dándome la mano.
Yo reaccioné con un respingo a ese gesto, por lo que ella no lo hizo durar más de lo necesario y enseguida me soltó.
–Haremos algo –me propuso alegremente –yo no te tocaré ni me acercaré a ti. Puedes ponerte en una esquina, alejado de los demás. Pero ven.
–No creo que esto sea para mí –logré a mascullar.
–Si Lena te ha mandado aquí es que lo necesitas. Tómate el doble de la dosis de compuesto que te hayan indicado antes de venir y ven. Te irá bien.
–Vale…
–¿Me prometes que vendrás?
–Nosotros no podemos…
–Prométemelo.
–No creo que…
–Has estado a punto de matarme, lo menos que puedes hacer es prometerme eso.
–Te lo prometo –cedí al fin sintiéndome un miserable.
–Bien. Ahora vete.
Sin añadir nada más, guardé la esterilla que ya había enrollado en su sitio y me dirigí hacia la salida. Antes de traspasar la puerta, quise darle un último vistazo a Júlia mientras ella empezaba a recoger sus cosas. Yo aún estaba en un estado en el que no podía reconocer mis sentimientos, pero ahora sé que ese fue el preciso instante en el que me enamoré de ella. Nadie antes se había enfrentado a mí de ese modo, ni había logrado calmarme y hacerme entrar en razón. Aunque no quería permitírmelo, una esperanza empezó a crecer dentro de mí. Quizás aquella mortal sería lo que por fin podría sacarme del infierno en el que estaba sumido desde hacía más de un año. Desde que había tocado fondo y estaba intentando desesperadamente volver a salir a flote para tomar ni aunque fuera una bocanada de aire. Y quizás, solo quizás, aquella sería la última vez que atacaba a alguien.


Después de lo ocurrido, me costó mucho atreverme a volver al Centro Yoga. Me daba vergüenza ver a Júlia y no sabía cómo reaccionarían los demás alumnos. Pero los vampiros no podemos romper ciertas promesas así que, aunque esperé una semana larga, volví con una esterilla a la espalda y haciendo ver que no había intentado matar a la profesora. Aunque se me recibió bien, las primeras clases fueron difíciles de gestionar. No solo era Júlia con su apetecible busto, sino los que se estaban convirtiendo en mi única compañía habitual: un chico moreno que desprendía un ligero aunque muy desagradable hedor a sangre seca procedente de sus devoradas uñas; otro al que le apestaban los pies (mis favoritos); una chica a la que no paraba de rugir el estómago (lo que me recordaba mi propia hambre); u otra que parecía estar permanentemente al borde del llanto (el aliño perfecto). Había más alumnos pero, por suerte, me quedaban lo bastante lejos cómo para que pudiera ignorarlos, tanto a ellos como a sus funciones vitales.

En esas primeras semanas tuve que salir al pasillo en más de una ocasión para serenarme, pero logré sobrellevarlo. No interaccionaba mucho con los demás alumnos, me limitaba a saludarlos amablemente y a mantenerme en mi rincón apartado. Para mi alivio, ellos tampoco intentaban interaccionar conmigo, ni siquiera Júlia, que me sonreía a modo de bienvenida y nada más.
Poco a poco le fui cogiendo el gusto a las clases y en lugar de ir solo un día a la semana, acabé yendo tres, como me había recomendado Júlia. Aquellas sesiones me iban muy bien para mantener a raya la ansiedad y me ayudaban a pensar con claridad. También seguía viendo a Lena todos los martes y, como ella me había indicado, escribía todo lo que me pasaba, fuera bueno o malo, en una pequeña libreta que siempre llevaba conmigo. No tardé en poder reducir mi consumo de hemo a más o menos la dosis recomendada, y también pude empezar a entablar conversaciones banales con algunos alumnos. Empezaba a pensar que me estaba curando. Así que cuando Júlia me invitó a ir a tomar un café, acepté sin pensármelo dos veces. Aquella mortal era realmente fascinante e, inexplicablemente, parecía haberse fijado en mí.

