19 de abril de 2020

Dunas de sal

<<Tengo miedo. No se habla de otra cosa en el poblado y yo todavía no comprendo qué es lo que va a suceder. Los mayores llevan ciclos comentando con emoción que el gran día está cerca. Alguien mencionó una tormenta, una tempestad, el renacer... ¿Qué aguas significa eso? Sé que soy muy joven, no llego ni a las diez vueltas de edad, aun así estaría bien que alguien se molestara en explicarme qué es lo que está ocurriendo y qué nos espera. El cielo amanece cada día más oscuro. La suave brisa que apenas lograba empujar los granitos de sal del desierto que nos rodea, se ha convertido en un traicionero y enfurecido viento que transforma el paisaje a su paso. Sí, tengo miedo. Y nadie quiere contarme qué es lo que va a pasar.>>
Diario de Alha’r


Comerciar con el pueblo de sal nunca fue fácil, pero desde hacía un par de meses se había vuelto una tarea especialmente complicada. Estaban ausentes, distraídos, sus preciosos cristales ya no relucían como antes y, ni siquiera mostrando interés por alguna pieza, intentaban convencerte de que la compraras. Sabía que algo les pasaba. Intrigada, saqué el tema con Rala’h en cuanto tuve ocasión. Él se limitó a decirme que había cosas que un humano nunca podría entender. Y aunque en el fondo yo sabía que tenía razón, me enfadé tanto con él que lo eché de mi cama a golpe de insulto. Al cabo de unos días, convencida de que intentar de nuevo hablar con el testarudo de mi amante no serviría de nada, decidí romper la promesa que le hice cinco años atrás. Y una tarde, mientras los rayos de sol empezaban a desaparecer por el horizonte, lo seguí después de que abandonara su tenderete, escurriéndome entre las sombras.


Caminamos toda la noche, y también al día siguiente y al otro, atravesando el desierto de Klyani. Hacia el mediodía de la cuarta jornada, el paisaje cambió. De repente, me di cuenta de que la arena se había vuelto mucho más fina y blanca. Una oscuridad nos envolvió. El cielo se había llenado de unas nubes tan negras, que casi se habían tragado por completo la luz del sol. Seguí los pasos de Rala’h, que se perdió por la cresta de una gran duna. Y justo cuando, entre jadeos, logré alcanzar la cima, la sal empezó a moverse violentamente bajo mis pies. Tratando de agarrarme a algo inexistente, resbalé y caí de espaldas. Intenté levantarme, pataleando y hundiéndome todavía más en la sal. Hasta que me di cuenta de que me estaba precipitando hacia el fondo de la duna, donde un agujero sin fondo me esperaba para engullirme. Cerré los ojos y me tapé la cara con las manos para protegerme del polvo que mis esfuerzos por escapar estaban levantando. Tras lo que me pareció una eternidad, aterricé de culo sobre un duro suelo.

Abrí los ojos y no pude creer lo que estaba viendo. Rala’h me había contado muchas veces cómo era el lugar donde vivía, pero aquellas confesiones de alcoba no estaban a la altura del paisaje que tenía ante mis ojos. Había imaginado un poblado lleno de cabañas con algún adorno o detalle de marfil. Nada más lejos de la realidad. Las estructuras que observaba, asombrada, estaban hechas de la misma sal que me había arañado brazos y piernas. Eran auténticos castillos. Una ciudad repleta de torres, bóvedas, cúpulas y arcos que relucían incluso con la ínfima luz que se colaba entre los nubarrones que cubrían el cielo. Las paredes lanzaban destellos azules, lilas y grises. La presencia de semejante belleza me conmovió tanto, que una lágrima se me escapó mejillas abajo.

Estaba tan concentrada en capturar cada detalle de aquella impresionante visión, que no me di cuenta de que Rala’h me había descubierto. Solo me percaté de su presencia cuando unos granulados dedos se cerraron entorno mi muñeca, sujetándola con fuerza.
—Por todas las aguas, ¿qué haces tú aquí? —me preguntó, molesto, Rala’h.
—Yo…
—¡Me lo prometiste!
—¡Te pasa algo y no querías contármelo! —le reproché sin poder mirarlo a los ojos.
—¡Humanos! —espetó con desdén—. ¡Siempre os metéis donde no os llaman!
Liberándome con un movimiento brusco de la mano que había pasado a agarrarme el brazo, no pude contener las lágrimas, ni tampoco el agudo chillido que se precipitó por mi garganta.
—¡No te preocupes! ¡Si tanto me desprecias, ya me voy!
—Tú no vas a ninguna parte.
—No te atreverás a…
—No es eso —se apresuró a aclarar Rala’h—. Has elegido el peor día para venir. La peor noche de todas.
 —¿Por qué? —pregunté de malas maneras, cegada por la rabia que sentía.
—Va a llover. Mucho. Como nunca antes hayas visto.
 —¿Y?
—¿De verdad tengo que explicártelo?
Ante mi silencio, Rala’h suspiró, tratando de encontrar las palabras adecuadas para contarme lo que a él nunca le habían explicado. Asustado e incómodo a partes iguales, solo logró musitar mi nombre.
—Nath…
No me hizo falta más, entonces lo entendí.
—¿Qué hago? ¿Qué va a pasar? —quise saber angustiada.
—Quédate conmigo.

Lo hice. Estaba aterrada, pero era lo único que podía hacer por él, no dejarlo solo. Lo seguí hasta su torre, subí las escaleras y atravesé los umbrales que nos llevaron a su alcoba. Me quedé de pie, temblando, mirándolo mientras se tumbaba en la cama. Me uní a él para abrazarlo con todo el cuerpo, como había hecho tantas otras veces. Y el miedo a lo que estaba  a punto de pasar hizo que lo viera como si fuera la primera vez. Recorrí su espalda con las manos, descubrí de nuevo sus curvas y me centré en la calidez que desprendía su cuerpo. Era un ser del desierto, recordé, y como tal, llevaba el fuego del desierto en su interior. Quizás eso lo salvaría. Tal vez aún había esperanza.

Permanecimos abrazados hasta que vino la tormenta y el mundo se volvió una maraña de truenos, rayos y ráfagas de agua. Me quedé con él mientras el techo se deshacía sobre nuestras cabezas, y aún incluso cuando las gotas de agua empezaron a mojarme la cara, mezclándose con mis lágrimas. Seguí aferrándome a él, aunque se desvanecía entre mis brazos, que no tardaron en quedar completamente vacíos. Se me escapó un “te quiero”, pero ya era demasiado tarde. Después de eso se deshizo la cama, los umbrales, las escaleras e, incluso, la torre entera que nos había dado cobijo. Todo a mí alrededor se derrumbó en medio del ruido ensordecedor de la tormenta. Y, a la vez, en medio del silencio de un pueblo que estaba siendo aniquilado. No oí ni un grito. Y ese vacío hizo que me sintiera todavía más sola.

Llovió toda la noche sin tregua. Cuando por fin paró, fui incapaz de moverme hasta que noté la sal endureciéndose sobre mi piel. Las nubes se habían retirado y el sol empezaba a asomarse por el horizonte. Pronto sentí una agradable calidez en las mejillas, me obligué a levantarme y a caminar por el largo camino fangoso que la tormenta había dejado. A pesar de que no sabía hacia donde me dirigía, no dejé de caminar hasta que el sol estuvo muy alto y llegué a una amplia explanada. Se encontraba a las afueras de lo que había sido la ciudad, y estaba repleta de una especie de columnas de sal que se alzaban hacia el cielo sin llegar a sostener ningún techo. Empecé a caminar por los estrechos pasillos que quedaban entre ellas, observándolas, hasta que un extraño ruido hizo que me detuviera a los pocos pasos.

