13 de diciembre de 2019

El indeseado

Nada más verlo Flor supo que aquél hombre le traería problemas. No por su aspecto, parecía limpio y llevaba ropa de buena calidad. Ni tampoco por sus gestos, sosegados y corteses. Era su sonrisa. O más bien, la crueldad que asomaba por su mirada cuando sonreía. Flor había recibido muchas palizas a lo largo de su vida. Hombres altos, bajos, morenos, rubios, amables y groseros la habían golpeado sin distinción. Y con el tiempo había aprendido a identificar la brutalidad en sus miradas. Se le daba bien evitar a los que no se contentaban solo con satisfacer su lujuria, aunque también sabía diferenciar a los que no aceptan un no por respuesta. Estaba segura de que aquél hombre era uno de esos. Y no se equivocaba.

Él enseguida se fijó en ella, sorprendiéndola mientras le observaba. Flor supo que había cometido un grave error, un error de novata. No era bueno quedarse mirando a los clientes. Se ensañaban aún más excitados por la idea de que una puta en verdad les deseaba. Así que no se extrañó cuando él se le acercó. Aunque nunca antes, ni en esa taberna ni en ninguna otra, le habían ofrecido una jarra llena, ni la habían invitado a sentarse o, mucho menos, habían tratado de cortejarla. ¿Quién necesita convencer a una puta más allá de mostrar que tiene la bolsa bien llena? No habían pasado ni dos horas cuando la tenía completamente cautivada. Por sus historias, por la seguridad que emanaba de él, por su sonrisa que ahora le parecía encantadora... Se la llevó al piso de arriba pidiéndole permiso. Y ella aceptó. Así que pasaron la noche juntos. Hubo gritos y se oyeron golpes, aunque distintos a los que solía haber en aquellas habitaciones. Y por primera vez entre las paredes de ese mediocre lugar, una mujer gozó.

A la mañana siguiente Flor se despertó sola en una habitación que no era la que compartía con sus compañeras. Estaba confundida y le costaba mucho pensar. Con cierta dificultad, se levantó y se refrescó, lavándose en un cubo con agua que había en una esquina. Eso logró despejarla un poco. Recordaba bien lo que había pasado la noche anterior pero no podía explicarse cómo había sucumbido a aquél hombre. Solo había bebido una copa de vino. ¿Por qué había cambiado de opinión? ¿Qué le había hecho? Dándose un tiempo para acabar de recuperarse, bajó al piso inferior y preguntó a las otras chicas si sabían algo del desconocido, pero solo ella parecía haberse fijado en él. Por más que pensaba en ello no lograba entender lo que había pasado, así que, tras unos días, decidió dejar el asunto y olvidarlo. No le costó mucho, estaba acostumbrada a olvidar. Hasta que llegaron los mareos, y poco después, los vómitos matutinos.

Cuando comprendió que estaba embarazada montó en cólera. Durante años había evitado quedarse encinta tomando los ponzoñosos brebajes que le daban. Esos venenos habían estado a punto de matarla en más de una ocasión, pero siempre habían cumplido con su propósito. Además, ella ya no tenía edad para eso, hacía tantas lunas llenas que había dejado de sangrar que ya ni las contaba. Nunca había querido ser madre. El mundo le parecía un lugar demasiado peligroso y enfermo como para traer a él un ser tan puro. Pero había pasado. Y la idea de engendrar un varón le parecía tan grotesca que empezó a faltarle el aire. ¿Cuántas mujeres sufrirían por su error? ¿Cuántas de ellas morirían? ¿Y si llevaba dentro a una niña? ¿Cómo podía condenarla de ese modo teniéndola? Se alteró tanto y respiraba tan deprisa que acabó por desmayarse.
Una de sus compañeras la encontró tendida en el suelo, y pidió ayuda a un par más para llevarla al montón de paja que tenía por cama. Después de eso, para su sorpresa, el amo de la taberna la dejó descansar, de manera que ella ya solo se dedicaba a servir bebidas. Y a intentar abortar. Consultó a sus compañeras, a la curandera de la ciudad y a las comadronas. Cada mujer con la que hablaba le daba un remedio distinto, pero ninguno funcionaba. Se planteó varias veces quitarse la vida, pero no se atrevía. Era demasiado cobarde para eso, de manera que siguió probando maneras cada vez más drásticas de deshacerse del mal que le crecía dentro.


