10 de julio de 2021

Sostenibilidad

Tengo hambre. Y el carrusel de anuncios desfilando en mi cerebro no me ayuda en absoluto. Los que preparan la programación diaria de publicidad no han tenido en cuenta mi nueva condición y, la verdad, me parece hasta cruel. No es que los reclamos que me están proyectando sean distintos a la mierda de siempre. La mayoría presentan las bondades de una infinidad de artículos de belleza y tratamientos genéticos con los que mejoraría mis rasgos. Otros prometen aumentar en un cuarenta por ciento mi masa muscular, o reducir en otro diez la materia grasa, todo a base de simples suplementos alimentarios. Pero los que me están torturando son los de comida. Tortitas con una tonelada de un sirope oscuro chorreante, aceitosas y relucientes patatas fritas o jugosas empanadas de queso. ¡Qué hipócritas! Se pasan ocho anuncios diciéndote que debes tener un cuerpo perfecto, para acabar tentándote con una bomba calórica tras otra y que nunca lo consigas. Le he pedido varias veces a mi criadora que presente una solicitud de modificación de segmento. Ella me dice que no será para tanto y que, en todo caso, que me moleste solo demuestra que tengo un problema.

Porque al parecer tengo un problema. Y para solucionarlo primero probaron con la dieta altamente saciante. Antes de pisar la sede del departamento de sostenibilidad ni siquiera sabía que esa cosa existía. Sí, he dicho “cosa”. Y si te sorprende es que te falta conocimiento de causa, fin. Esa bazofia no puede elevarse a la categoría de comida. A pesar de que el aspecto que tiene es espectacular, eso hay que admitirlo, no sabe a nada. O mejor dicho, a nada comestible. Es como una especie de argamasa espesa y grumosa de un color azul pálido, con un sabor indescifrable, totalmente químico. ¿A ti te suena apetecible? Pasteles, hamburguesas, solomillos, macarrones, pizzas… todo lo que puedas imaginar. Bueno, “todo”, “todo”, no. Ahora me he acordado del pescado. Me encantaría probarlo, catar “el de verdad”. ¡Qué locura! Hace tantos años que del mar solo se extrae plástico que ni siquiera saben cómo recrear su aspecto. Mi criadora dice que una vez, siendo muy pequeña, llegué a probar una gamba. Yo no me lo creo. Ni vendiendo nuestro piso y todo su contenido nos hubiera alcanzado para pagar una sardina (que por si no estás muy puesto en el tema, te aclararé que es mucho más barata que su primo el crustáceo). La cuestión es que la disfunción entre lo que veía y lo que me llevaba a la boca me generó una ansiedad que solo logró desbocar mi apetito. ¡Y así estoy!

En realidad todo empezó cuando, por algún motivo que aún no logro entender, mi criadora me arrastró al dichoso departamento de sostenibilidad. Enseguida anunciaron mi turno, no llevaba ni diez minutos esperando. Me condujeron a una sala diminuta en la que un androide me pesó, me midió de pies a cabeza, evaluó el perímetro de los distintos contornos de mi cuerpo y decretó que estaba “fuera de los parámetros aceptables para la sostenibilidad”. ¿La sostenibilidad de quién? ¿Y para qué? Aunque intenté pedirle explicaciones, solo conseguí que el agente mecánico se girara con un irritante pitido, y abandonara el cubículo tan rápido como había aparecido. Por supuesto, y para mi desgracia, no perdió el tiempo en transferir sus conclusiones a mi criadora. Sospechosamente entusiasmada, ella tiró a la basura toda la comida real que teníamos en la acumuladora, y la sustituyó por un montón de cajas de prometedora portada.


Después de ese primer encuentro me hicieron un seguimiento periódico durante tres meses. Cada semana acudía al mismo edificio gris sin ventanas. Me exploraban, establecían mi valor como persona en base a las medidas de mi cuerpo, y le mandaban el informe a mi criadora. Un suspenso tras otro. A pesar del hambre que pasaba, mi cuerpo se emperraba en seguir floreciendo. Y, lo que les parecía peor, yo no había dejado de lucir mis curvas con orgullo. ¡Faltaría más! Ante semejante desfachatez decidieron pasarme al programa “de alto riesgo”. ¿Alto riesgo de qué? En ningún momento habían comprobado mi estado de salud, ni siquiera habían mencionado que debería evitar el sedentarismo y hacer ejercicio. Los androides que me medían ignoraban mis quejas, no me daban ninguna explicación. Y mi criadora solo me repetía que todo era por mi bien, tenía que bajar de peso de manera urgente. Así que, en contra de mi voluntad, empezaron a aplicarme mecanismos antivoracidad. Suena bien, ¿eh?

Pues no sé cómo te lo habrás imaginado. La realidad es que empiezan a servirte el sucedáneo que consideran comida en lo que yo llamo “platos laberinto”. En este tipo de superficies resulta imposible coger una cucharada entera de sustancia, ya que está llena de relieves que se entremezclan dificultando el acceso. La idea es que se tarda mucho más en vaciar el plato, por lo que es más probable que te canses y lo dejes correr. Y no solo eso. Dentro de la argamasa azul también comenzaron a incluir una especie de piedras rojas que no son comestibles, y que tienes que estar apartando constantemente. Entre una y otra dificultad consiguen su objetivo, tardo tanto en terminar una ración que me aburro y la deshecho a la mitad. Me siento tan débil que ni siquiera tengo fuerzas para protestarle a mi criadora.

Pero mañana todo va a cambiar. Se acabó. Mañana tengo visita. Se acercará a medirme un reluciente, aceitoso, jugoso y crujiente androide. Estos chismes no saben de lo que es capaz una humana con un hambre voraz y nada que perder. Solo de pensarlo se me hace la boca agua. Al fin y al cabo, ellos mismos me han acostumbrado a la comida sintética. Y quizás sea este el salto evolutivo que nos falta. La auténtica “sostenibilidad”. Que se guarde mi criadora, ese trasto va a ser el siguiente.


No hay comentarios:

Publicar un comentario