Se trataba de un crujido procedente de las columnas que tenía más cerca. Estas empezaron a resquebrajarse hasta derrumbarse y deshacerse por completo, dejando en el centro de cada una de ellas, una figura humanoide que se iba volviendo nítida. Uno por uno, los seres que se habían formado  emprendieron la marcha en dirección a la ciudad, abandonado la explanada, al son de un monótono ritmo. Yo los observaba sin atreverme a mover ni un músculo de mi cuerpo. Creía entender lo que estaba ocurriendo, pero no por ello me daba menos miedo.

Una de las criaturas se detuvo delante de mí, dedicándome una sonrisa que me resultó dolorosamente familiar.
—Hola —me saludó aquél primigenio ser de sal—. El desierto ha dispuesto que ahora soy Hara’l. 
Quise responder. Preguntarle qué había pasado y exigir saber dónde estaba Rala’h. A pesar de mis intentos, solo logré boquear como un pez que se ahoga fuera del agua. Me miró extrañado, como si algo en mí no terminara de encajarle del todo.
—Ah… ¡Ya sé! Tú y yo nos conocemos, ¿verdad? —prosiguió, inquebrantable.


<<Esta humana me va a volver loco. No para de hacerme preguntas que no soy capaz de responder. Cree que estoy raro y que le oculto algo. Y tiene razón, aunque mis motivos distan mucho de los que ella se imagina. ¡Aguas! ¿Cómo puedo explicarle que pronto desapareceré tal y como me conoce? Lo que más me aterra de todo esto, es saber que yo no volveré a verla. Al menos no de la misma forma. Renacer, vivir, fundir nuestra esencia en la sal, en el desierto; y volver a empezar como un nuevo ser tan antiguo como el fuego. No sé cuántas veces he pasado ya por esto. En mí hay miles de partes de otros seres. Me nutro de sus sentimientos, de las experiencias que han vivido y de los conocimientos que han podido atesorar. Y aún con todo ese saber, soy incapaz de encontrar las palabras para decirle lo que siento. ¿Sentirá ella lo mismo por mí? No estoy preparado para decirle adiós.>>
Diario de Rala’h

5 de abril de 2020

Progreso 2020

Hola,
Esta semana os traigo un repaso de cómo van mis proyectos escritoriles, partiendo del post de Balance 2019 y planteamiento 2020.

El blog
En este trimestre hemos pasado de 5 a 10 relatos publicados en el blog y de 48 a 150 usuarios, con lo que estoy muy contenta 😊. ¡Muchas gracias a tod@s por leerme!

Cuenta de twitter
También ha ido creciendo, concretamente pasando de 25 a 83 seguidores. Sería genial llegar a los 150 durante este año, veremos si lo conseguiré. De momento daros las gracias también a tod@s l@s seguidor@s 💕.

Formación
El taller de escritura creativa que hacía en presencial los lunes, sobre el viaje del héroe y cómo contarlo bien ha sido un poco accidentado, entre cancelaciones de clases y algún que otro desplante también por mi parte, pero le he sacado provecho de todas formas.
El gran descubrimiento ha sido la plataforma de formación online Caja de Letras. Estoy haciendo un curso de literatura fantástica online de tres meses y me está encantando, os dejo el enlace por si le queréis echar un ojo: https://cajadeletras.es/

Concursos
De momento he participado en 4 convocatorias y en una, a falta de conocer los dos ganadores, soy finalista, con lo que estoy satisfecha. Creo que se aprende mucho participando en este tipo de retos, así que voy a seguir presentándome a todo lo que pueda 😂😂.

Novelas
Esto lo tengo muy parado. La novela de fantasía que ya está terminada y de la que solo quería mejorar el principio y el final ahora me parece que se tiene que reescribir entera, así que no sé muy bien qué voy a hacer con ella. Y en la otra, de ciencia ficción, no he avanzado nada. Escribí el quinto capítulo y ahí sigo. Tengo la sensación de que empecé la casa por el tejado metiéndome a escribir novelas sin haberme formado y sin tener mucha experiencia previa ni siquiera en relatos cortos, así que me estoy centrando en aprender y mejorar.

Otros temas
Tengo dos propósitos más para este año que también me hace ilusión comentar. El primero de ellos es introducir el yoga en mi rutina semanal y me alegra decir que poco a poco lo estoy consiguiendo. Os lo cuento porque la verdad es que está siendo una fuente de inspiración y también me ayuda a centrarme cuando estoy atascada o no sé por dónde tirar en una historia. Así que os lo recomiendo.

Y el segundo es publicar algún relato en el blog con fotografías hechas por mí. De momento he hecho dos, la del post de Balance 2019 y planteamiento 2020 y la del penúltimo relato que publiqué Paseo de gloria. No tengo demasiados conocimientos de fotografía pero me gusta, así que iré practicando.


¡Y de momento eso es todo! La semana que viene publicaré un nuevo relato.

¡Un abrazo y gracias de nuevo!

29 de marzo de 2020

El roble blanco

Era un sábado como otro cualquiera. Luna había tenido partido de voleibol aquella mañana y había llegado a casa de sus abuelas congelada, ya que aunque estuvieran a medianos de enero, siempre jugaban en campos exteriores. La joven formaba parte del equipo del colegio con el que entrenaba dos veces por semana, mientras que los partidos de la liga comarcal se realizaban en sábado o domingo, sobre las ocho de la mañana. Su madre, Nina, le había preguntado en más de una ocasión si no preferiría aprovechar el fin de semana para descansar, pero a Luna le gustaba mucho el voleibol y no le molestaba tener que madrugar.

Cuando llegó a casa de sus abuelas después del partido estaba tiritando. Hacía rato que había dejado de sudar y tanto las manos como los pies le dolían de lo fríos que los tenía. Dándose cuenta, Pilar le ordenó que fuera directamente a darse una ducha caliente y ella obedeció sin rechistar. Así que se perdió por las escaleras que daban al piso superior y después de coger una muda limpia, entró en el pequeño y único baño de la casa. Estuvo un buen rato debajo de la ducha, dejando que el agua humeante hiciera desaparecer las mil agujas que había sentido al principio por todo el cuerpo. Cuando terminó se secó con la toalla que le habían dejado sus abuelas. La tela era un poco áspera, de manera que le rascaba ligeramente la piel mientras absorbía las diminutas gotas de agua que la recubrían. A ella le encantaba esa sensación, de hecho, le parecía que si una toalla no raspaba un poco, no cumplía bien su función. 
Habiéndose vestido, peinado y echado un poco de la colonia con aroma a manzana que usaba su abuela Rosa, volvió al piso inferior y se adentró en el comedor. Pilar ya la estaba esperando con una infusión recién hecha que ella agradeció. Cogiendo la taza con cuidado para no quemarse, se sentó en el sofá para dar cuenta de la bebida a pequeños sorbos.