Quedamos un domingo por la mañana en una cafetería del centro. Era el único día de la semana que Júlia no tenía ninguna clase. Como llegué temprano, elegí una de las pocas mesas que aún quedaban disponibles y pedí una tila. Detestaba las infusiones, me parecían agua sucia, pero pensé que algo relajante me iría bien. Estaba muy nervioso. Y aunque me había tomado un par de pastillas de hemo, tenía hambre. Mientras esperaba a que mi cita llegara, me dediqué a observar la cafetería: el techo y el suelo de madera; las paredes de obra vista; los grandes ventanales... Una de las camareras estaba decorando el local con adornos navideños aunque apenas habíamos estrenado el mes de Noviembre. Hacía varios años que los No humanos habíamos salido de la clandestinidad y nos habíamos integrado en la sociedad humana, pero no por ello sus costumbres y su modo de vida dejaban de sorprenderme. Tenían días para todo: para conmemorar cosas; para olvidar otras; para estar agradecidos; para hacer balance; para reiniciar sus vidas… a veces pensaba que esos seres tenían que marcarse explícitamente qué sentir, qué hacer o qué decir; como si olvidaran que son mortales y que su tiempo en este mundo es efímero y volátil… solo cuando se enfrentaban a la muerte cara a cara se daban cuenta de que estaban desaprovechado sus vidas.

Una alegre palmada en la espalda me sacó de mis pensamientos. Era Júlia, que ya había llegado y aguardaba de pie junto a mí, esperando a que la saludara. Sobresaltado, me levanté para darle dos besos. Y entonces lo noté. Era tan intenso que tuve que apartarme bruscamente de ella, tropezando con la silla en la que había estado sentado. Un olor que no supe identificar, mezcla de sangre, humedad y algodón perfumado inundó mi nariz produciéndome un intenso mareo.
Dándose cuenta de lo que estaba pasando, Júlia se sonrojó visiblemente y empezó a rebuscar en su bolso para sacar de él un pequeño bote metálico. Sin esperar a que yo me recompusiera, lo dejó en el bode de la mesa que quedaba más cerca de mí.
–Voy al baño y a pedir. Ponte esto debajo de la nariz –me ordenó antes de alejarse rápidamente.
Sin pensar en lo que estaba haciendo, abrí el bote que Júlia me había dejado, liberando un agradable y fresco aroma a menta que logró espabilarme. Tras ponerme una generosa cantidad de crema debajo de la nariz, empecé a notar cómo la desagradable sensación de mareo empezaba a desvanecerse.

Para cuando Júlia regresó a nuestra mesa yo ya estaba completamente recuperado, lo que dejó vía libre a la vergüenza que sentía. No me atrevía a mirarla a la cara y solo deseaba salir corriendo de allí. Pero ella se sentó con una sonrisa, sosteniendo con ambas manos una taza humeante de chocolate caliente.
 –Oye, no te preocupes. No es culpa tuya –empezó ella para destensar la situación.
–Lo siento yo… nunca… no sé…
–Tranquilo. No hace falta darle más vueltas.
–Gracias.
–¿Estás mejor?
–Sí, suerte que llevabas esa crema.
–Bueno, una tiene sus trucos.
–Sí, sí… La verdad es que tus reacciones no dejan de sorprenderme. ¿Has tratado con muchos vampiros?
Nada más pronunciar aquellas palabras me arrepentí. Esa no era una pregunta para una primera cita y raramente podría tener una respuesta agradable. A pesar de que los No humanos nos estábamos integrando, nuestra historia estaba plagada de sufrimiento, brutalidad y muerte. Si una humana se había topado con un vampiro seguro que no había sido una experiencia agradable. Yo estaba tratando de ser un ser civilizado, pero no podía permitirme olvidar lo que era.
Para mi alivio, Júlia no se tomó mal la pregunta, aunque su sonrisa adquirió un deje de tristeza.
–Bueno… –comenzó meditando sus siguientes palabras– mi hermano es… un vampiro.
–¿Tu hermano?
–Hermanastro…
–¡Vaya!
Dándome cuenta de que aquél no era un tema agradable para Júlia, aplaqué mi entusiasmo inicial y decidí cambiar de tema. Y aunque ella no lo dijo, lo agradeció.