Una mañana se despertó de unas punzadas en el bajo vientre tan fuertes que lograron doblegarla y hacerle aullar de dolor. Pronto sintió una humedad cálida y pegajosa entre las piernas. Sus compañeras, asustadas, fueron a buscar a la curandera de la ciudad para que la ayudara. Cuando la anciana llegó, levantó la fina sábana con la que Flor estaba tapada y una gran mancha de sangre en su vestido confirmó sus sospechas: la mujer había abortado. Tras asegurarse de que se trataba de un sangrado y no una hemorragia, pidió una jarra con agua hirviendo. Cuando la tuvo, vertió en ella hierbas de distintos aspectos y unos polvos que nadie supo reconocer. Mientras esperaba a que la mezcla estuviera lista, mandó a las tres chiquillas que aún estaban en la habitación que se lavaran las manos, y que, después, le trajeran un cubo con agua limpia, paños limpios y una muda limpia. Todo debía estar muy limpio, impoluto. Cuando las jóvenes volvieron les pidió que prepararan también un lecho al que poder trasladar a la enferma y les indicó que cuando ella se marchara, quemaran el anterior. Tenían que deshacerse de todo, incluyendo la ropa que instantes antes había llevado Flor o los paños que habían usado en su aseo. Para cuando la curandera profirió esa advertencia Flor ya respiraba con normalidad y se sentía visiblemente aliviada. La anciana la había ayudado a desnudarse y la limpiaba con movimientos delicados, tras lo cual la hicieron moverse hasta su nueva cama. 

El resto del día lo pasó durmiendo. De vez en cuando se despertaba sobresaltada, pero en cuanto comprobaba que estaba a salvo, volvía a abandonarse al profundo sueño. Cuando ya estaba oscureciendo se despertó sintiéndose más despejada. Ya se encontraba mejor. Como le había indicado la curandera, dio unos sorbos del brebaje que le había dejado y comió un poco del estofado que apenas había tocado al mediodía. Reconfortada por dejar de sentir su estómago vacío, empezó a pensar en lo que había pasado y entendió que había conseguido abortar. Pero no la invadió la agradable sensación de alivio que esperaba, sino un vacío que se había originado en sus entrañas y que no paraba de crecer. Empezó a llorar. Sabía que jamás sería capaz de perdonarse por lo que había hecho. Había demostrado ser peor que aquellos a los que tanto despreciaba. Había acabado con un alma inocente.
Aletargada, dejó que las horas pasaran, y luego los días, recuperando poco a poco sus fuerzas y sanando su cuerpo. Pero éste, lejos de recuperar su menudo tamaño habitual, no paraba de brotar. En las semanas siguientes se le hincharon los pechos, su barriga creció aún más y no había día en el que no le dolieran los pies, enrojecidos por lo estrechas que parecían ahora sus antes cómodas botas. Hasta que una noche no pudo ignorar más lo que su cuerpo se empeñaba tozudamente en mostrarle: seguía estando embarazada. Una calidez inundó su ser. Y por primera vez en meses, sonrío. Pero mientras recorría cariñosamente su barriga con las manos, un pensamiento hizo que su rostro volviera a ensombrecerse. Sabía que había abortado pero seguía estando embarazada. Todas las explicaciones que se le ocurrían para justificar ese hecho parecían confirmar sus peores temores. Se esforzó por apartar esas ideas de su mente, y decidió centrarse en la segunda oportunidad que se le había brindado. Cuando llegara el momento daría a luz, y luego…, luego ya vería.

A partir de ahí todo fue más fácil. El posadero se había tomado bien la noticia y sus compañeras se habían propuesto cuidarla, apenas le dejaban hacer nada. No había vuelto a sangrar. Se encontraba bien y cada día podía sentir con más claridad la vida que llevaba dentro. Pero cuando faltaban apenas dos meses para que saliera de cuentas, empezó a tener pesadillas. Se despertaba noche tras noche temblando, empapada en sudor y con el corazón desbocado. Sus compañeras le decían que era normal, sería madre primeriza y estaba hinchada, con los nervios a flor de piel, pero ella sabía que algo no estaba bien. Siempre tenía el mismo sueño, eso no podía ser normal. Cuando despertaba no sabía explicar qué era exactamente lo que había visto, pero no tenía ninguna duda acerca de cuál era su significado: había llevado dentro dos gemelos de sexo opuesto, pero solo un varón saldría de ella. No había sido un accidente, ni siquiera un acto involuntario de supervivencia. No eran los remedios que ella había ingerido los que le habían arrebatado la vida de su hija, se trataba de la maldad de su gemelo, de un odio tan primigenio como la vida misma. Cada día se obligaba a creer que aquellas pesadillas eran fruto de sus miedos y de la culpa que sentía. Ella era la única responsable de su pérdida, nadie más. Así que siguió adelante, pero empezó a rezar a todas las deidades de las que alguna vez había oído hablar: para que su hijo fuera bueno; para que nada lograra corromper su alma; y sobretodo, para que ella fuera capaz de quererlo. Las pesadillas poco a poco fueron diluyéndose.