El resto de la mañana lo pasaron viendo la televisión y preparando un estofado de ternera con verduras para el mediodía. Rosa había salido a comprar lana para la temporada de invierno y cuando regresó comieron las tres juntas, tras lo cual se sentaron en el pequeño comedor para descansar un rato.
–¿Cómo ha ido el partido? –se interesó Rosa.
–Mal… hemos perdido… –respondió Luna visiblemente fastidiada.
–Bueno, ya ganaréis –quiso animarla Pilar.
–Si tú lo dices… –bufó la joven. 
–Te he traído algo –anunció Rosa guiñándole un ojo.
–¿Para mí?
A modo de respuesta, Rosa alcanzó una de las bolsas con las que había llegado y se la pasó a Luna sin desvelar su contenido. La joven miró qué había en el interior y encontró un ovillo de lana naranja y otro amarillo, atravesados por dos grandes agujas de tejer.
–¡Qué bien! –exclamó Luna alegremente.
–Dijiste que querías hacer una bufanda, ¿no?
–¡Sí!
–¿Te gustan estos colores?
–Mucho. Le quedarán bien a Paula.
–¿Quién es Paula? –preguntó Rosa.
–La del gato que nada –respondió riendo Pilar.
–No nada, solo le gusta que lo bañen y es una gata, no un gato –apuntó Luna.
Rosa soltó una carcajada al imaginarse la escena, mientras Pilar ponía los ojos en blanco.

–Pronto es su cumpleaños y quiero hacerle una bufanda… de estas que son grandes y cerradas –continuó la joven.
–Como una braga –afirmó Rosa.
–Sí.
–Después podemos mirar qué punto quieres hacer y te enseño.
–¡Vale! Espero que le guste…
–Seguro que sí –comentó Pilar.
–Bueno… últimamente está un poco rara.
–¿Y eso? –quiso saber Rosa mirándola por encima de sus grandes gafas.
–Pues… le dije que no me gustaba su novio y se enfadó.
–¿Novio? ¿Pero qué edad tiene? –se alarmó Pilar.
–Pues la mía. Va a mi clase.
Las ancianas intercambiaron una fugaz mirada de preocupación. Sin lugar a dudas tendrían que comentar el tema con Nina y averiguar si Luna también tenía… amigos de ese tipo. A pesar de su preocupación, ninguna dijo nada al respecto y permanecieron en silencio a la espera de que Luna les contara más sobre el asunto.
–El caso es que el chico sí que es mayor y no sé, me da mala espina. No se lo ve buena persona.
–¿Y se lo dijiste? –preguntó Rosa.
–Sí, y me dijo que no me preocupara… cuando le insistí se enfadó conmigo y hace varios días que no hablamos.
–Bueno, no te preocupes, seguro que se le pasa– afirmó Pilar tratando de tranquilizarla.
–Veremos… no sé si decirle algo…
–Ay niña. Ya conoces el refrán tauren… –suspiró la bisabuela.
–No. ¿Qué refrán? ¿Qué es un tauren? –la interrogó Luna.
–Los tauren son una raza de chamanes, medio humanos medio bovinos, que viven en poblados repartidos por todo el mundo. Y suelen decir que no hace falta ser ciego para no ver las sombras venir.
–¿Y eso qué significa? –preguntó Luna un tanto desconcertada.
–Si quieres te cuento la historia –propuso Pilar aunque ya sabía la respuesta.
–¡Vale! –exclamó Luna.
–Yo iré a guardar la lana… –se excusó Rosa.

La abuela de Luna salió del comedor con varias bolsas en la mano, mientras Pilar le acababa de contar a la joven cómo eran los protagonistas de la leyenda que le iba a contar. Le habló de su similitud con los minotauros de la antigua Grecia, de su cuerpo recubierto de un pelaje suave, de los grandes cuernos que coronaban sus cabezas, de sus garras y pezuñas... Le contó que a pesar de tener una apariencia feroz son un pueblo muy pacífico y que sus dones se basan en una gran conexión con la naturaleza en general.
–Nunca había oído hablar de ellos –se quejó Luna.
–Pues escucha…
La joven asintió a modo de respuesta y tras callar unos instantes para generar una cierta tensión, Pilar empezó a contar la historia del roble blanco.