Aquella primera cita no había empezado demasiado bien, pero la cosa mejoró por momentos y no hubo más incidentes ni momentos vergonzosos. Hablamos de muchas cosas, ninguna demasiado profunda, pero generalidades necesarias para empezar a conocernos. Cuando nos despedimos tres horas más tarde una euforia como la que hacía tiempo que no sentía había inundado mi ánimo. Hasta ese momento solo había conseguido sentirme de ese modo secando cuerpos. Resultaba agradable recuperar esa sensación de bienestar con algo que no implicara segar otra vida.
Empecé a llegar un poco antes a las clases de yoga para poder hablar con Júlia, y también me quedaba para ayudarla a recoger cuando terminábamos. Me encantaba hablar con ella, me hacía sentir que todo era posible, incluso que un adicto como yo se rehabilitara. Quedamos un par de veces más para tomar algo y luego pasamos a las comidas, las cenas, ir al cine... Para mí todo eso resultaba un poco raro, ya que en los restaurantes a los que íbamos yo apenas podía comer nada, y en el cine tenía que ponerme tapones en las orejas para que no me reventaran los tímpanos, pero me gustaba aquella sencilla vida humana. Y me encantó cuando nuestra relación dio un paso más allá. Pero no entraré en eso, se me podrá acusar de asesinato pero jamás de airear secretos de alcoba.
Hasta que el destino puso a prueba nuestro lazo.

Fue una noche de primavera en la que la Luna llena relucía exageradamente grande. Júlia y yo habíamos quedado para ir a ver una obra de teatro en el centro, así que ella pasó a recogerme. Cuando salí de mi modesto apartamento a las afueras de la ciudad ella ya me estaba esperando, siempre era muy puntual. Sin tiempo que perder, me subí a su estrecho biplaza y le di un caluroso beso en los labios, para después pasar a abrocharme el cinturón mientras comentaba lo guapa que estaba. Estaba acostumbrado a verla con la ropa de deporte, que le sentaba genial, pero cuando salíamos y se acicalaba estaba radiante. A decir verdad se maquillaba solo lo justo, añadiendo algo de color en labios y ojos, pero aquellos toques hacían que sus facciones adquirieran un aire misterioso, casi sobrenatural, que a mí me fascinaba. Y la ropa resaltaba ese efecto aunque también solía ser sencilla: en esa ocasión, unos pantalones anchos y negros con un jersey ceñido de cuello alto a juego. También llevaba la pulsera de cristales que le había regalado hacía un par de semanas.

Devolviéndome el cumplido, Júlia arrancó el coche con una gran sonrisa y yo le pedí que me contara cómo le había ido el día. Tenía un horario tan comprimido y cambiante que resultaba difícil aclararse, pero ella no parecía tener problema con eso, ni con que yo lo olvidara tan a menudo. Cuando me estaba acabando de contar que a última hora había tenido una alumna nueva, ya mayor, que la había sorprendido por su increíble flexibilidad, algo hizo que se callara de repente. Al principio yo no entendí lo que estaba pasando. Podía sentir su miedo, cómo se le habían erizado los pelos de la nuca y cómo se había tensado cada músculo de su cuerpo. Pasé a mirarla fijamente. Y adivinando lo que iba a pasar a continuación, intenté detenerla pero no fui lo suficientemente rápido. Pegó un volantazo que nos sacó de la carretera y nos llevó a empotrarnos contra un árbol. A partir de ahí todo fue muy confuso. Una brusca sacudida me desorientó, y enseguida noté cómo algo tiraba de mí rozándome y quemándome el cuello. Antes de que pudiera reaccionar, recibí un fuerte golpe en la frente sin saber con qué había topado, y empecé a notar una humedad fría que se precipitaba por mi rostro. Estaba sangrando, o el equivalente vampírico, no sé muy bien cómo referirme a ese líquido oscuro y espero que nos corre por las venas.