El pequeño llegó un soleado día de principios de verano. Era un niño precioso, fuerte y sano, que lloró a pleno pulmón cuando la comadrona le golpeó las nalgas. Habiéndolo lavado y cubierto con un paño limpio, la mujer se lo entregó a Flor y salió de la habitación para dejarlos a solas. Ella lo observó detenidamente, meciéndolo hasta que dejó de llorar, y sintiéndose la mujer más afortunada del mundo. Algo tan bello no podía ser malo.
A medida que pasaban los días Flor se sentía cada vez más capaz para ocuparse de su hijo. El pequeño comía bien, dormía bastante y no solía llorar demasiado, y sus compañeras la ayudaban mucho. Pasó el primer mes casi sin que se diera cuenta, y de igual modo los siguientes. Solo la repentina llegada del invierno les devolvió la consciencia del tiempo que había pasado ya: seis meses. Las temperaturas se desplomaron en cuestión de pocos días y la primera nevada del año pilló por sorpresa a toda la ciudad. Aún no habían llegado al solsticio cuando las calles, los caminos y los bosques ya estaban cubiertos por un manto blanco. Eso significaba que sería un invierno cruel.

Una noche Flor, el tabernero y un par de chicas más estaban recogiendo la taberna después de que todos los clientes se hubieran ido. El pequeño dormía tranquilamente acunado por el calor de la chimenea que tenía cerca, ajeno al ruido que hacían al arrastrar sillas o apilar cacharros. Cuando terminaron, Flor cogió con cuidado el cesto de cáñamo en el que su hijo descansaba, dispuesta a subir junto a sus compañeras hacia la habitación que compartían. Pero cuando aún no había dado ni dos pasos, el niño despertó y empezó a llorar con fuerza. Haciendo un gesto a sus acompañantes para que se adelantaran, se sentó en una silla cercana y empezó a darle el pecho. Así conseguiría que durmiera varias horas seguidas. Cuando el pequeño estuvo satisfecho, lo dejó de nuevo en su cesto, lo tapó y empezó a pasarle un dedo por la frente, bajando hasta la punta la nariz. El pequeño río por primera vez en su incipiente vida. Y a Flor se le heló la sangre en las venas. Parecía que el corazón se le hubiera parado. Había visto antes esa sonrisa, esa mirada… esa crueldad deseosa de ser desatada. No podía ser. No en un niño tan pequeño.

Aquella noche las pesadillas volvieron. Y con ellas los sudores fríos, los temblores y el miedo. Ya no la asaltaban ideas abstractas, sino imágenes tan vivas, que casi parecían reales. Cada noche veía como un hombre adulto mataba a una chica distinta, de una manera nueva, cada cual más despiadada. Dejó de dormir. Pero en los breves ratos en los que cerraba los ojos derrotada por el sueño, las sangrientas imágenes volvían. No podía más. Tenía que parar aquello. Una idea empezó a cobrar forma en su desquiciada mente. No era capaz de acabar con el hijo que tanto amaba pero tampoco podía permitir que aquellas visiones se hicieran realidad. Así que cuando el pequeño aún no había cumplido el año, decidió abandonarlo en el bosque. A su suerte. Sería el invierno el que acabaría con aquel mal, o se obraría un milagro si estaba equivocada. Y lo hizo, aunque después se arrepintió y quiso rectificar. Pero cuando volvió a por él ya no encontró nada. Ni siquiera la manta en la que lo había envuelto o el cesto de cáñamo en el que lo había dejado. Buscó, buscó y buscó. Hasta que se hizo de noche. Hasta que los copos de nieve que no paraban de caer la calaron por completo. Hasta que dejó de sentir su cuerpo, entendió que jamás recuperaría a su pequeño y dejó que el hielo se la llevara.

Sí. Al final su madre recobró la razón y perdió su vida intentando rescatarlo. Pero esa verdad no servía a los intereses de cierto hombre cruel, de modo que no fue la que le contaron a Balah.

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