–Esto que te voy a contar sucedió hace muchos, muchos años…
–Y en un lugar muy, muy lejano… Todas las historias empiezan igual –refunfuñó la joven.
–Bueno, es que últimamente creemos que ya lo sabemos todo, así que nadie se molesta en registrar los errores que cometemos en forma de relatos. Todo lo que tenemos son viejas historias.
Luna se removió inquieta en el sofá.
–No me interrumpas –continuó la anciana–. La cuestión es que en uno de los muchos poblados tauren que por entonces ya había, una pequeña se despertó en plena noche con el corazón desbocado y la espalda empapada en sudor. Su pecho subía y bajaba frenéticamente, tratando de seguirle el ritmo a su respiración. Quería correr a la habitación en la que dormía su madre, pero le daba miedo abandonar la protección de las mantas que le servían de lecho. Así que grito desesperadamente deseando que la oyeran, hasta que la tauren despertó y acudió a ver qué le pasaba.
–¿Cómo se llamaban?
–La hija Shema y la madre Kiba.
–¿Qué le pasaba a Shema?
–Había tenido una horrible pesadilla. Verás, antes los poblados tauren se construían alrededor de un árbol protector. Los tauren son muy sensibles a todas las formas de vida de este y otros planos.
–No te entiendo… ¿Qué planos?
–Tú escucha. La cuestión es que la pequeña Shema vio en sueños que el roble blanco de su poblado se estaba muriendo, y que unas sombras sin rostro, todo garras y dientes, los estaban acechando. Kiba trató de tranquilizarla repitiéndole una y otra vez que el árbol estaba bien, recordándole que aquella misma mañana Shema había estado jugando entre sus raíces. Tuvo que quedarse con ella el resto de la noche.
Con la luz del día los temores de Shema se debilitaron, aunque Kiba acabó durmiendo con ella algunas noches más. Preocupada, al final la tauren contó lo que había pasado a las ancianas que gobernaban el poblado. Éstas se burlaron de ella por darle demasiada importancia a las pesadillas de su hija.
–Bueno, es que solo era una pesadilla… –las justificó Luna.
–Los sueños siempre nos cuentan algo de nuestra realidad. Deberíamos escucharlos siempre, prestarles atención, pero claro, los humanos estáis por encima de eso…
Luna la miró con el ceño fruncido.
–Bueno… no entremos en eso… La cuestión es que las ancianas no se tomaron en serio a Kiba y en menos de un ciclo nadie se acordaba de lo que había pasado. Mucho menos se acordarían once primaveras después, cuando Shema empezó a tener edad de formar su propia familia.
Los días cada vez eran más largos y en el poblado tauren aquello era sinónimo de fertilidad. Las plantas brotaban, los huertos daban sus primeros frutos y las crías desgarraban el silencio de las noches con sus berridos. Pero en medio de aquel despertar, las ramas del roble blanco seguían desnudas. Y lejos de mejorar, el árbol parecía cada vez más débil y enfermo.
–¡Entonces Shema tenía razón! –exclamó la joven sorprendida.
–No seas impaciente –la regañó la bisabuela–. Una noche Shema estaba durmiendo profundamente, cuando la cercanía de un movimiento ajeno la despertó de repente. Convencida de que no estaba sola en la habitación se quedó muy quieta escrutando la oscuridad, forzando la vista y agudizando el oído. Y cuando ya casi se había convencido de que no había nada, algo la atacó. Una sombra se le había tirado encima y le estaba arañando la cara y los brazos. 
Luna ahogó un gritó esforzándose por no interrumpir la historia.
–Alertada por el forcejeo, Kiba saltó de la cama y se precipitó hacia la habitación de su hija para socorrerla. Cuando la encontró luchando contra una mancha negra se quedó completamente desconcertada. Enseguida se obligó a reaccionar, y apretando los puños con rabia, empezó a golpear a aquella cosa sin piedad. Sabiéndose en desventaja, la sombra se batió en retirada, escurriéndose por las esquinas hasta salir de la pequeña cabaña. Tras su marcha todo quedó en calma, y madre e hija guardaron silencio mientras se concentraban en atender las heridas de Shema.
–¿Qué era esa sombra?
–Una forma de vida de otro plano que intentaba desesperadamente adquirir presencia en el nuestro.
A la mañana siguiente el recuerdo de la pesadilla que había tenido Shema hacía once primaveras estaba tan presente como el ataque de la noche anterior. En cuánto Kiba fue capaz de despejarse, se dispuso a hablar con las ancianas que regían la tribu, pero éstas tuvieron la misma reacción que años atrás. Ni siquiera la alusión al preocupante estado del árbol milenario con el que habían fundado el poblado logró hacer que se la tomaran en serio. “El roble blanco siempre nos ha protegido”, le dijeron, “Y lo seguirá haciendo, solo que este año tarda poco más en brotar”.
–No me lo puedo creer… –bufó Luna.
–Ay mi niña –suspiró Pilar –. Son tantas las historias de este tipo que podrían contarse…
–¿Y qué pasó luego?
–Pues que las cosas empeoraron. Un par de noches después de que Shema se hubiera enfrentado a la sombra, algo acabó con las plantas. Parterres, huertos y macetas amanecieron hechos una maraña de troncos y tallos secos. Shema y Kiba se empeñaron en hablar con sus vecinos, a pesar de que nadie quería escucharlas. Hasta que le tocó el turno al ganado. Gallinas, cerdos y conejos murieron violentamente, quedando casi momificados, e incluso más llenos de arañazos que la cara y los brazos de Shema. Algo malo estaba pasando, y ante esa evidencia, los habitantes del poblado tauren empezaron a abrir sus oídos y sus mentes.
–¡Sí que les costó!
–Luna, a nadie le gusta aceptar que su hogar ya no es un lugar seguro.
–Ya…
–La presión hizo que al fin las ancianas actuaran. Reunieron a todo el poblado alrededor del gran roble y se colocaron en el centro del círculo, alineadas varios pasos más adelante. Al unísono, como si de una danza ritual se tratara, alzaron los brazos a media altura y apuntaron las palmas de las manos hacia el árbol. De las yemas de sus huesudos dedos no tardaron en salir chorros de luz verde, dirigidos hacia el roble blanco. Le estaban insuflando energía de vida. El poder de las ancianas combinado de ese modo podía hacer que un campo recién sembrado se pudiera recoger en un par de días, o que un embrión estuviera listo para nacer en un mes. Y a pesar de que era habitual utilizar aquel tipo de energía, nunca se hacía en tales cantidades, ya que abusar de ella tenía un gran desgaste, y consecuencias; manzanas sin sabor, cereales que no saciaban, o gallinas estériles. No en vano los tauren también suelen decir que las cosas pueden hacerse rápido o pueden hacerse bien.
–¿Y aquello sirvió?
–Con todo aquel derroche de poder las ancianas solo lograron hacer crecer algunas tímidas hojas en las ramas muertas del roble. Eso fue suficiente para que todo el mundo se fuera a dormir más tranquilo. Y también bastó para acabar de atraer a las sombras que arrasaron el poblado aquella misma noche. Las ancianas habían creado sin saberlo una especie de faro que destilaba vida.
–¡Qué horror! –exclamó Luna consternada.
–Sí. Pocos fueron los que sobrevivieron.
–¿Y Shema y Kiba?
–Desgraciadamente no estaban entre ellos. Aunque sí lo hizo una de las ancianas, y dedicaría el resto de sus días a salvar otros poblados.

Luna se quedó en silencio unos minutos. Pilar dejó que la joven reflexionara sobre la historia que le acababa de contar, hasta que la Luna rompió el silencio.
–Es una historia triste.
–Lo es… –afirmó la bisabuela.
–¿Y ahora los poblados tauren ya no se construyen alrededor de un árbol protector? –preguntó Luna.
–No. Ahora se plantan varios árboles y arbustos formando un círculo que delimita la extensión del poblado.
–¿Y eso sirve?
–La mayor parte del tiempo.
Luna lanzó un profundo suspiro.
–La verdad es que la historia no me ha ayudado a decidir qué hacer con Paula…
–No… pero ahora ya sabes que no hace falta ser ciego para no ver las sombras venir…

11 de marzo de 2020

Paseo de gloria

Estaba amaneciendo. El cielo empezaba a teñirse a franjas rojas por el horizonte. Y cuando el primer rayo de sol empezó a despuntar, el evento comenzó. Nuestro comandante espoleó su caballo con fuerza, pero el animal, un semental negro azabache y de porte orgulloso, tardo un minuto largo en reaccionar. Cuando empezó a andar lo hizo lentamente, cansado y soñoliento como estaba. Los cuatro generales que lo seguían se pusieron también en movimiento, encabezando la lenta y aletargada marcha. Para cuando le llegó el turno a mi yegua plateada el cielo ya era de un azul claro y el ambiente estaba bastante más animado. La multitud había tardado un poco en congregarse, pero al fin habían llenado por completo los laterales del paseo y el bullicio era ensordecedor. Las mujeres que estaban a primera fila nos tiraban unas extrañas flores azules con tres grandes pétalos, mientras que los hombres hacían el saludo conmemorativo de Tarmea. Los más jóvenes se abrían paso a codazos entre la multitud para poder vernos mejor. Nadie podía negar que se tratara de una celebración digna de la capital.

Al ver que la montura de pelaje castaño que tenía delante empezaba a andar, tiré bruscamente de las riendas de mi yegua para que la siguiera. Plata no se hizo de rogar, y nos unimos al desfile. Habíamos estado ausentes dos ciclos lunares pero parecía que habíamos partido el día anterior, haciendo solos ese mismo recorrido, sin nadie que nos despidiera o nos deseara suerte. Ahora la multitud nos aclamaba y nos alababa por nuestra victoria. Cuanto más observaba sus rostros de alegría, sus manos alzadas, las muestras de afecto con las que nos obsequiaban… más avergonzada me sentía. Éramos unos farsantes… Y yo, permitiéndolo, le estaba fallando a mi pueblo, una estirpe de guerreras que desde tiempos inmemoriales había protegido Tarmea. No pude soportarlo más. Bajé la mirada y me centré en las patas del macho castaño que tenía delante. Me obligué a oír solamente el sonido que hacían sus cascos al chocar contra el suelo, y solté las riendas de Plata sabiendo que la yegua mantendría el rumbo sin necesidad de que yo la guiara.

Recorrimos el largo paseo de la victoria, y más allá aún hasta la plaza en la que solía hacerse el mercado. Dos mil jinetes avanzando en fila de a dos por el centro de Tarbas, la gran capital. Semejante distinción no se recibía todos los días. Y cuando fui consciente de eso me sentí aún peor. Pero sin duda, el momento más difícil llegó cuando nuestro comandante se subió a un atril que se había preparado para la ocasión en medio de la plaza, y empezó su discurso. Muchos le habíamos aconsejado que se saltara ese honor. Pero él, ufano por ser el portador de tan buenas nuevas, no quiso perderse su momento de gloria. Y nada pudo disuadirlo de hacer el discurso que con tanto esmero había preparado.