Sé que perdí el conocimiento, pero no durante cuánto tiempo estuve inconsciente. Cuando volví a abrir los ojos vi a Júlia de pie, fuera del coche. Aunque no tenía sentido, giré la cabeza hacia la derecha, buscándola, y aunque tampoco tenía sentido, me sorprendió ver que el asiento estaba vacío. Volví la mirada al frente concentrándome en entender que Júlia había salido del coche. Me costaba enfocar la mirada pero distinguí que no estaba sola, delante de ella había otra figura. Considerablemente más alto y robusto, se acercaba a ella lo que parecía ser un hombre. Aunque tenía algo extraño. No sabría decir qué lo delató, pero no me hizo falta esperar a despejarme del todo para saber que un No humano se le estaba acercando. Y entonces lo entendí. Aquel ser había usado el truco más viejo del mundo, el que sacaba provecho de las buenas intenciones, de las buenas personas, de su ingenuidad…  No podía permitirlo, tenía que salvarla.
Arranqué el cinturón que me retenía de un tirón y abrí torpemente la puerta del coche. Yendo tan rápido cómo me lo permitía mi estado, saqué una pierna del vehículo, luego la otra, y me levanté sin apartar la vista de Júlia. Viendo que el No humano estaba ya muy cerca de ella, lancé una especie de gruñido para intentar ahuyentarlo, lo que hizo que Júlia se girara hacia mí. Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, me desplacé rápidamente hacia ella, dispuesto a protegerla, pero para cuando llegué, el No humano ya se había apresurado a huir. Estuve tentado de seguirlo pero me preocupaba mucho más saber si Júlia estaba bien. Así que me giré hacia ella dispuesto a atenderla y la encontré de rodillas, sollozando en el suelo.
–¿Júlia, estás bien?
–No –me respondió ella con un hilo de voz y la respiración entrecortada.
Intenté examinarla, desesperado por encontrar las heridas que sabía que tenía, pero su cuerpo estaba tan tenso, tan rígido, que apenas podía moverla.
–Abrázame –me suplicó.
–Estás sangrando Júlia. Yo no debería…
–Por favor...
Cedí. Me abandoné al deseo de rodearla entre mis brazos. Y noté cómo mis ojos se inyectaban en sangre, cómo los contornos se hundían, cómo crecía mi mandíbula, cómo sobresalían mis colmillos... Recurrí a todos los trucos que alguna vez me habían enseñado: respiré, recé, repetí mantras, pensé en animales, en carne cocida… y resistí. Resistí porqué aquella era la mujer más especial que había conocido nuca, la única que me había entendido, la que me estaba ayudando a salir de la oscuridad. Resistí porque el mundo sin ella no hubiera tenido sentido, y porqué el deseo de protegerla, era más fuerte que el hambre que quemaba mis entrañas.
–¿Te ha hecho daño?  –logré preguntarle haciendo el esfuerzo más grande que nunca había hecho. Podía oír cómo su sangre empezaba a coagularse entorno a los pequeños cortes que tenía por los brazos y la frente. Tenía una herida más profunda en algún lugar de las piernas, pero tampoco parecía grave. Me centré en tranquilizarme. Estaba bien, se recuperaría.
 –No. Él nunca…–me respondió antes de que su voz se quebrara.
–¿Él?
–Mi… hermano...
–¿Cómo?
–Abrázame. No me sueltes –volvió a pedirme ya sin esforzarse en reprimir las lágrimas.
–No te soltaré. Estoy aquí.


Todavía hay días en los que me cuesta controlarme. Al fin y al cabo, soy lo que soy, está en mi naturaleza. En esos momentos en los que estoy a punto de rendirme, repaso mi historia con Júlia. Sí, hemos pasado momentos muy difíciles, pero a pesar de todo, aquí estamos, a punto de celebrar nuestro cuarto aniversario. Resulta emocionante. Durante años me obsesionó el hecho de poder caminar bajo la luz del sol, de no tener que relegarme a la oscuridad. Los humanos solucionaron eso con su ciencia, más o menos. Y Júlia entre ellos, es la verdadera luz que necesitaba.