–Apreciados –empezó levantando las manos a modo de saludo y con la doble intención de invitar a los asistentes para que bajaran la voz –la Compañía gris una vez más ha cumplido con su propósito.
Tras esta declaración inicial, Lure hizo una pausa para dejar que la multitud lo aclamara, y ésta estuvo a la altura de sus expectativas. Extasiado por la euforia del público que tan atentamente lo escuchaba, el comandante volvió a levantar las manos para proseguir con su discurso, aunque sin ninguna prisa, alargando las pausas más de lo necesario y arrastrando las palabras con las que terminaba las frases.
–El rey Izíar –prosiguió –nos encomendó una tarea muy difícil, casi imposible diría yo: Limpiar Tarmea de los demonios Masthil que la estaban asolando.
La multitud volvió a aplaudir entusiasmada.
–Los demonios estaban atrincherados en Páramo Yermo, varias leguas al sur de Tarmea, sin duda ultimando los detalles de un ataque inminente. Pero eso no impidió que cayera sobre ellos la fuerza de la Compañía gris.
El público enloqueció tras esas palabras, hasta tal punto que sus gritos incomodaron a nuestras monturas. Mi yegua plateada se removió inquieta y tuve que volver a sujetar las riendas con fuerza para obligarla a quedarse quieta.

El comandante aún estuvo un buen rato deleitando a la audiencia con los detalles más escabrosos de la encarnizada batalla que habíamos librado. Yo no veía la hora de que aquello acabara y decidiendo que ya había tenido suficiente, bloqueé mis oídos para pasar a comunicarme con Plata. Intenté tranquilizarla, transmitirle que ya quedaba poco para ir a descansar. A través de nuestro vínculo pude percibir cuán cansada estaba, y cuán injusto había sido ese esfuerzo adicional que la había obligado a hacer para participar en esa farsa. Las monturas se habían llevado la peor parte de aquella incursión, al fin y al cabo, nos habían tenido que desplazar a paso ligero de Tarbas a Páramo Yermo, y enseguida recorrer el camino de vuelta. Eso las llevó a una marcha sin los descansos necesarios, durante los dos ciclos lunares.

Cuando por fin terminamos y se nos permitió abandonar el desfile era bien entrado el mediodía. Si tiempo que perder, me dirigí hacia el campamento, dejé a Plata en el establo que se había improvisado hacía apenas unas horas y no me detuve hasta estar en mi tienda. Una vez allí me quité el yelmo con rabia, tirándolo a un lado, tras lo cual desabroché con movimientos bruscos los agarres del peto que me había protegido el pecho tantas veces, deshaciéndome de él con urgencia. Los pliegues de mi tienda se abrieron de repente, para dejar paso a un joven humano que entró azorado por el escándalo que hizo el metal al chocar contra el suelo.
–¡Iyara!
–Déjame Jainé, no estoy de humor.
–Preferiría pasar la noche contigo.
–Y yo preferiría no tener que fingir que somos héroes, pero aquí estamos.
–¿Por eso has estado tan callada durante el desfile?
–No tengo ganas de…
El joven se acercó a mí dispuesto a abrazarme pero, adivinando sus intenciones, me aparté a un lado bruscamente, a modo de rechazo. Visiblemente dolido, el guerrero se giró dispuesto a salir de la tienda, pero no dio ni tres pasos antes de pensárselo mejor y detenerse de nuevo.
–A mí tampoco me ha gustado pero Lure es nuestro comandante y hay que obedecerlo.
–¿Aunque esté cegado por la codicia?
–A un comandante se le obedece o se le mata para sustituirle. Así de simple.
–Así de simple…
–Sí.
En otro momento hubiera encontrado una réplica mordaz con la que responderle, pero estaba tan cansada que solo pude lanzar un profundo suspiro. Abatida, recorrí el breve espacio que me separaba del montón de pieles que me serviría de lecho y me senté en él para liberarme de las pesadas botas que llevaba. Habiéndomelas quitado, me dejé caer y cerré los ojos.
Sabiendo que estaba insistiendo más de lo que hubiera debido, el joven guerrero me siguió sentándose a un par de palmos de mí. No hubiera sido la primera vez que se llevara un buen puñetazo por pasarse de la raya. Así que se quedó quieto junto a mí, compartiendo mi silencio.
–¿Tú qué crees que les pasó? –le pregunté al poco.
–¿A qué te refieres?
–A los demonios.


El camino hacia Páramo Yermo había sido largo, pero transcurrió sin incidentes. Sabíamos que nos enfrentaríamos a un gran peligro pero nuestro comandante nos había prometido una recompensa a la altura de nuestros esfuerzos, así que avanzábamos con la moral alta hacia una incursión que, sin duda, seria memorable. Algunos de mis compañeros se entretenían fantaseando con lo que harían con semejante cantidad de oro, otros empezaron a entonar los primeros versos que seguro propagarían nuestra gesta por toda Tarmea. Cuando faltaban apenas dos jornadas para llegar, el comandante mandó una avanzada para que localizara al enemigo, lo estudiara, evaluara el terreno y propusiera una estrategia para combatirlo. El rey había sido parco en detalles en su encargo, ya que ninguno de los exploradores que había mandado al Páramo había regresado. Solo teníamos un rastro de aldeas arrasadas y calcinadas que terminaba en esa tierra estéril. Y rumores, un montón de versiones que se contradecían entre sí. Nada a lo que poder aferrarse.
Sabíamos que la avanzada tardaría como mínimo seis jornadas en regresar, así que montamos un campamento y empezamos a prepararnos para la batalla. Pero los cinco jinetes regresaron mucho antes de lo esperado, galopando y visiblemente eufóricos. Avisando también a los cuatro generales, se reunieron con el comandante para contarle lo que habían encontrado. Y después de eso, para sorpresa de todos, se reunió a otro grupo para que volviera al Páramo. Tanto yo como Jainé estábamos entre ellos, pero el comandante, que nos seleccionó personalmente y nos indicó que nos acompañaría, solo nos dijo que se requería una segunda exploración. Nada más.

Cuando llegamos entendí por qué el comandante había decidido explorar el Páramo por sí mismo. Si alguien me hubiera contado a mí la escena que nos esperaba tampoco me lo habría creído. Estaban todos muertos. El Páramo era un mar de cadáveres. Una maraña de sangre, vísceras y extremidades esparcidas por todas partes. Algo había acabado con los demonios cebándose con sus cuerpos. La escena era tan grotesca, que incluso yo estuve a punto de vomitar. Aquello apestaba. Ni siquiera las moscas se habían atrevido a acercarse. Dudé cuando el comandante nos ordenó recoger pruebas de nuestra hazaña para el rey, pero obedecí, tratando de no pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Tardaría varios días en empezar a asimilar lo que habíamos visto.
Terminamos tan rápido como pudimos y emprendimos enseguida el camino de regreso hacia el campamento, aunque ya había anochecido. Nadie quería pasar más tiempo del necesario cerca de aquel lugar maldito. El comandante concluyó que los demonios se habían matado entre ellos y esa fue la versión que se contó a toda la Compañía. Gracias a ese afortunado incidente llenaríamos nuestras bolsas sin tener que hacer nada más que cabalgar. Los mercenarios somos gente sencilla, práctica ante todo, así que nadie hizo preguntas ni reclamó mayores explicaciones. Se dio por buena la versión oficial y punto.


–No lo sé… –me respondió al fin el humano tras meditarlo largo rato.
–Pero si tuvieras que decir algo…
–¿En qué nos ayudará eso?
–Lo viste, ¿no es así?
–Yo no vi nada.
–Viste algo en el cielo, a lo lejos. Algo grande… oscuro…
–Iyara…
–Algo masacró a esos demonios, llevándose sus almas. Algo nos vio llegar y se detuvo. Para observarnos, para juzgarnos…
–Quizás solo fuera un dragón.
–No me tomes por idiota. Los dragones son criaturas nobles, inteligentes, tienen un gran sentido del  deber y del honor… solo atacan en legítima defensa. Y ningún demonio está tan loco como para atacar a un dragón.
–Vale, suéltalo.
–Era un ángel, Jainé.
–Los ángeles no existen.
–Estoy segura de que era un ángel…
–Estás equivocada.
Abriendo los ojos, me incorporé para mirar al joven guerrero. La expresión sombría que había adquirido su rostro hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
–¿Por qué estás tan seguro?
–Porqué si un ángel ha logrado llegar a Tarmea, no habrá en este mundo suficientes armas para combatirlo; ni magia lo bastante poderosa como para salvarnos.
Sin saber qué responder, me acerqué a él para darle un beso en la mejilla, a lo que él reaccionó abrazándome.
–No pretendía… –empecé.
–Por esta noche… centrémonos en que estamos vivos… –me susurró recuperando su tono alegre habitual, tras lo cual empezó a besarme lentamente.
–Celebremos, pues, la vida… –acepté quitándome el jubón que llevaba.
Desaparecimos entre el montón de mantas que me servía de lecho. Olvidándonos del resto del mundo. Olvidando el mal que nos acechaba desde la lejanía… Un mal que nos juzgaba… Un mal que pronto nos mediría para decidir cuál debía ser nuestro destino.

22 de febrero de 2020

Júlia y Malechk

Salir con una mortal no es fácil. Son frágiles, se ponen enfermos, dan calor y lo peor de todo, sangran todo el tiempo. Sé de lo que hablo, convivo con una humana desde hace tres años, yo, un adicto a la sangre. La semana que viene es nuestro aniversario y quiero prepararle algo especial. Pero es muy difícil, siempre me cuesta encontrar actividades adecuadas para su condición. No le gustan los bichos ni las serpientes, tiene vértigo, los cementerios le dan miedo... Es broma, a mí tampoco me gustan esas cosas. Pero sí que me cuesta encontrar cómo sorprenderla. Al final siempre acabo llevándola a uno de esos comederos que ellos llaman restaurantes. Le gustan mucho. Suerte que Júlia es vegana. Me repugna ver cómo los mortales cuecen y comen animales. Es asqueroso. Tampoco es que me entusiasme que coma hierbas, pero es mejor que ver esos trozos resecos de carne sin rastro de sangre. Mejor no empecemos con eso que me desvío…

Conocí a Júlia hará cinco años. Por aquel entonces yo aún tenía problemas para controlar mi sed, lo que me tenía en un estado permanente de ansiedad, así que mi terapeuta me recomendó ir a clases de yoga. Por descontado yo no creía en esas cosas, pero como el programa de deshabituación a la sangre no había funcionado conmigo, decidí probar. Total, ya no me quedaba nada que perder. Así que fui a lo que sería mi primer contacto con la espiritualidad humana, y allí estaba ella. Era la profesora. Llevaba el pelo recogido en una corta coleta rubia, e iba enfundada en unas ceñidas mallas de color celeste, a juego con el top que le oprimía lascivamente el pecho, y con lo que me fijé en segundo lugar: sus pequeños ojos de forma almendrada.
Lo primero que me vino a la mente cuando la vi, fue cómo debía inmovilizarla para poder morderle la carótida y chuparle toda la sangre, hasta la última y más ínfima gota. Pero eso no hubiera estado bien, así que desenrollé la esterilla gris que me habían prestado en la entrada y me limité a sentarme con las piernas cruzadas. Intenté pensar en animales como me había enseñado mi terapeuta <<Vacas, perros, conejos, ratas… a la parrilla, rebozados, al vapor…>> así conseguí calmar mi sed, que no la ansiedad que empezaba a acumularse en el lugar donde alguna vez había tenido un corazón. Necesitaba sangre, ya no podía aguantar más. Y cuando creía que sucumbiría a mi deseo y haría de esa habitación un matadero, Júlia me rescató con la sonrisa más bella que había presenciado en mi larga existencia:
–¡Vaya! ¡Hoy tenemos un vampiro en el grupo! –exclamó entusiasmada mirándome descaradamente.
Realmente me intrigó cómo aquella humana aparentemente tan ingenua me había descubierto, pero decidí no decir nada, así que le devolví la sonrisa y me limité a adoptar la misma posición incómoda que mis compañeros mortales. Eso pareció animarla aún más, si es que eso podía ser posible.
–¡Oh y es tímido! ¡Qué mono! –exclamó descaradamente.
Aquel calificativo me dejó totalmente fuera de combate. ¿Cómo una posible presa podía considerarme totalmente inofensivo? ¡A mí! Que había atemorizado todo Londres hacía apenas un siglo. Sí, Malechk el taxidermista me llamaban. Podéis imaginar cómo quedaban mis víctimas. Pero al parecer, una mortal que enseñaba yoga y olía a pachuli me consideraba “mono”. Quizás esa sociedad moderna que tanto decía apreciar la diversidad había llegado demasiado lejos.
La cuestión es que gracias a la inesperada reacción de Júlia pude contener mis ansias de matar. Y la clase que realizamos a continuación me sorprendió. Los lentos estiramientos, la profunda respiración, los cambios de posición…. Noté cómo se tensaban y relajaban músculos que no sabía ni que tenía. Los nombres de las posturas que hacíamos sonaban fascinantes y misteriosos en labios de aquella mujer: Virabhadrasana, Adho Mukha, Bhujangasana, Balasana… tenía una voz tan musical, tan profunda… aquellas palabras incomprensibles sonaban naturales pronunciadas por ella, como si hablara en su antigua lengua natal. Abandonándome a esa melodía, poco a poco me fui relajando y noté cómo el nudo que tenía en el pecho empezaba a deshacerse. Esa sensación era completamente nueva para mí.

Acabados los ejercicios, Júlia nos pidió que nos estiráramos encima de nuestras esterillas, en una posición cómoda. Con la misma calma con la que nos había guiado durante una hora, repartió unos paquetitos de tela rellenos de semillas para que nos cubriéramos los ojos, y empezó a mencionar partes de nuestro cuerpo hacia las cuales debíamos dirigir nuestra atención. Mientras iba visitando nuestro cuerpo con su cálida voz, se paseaba físicamente por la sala. Iba descalza. Yo podía oír cómo sus pasos se acercaban para volver a alejarse, una y otra vez, hasta que la tuve tan cerca que pude oír claramente su pausada respiración. Mi primer impulso fue destaparme los ojos para mirarla, pero me contuve. Me dejé llevar mientras ella me colocaba bien los brazos para que realmente tocaran el suelo y después de eso, hizo lo propio con los hombros, intentando que dejaran de estar rígidos. Ese contacto fue demasiado para mí. El nudo volvió a apretarse.
La tenía tan cerca que el olor a manzana que emanaba de su pelo inundó mi nariz. Y no solo podía oír el latido de su corazón, también el potente bombeo de sangre que éste provocaba y el flujo continuo que se extendía por sus venas. La sed volvió a ser mi prioridad. No me importaba nada más allá del hambre voraz que pasó a dominar mis pensamientos y que guio mis siguientes movimientos. Todo sucedió muy rápido. Me incorporé girándome hacia ella para cogerle las muñecas con mis manos e inmovilizarla con una fuerza sobradamente superior a la suya. Y me paré unos instantes a mirarle la cara antes de morderla para dejarla completamente seca. Sabía lo grotesca que podía ser mi expresión justo antes de alimentarme. En el estado en el que estaba, seguro que mis ojos ya estaban completamente rojos, inyectados en sangre, y rodeados por una contorno muy oscuro, casi negro. Eso sin contar que mi mandíbula se habría agrandado significativamente para dar paso a lo más aterrador: dos grandes colmillos que sobresalían tan relucientes como amenazantes. Quería ver cómo se horrorizaba. Disfrutar de su miedo y de la súplica que se podría leer en su mirada. Sabía que gritaría. Luego se quedaría completamente paralizada, o por el contrario, intentaría escapar. Básicamente esas habían sido siempre las reacciones de mis víctimas. Pero sorprendentemente, no fue la de Júlia. Cuando me paré a observarla para deleitarme con su miedo me encontré con un comportamiento totalmente distinto. Ella me estaba mirando directamente a los ojos, con una expresión desafiante en el rostro, y no parecía estar en absoluto asustada, ni haber perdido su calma y serenidad. Esa actitud me desconcertó. La confusión empezó a apoderarse de mi mente, dejando fuera la determinación y la urgencia que instantes antes me habían sometido. Ella aprovechó esa inacción para liberarse de mis manos y retroceder apenas un par de pasos sin apartar la vista de mí.
–No deberías haber hecho eso –me reprochó con una voz que de repente se había vuelto grave y fría.
Todos los alumnos nos observaban sin atreverse a interceder, ni siquiera moverse.
–Yo… –empecé a balbucear notando cómo mi rostro volvía a la normalidad.
–Sal fuera y tranquilízate –me indicó ella en tono autoritario.
Aquella respuesta me desconcertó aún más. No sabía qué hacer, así que me dispuse a recoger mi esterilla para salir de allí, pero su voz me interrumpió de nuevo.
–Deja la esterilla ahí. Cuando te hayas calmado podrás entrar a recoger tus cosas.
Me quedé mirándola convencido de que me estaban gastando una broma pesada pero no tardé en obedecer. La vergüenza que sentía por lo que había pasado me tenía completamente aturdido.
Mientras caminaba hacia la puerta, oí cómo Júlia se dirigía al resto de la clase.
–¿Es que nunca habéis visto un vampiro? –Venga, todo el mundo estirado y con los ojos cerrados. Volvemos a empezar el último ejercicio.
Al ver que muy pocos alumnos le hacían caso, no dudó en insistir.
–Ahora –ordenó con el mismo tono autoritario que había usado conmigo.
Para cuando todos estuvieron de nuevo en el suelo con los ojos tapados por el saquito de semillas yo ya estaba en el vestidor. Me tomé la séptima pastilla de compuesto de hemo del día y me di una ducha bien fría. Ese sucedáneo no calmaba mi ansiedad pero al menos me permitía gestionarla, más o menos, y sobrevivir sin matar a nadie. Después de ducharme, me sequé y vestí rápidamente, tras lo cual deshice mis pasos hacia un banco que quedaba justo al lado de la puerta de la sala en la que había hecho la clase de yoga. Esperé sintiendo cómo el compuesto empezaba a hacer efecto.

La puerta no tardó mucho en abrirse y los demás alumnos empezaron a salir ordenadamente. Como el banco les quedaba un poco alejado y de espaldas, no se fijaron en mí hasta que decidí levantarme y entrar de nuevo en la sala. Los pocos que aún quedaban en ella apresuraron visiblemente el paso para alejarse en silencio. Cuando Julia y yo estuvimos solos, me dirigí al lugar en el que aún había la esterilla que yo había usado y empecé a enrollarla para guardarla.
–Te ha enviado Lena, ¿verdad? –me espetó sin contemplaciones.
Aliviado por ver que Júlia había recuperado su sonrisa, dejé lo que estaba haciendo y me acerqué un poco más a ella, aunque lentamente y preocupándome por dejar una buena distancia prudencial entre nosotros.
–Sí, lo siento, yo… –empecé queriendo disculparme.
–Entonces eres adicto.
Aunque no le respondí, ella decidió seguir hablando.
–Esta no es una clase de yoga cualquiera. Aquí todos hemos sufrido. Algunos siguen haciéndolo: estrés, ansiedad, depresión, adiciones… Sé que estás avergonzado y que no desearás volver más. Hazlo. Una vez a la semana como mínimo. Si puedes, tres.
–Yo…
–¿Cómo te llamas?
–Malechk.
–Encantada. Yo soy Júlia –me informó recorriendo de tres grandes zancadas la distancia que nos separaba y dándome la mano.
Yo reaccioné con un respingo a ese gesto, por lo que ella no lo hizo durar más de lo necesario y enseguida me soltó.
–Haremos algo –me propuso alegremente –yo no te tocaré ni me acercaré a ti. Puedes ponerte en una esquina, alejado de los demás. Pero ven.
–No creo que esto sea para mí –logré a mascullar.
–Si Lena te ha mandado aquí es que lo necesitas. Tómate el doble de la dosis de compuesto que te hayan indicado antes de venir y ven. Te irá bien.
–Vale…
–¿Me prometes que vendrás?
–Nosotros no podemos…
–Prométemelo.
–No creo que…
–Has estado a punto de matarme, lo menos que puedes hacer es prometerme eso.
–Te lo prometo –cedí al fin sintiéndome un miserable.
–Bien. Ahora vete.
Sin añadir nada más, guardé la esterilla que ya había enrollado en su sitio y me dirigí hacia la salida. Antes de traspasar la puerta, quise darle un último vistazo a Júlia mientras ella empezaba a recoger sus cosas. Yo aún estaba en un estado en el que no podía reconocer mis sentimientos, pero ahora sé que ese fue el preciso instante en el que me enamoré de ella. Nadie antes se había enfrentado a mí de ese modo, ni había logrado calmarme y hacerme entrar en razón. Aunque no quería permitírmelo, una esperanza empezó a crecer dentro de mí. Quizás aquella mortal sería lo que por fin podría sacarme del infierno en el que estaba sumido desde hacía más de un año. Desde que había tocado fondo y estaba intentando desesperadamente volver a salir a flote para tomar ni aunque fuera una bocanada de aire. Y quizás, solo quizás, aquella sería la última vez que atacaba a alguien.


Después de lo ocurrido, me costó mucho atreverme a volver al Centro Yoga. Me daba vergüenza ver a Júlia y no sabía cómo reaccionarían los demás alumnos. Pero los vampiros no podemos romper ciertas promesas así que, aunque esperé una semana larga, volví con una esterilla a la espalda y haciendo ver que no había intentado matar a la profesora. Aunque se me recibió bien, las primeras clases fueron difíciles de gestionar. No solo era Júlia con su apetecible busto, sino los que se estaban convirtiendo en mi única compañía habitual: un chico moreno que desprendía un ligero aunque muy desagradable hedor a sangre seca procedente de sus devoradas uñas; otro al que le apestaban los pies (mis favoritos); una chica a la que no paraba de rugir el estómago (lo que me recordaba mi propia hambre); u otra que parecía estar permanentemente al borde del llanto (el aliño perfecto). Había más alumnos pero, por suerte, me quedaban lo bastante lejos cómo para que pudiera ignorarlos, tanto a ellos como a sus funciones vitales.

En esas primeras semanas tuve que salir al pasillo en más de una ocasión para serenarme, pero logré sobrellevarlo. No interaccionaba mucho con los demás alumnos, me limitaba a saludarlos amablemente y a mantenerme en mi rincón apartado. Para mi alivio, ellos tampoco intentaban interaccionar conmigo, ni siquiera Júlia, que me sonreía a modo de bienvenida y nada más.
Poco a poco le fui cogiendo el gusto a las clases y en lugar de ir solo un día a la semana, acabé yendo tres, como me había recomendado Júlia. Aquellas sesiones me iban muy bien para mantener a raya la ansiedad y me ayudaban a pensar con claridad. También seguía viendo a Lena todos los martes y, como ella me había indicado, escribía todo lo que me pasaba, fuera bueno o malo, en una pequeña libreta que siempre llevaba conmigo. No tardé en poder reducir mi consumo de hemo a más o menos la dosis recomendada, y también pude empezar a entablar conversaciones banales con algunos alumnos. Empezaba a pensar que me estaba curando. Así que cuando Júlia me invitó a ir a tomar un café, acepté sin pensármelo dos veces. Aquella mortal era realmente fascinante e, inexplicablemente, parecía haberse fijado en mí.

Quedamos un domingo por la mañana en una cafetería del centro. Era el único día de la semana que Júlia no tenía ninguna clase. Como llegué temprano, elegí una de las pocas mesas que aún quedaban disponibles y pedí una tila. Detestaba las infusiones, me parecían agua sucia, pero pensé que algo relajante me iría bien. Estaba muy nervioso. Y aunque me había tomado un par de pastillas de hemo, tenía hambre. Mientras esperaba a que mi cita llegara, me dediqué a observar la cafetería: el techo y el suelo de madera; las paredes de obra vista; los grandes ventanales... Una de las camareras estaba decorando el local con adornos navideños aunque apenas habíamos estrenado el mes de Noviembre. Hacía varios años que los No humanos habíamos salido de la clandestinidad y nos habíamos integrado en la sociedad humana, pero no por ello sus costumbres y su modo de vida dejaban de sorprenderme. Tenían días para todo: para conmemorar cosas; para olvidar otras; para estar agradecidos; para hacer balance; para reiniciar sus vidas… a veces pensaba que esos seres tenían que marcarse explícitamente qué sentir, qué hacer o qué decir; como si olvidaran que son mortales y que su tiempo en este mundo es efímero y volátil… solo cuando se enfrentaban a la muerte cara a cara se daban cuenta de que estaban desaprovechado sus vidas.

Una alegre palmada en la espalda me sacó de mis pensamientos. Era Júlia, que ya había llegado y aguardaba de pie junto a mí, esperando a que la saludara. Sobresaltado, me levanté para darle dos besos. Y entonces lo noté. Era tan intenso que tuve que apartarme bruscamente de ella, tropezando con la silla en la que había estado sentado. Un olor que no supe identificar, mezcla de sangre, humedad y algodón perfumado inundó mi nariz produciéndome un intenso mareo.
Dándose cuenta de lo que estaba pasando, Júlia se sonrojó visiblemente y empezó a rebuscar en su bolso para sacar de él un pequeño bote metálico. Sin esperar a que yo me recompusiera, lo dejó en el bode de la mesa que quedaba más cerca de mí.
–Voy al baño y a pedir. Ponte esto debajo de la nariz –me ordenó antes de alejarse rápidamente.
Sin pensar en lo que estaba haciendo, abrí el bote que Júlia me había dejado, liberando un agradable y fresco aroma a menta que logró espabilarme. Tras ponerme una generosa cantidad de crema debajo de la nariz, empecé a notar cómo la desagradable sensación de mareo empezaba a desvanecerse.

Para cuando Júlia regresó a nuestra mesa yo ya estaba completamente recuperado, lo que dejó vía libre a la vergüenza que sentía. No me atrevía a mirarla a la cara y solo deseaba salir corriendo de allí. Pero ella se sentó con una sonrisa, sosteniendo con ambas manos una taza humeante de chocolate caliente.
 –Oye, no te preocupes. No es culpa tuya –empezó ella para destensar la situación.
–Lo siento yo… nunca… no sé…
–Tranquilo. No hace falta darle más vueltas.
–Gracias.
–¿Estás mejor?
–Sí, suerte que llevabas esa crema.
–Bueno, una tiene sus trucos.
–Sí, sí… La verdad es que tus reacciones no dejan de sorprenderme. ¿Has tratado con muchos vampiros?
Nada más pronunciar aquellas palabras me arrepentí. Esa no era una pregunta para una primera cita y raramente podría tener una respuesta agradable. A pesar de que los No humanos nos estábamos integrando, nuestra historia estaba plagada de sufrimiento, brutalidad y muerte. Si una humana se había topado con un vampiro seguro que no había sido una experiencia agradable. Yo estaba tratando de ser un ser civilizado, pero no podía permitirme olvidar lo que era.
Para mi alivio, Júlia no se tomó mal la pregunta, aunque su sonrisa adquirió un deje de tristeza.
–Bueno… –comenzó meditando sus siguientes palabras– mi hermano es… un vampiro.
–¿Tu hermano?
–Hermanastro…
–¡Vaya!
Dándome cuenta de que aquél no era un tema agradable para Júlia, aplaqué mi entusiasmo inicial y decidí cambiar de tema. Y aunque ella no lo dijo, lo agradeció.

Aquella primera cita no había empezado demasiado bien, pero la cosa mejoró por momentos y no hubo más incidentes ni momentos vergonzosos. Hablamos de muchas cosas, ninguna demasiado profunda, pero generalidades necesarias para empezar a conocernos. Cuando nos despedimos tres horas más tarde una euforia como la que hacía tiempo que no sentía había inundado mi ánimo. Hasta ese momento solo había conseguido sentirme de ese modo secando cuerpos. Resultaba agradable recuperar esa sensación de bienestar con algo que no implicara segar otra vida.
Empecé a llegar un poco antes a las clases de yoga para poder hablar con Júlia, y también me quedaba para ayudarla a recoger cuando terminábamos. Me encantaba hablar con ella, me hacía sentir que todo era posible, incluso que un adicto como yo se rehabilitara. Quedamos un par de veces más para tomar algo y luego pasamos a las comidas, las cenas, ir al cine... Para mí todo eso resultaba un poco raro, ya que en los restaurantes a los que íbamos yo apenas podía comer nada, y en el cine tenía que ponerme tapones en las orejas para que no me reventaran los tímpanos, pero me gustaba aquella sencilla vida humana. Y me encantó cuando nuestra relación dio un paso más allá. Pero no entraré en eso, se me podrá acusar de asesinato pero jamás de airear secretos de alcoba.
Hasta que el destino puso a prueba nuestro lazo.

Fue una noche de primavera en la que la Luna llena relucía exageradamente grande. Júlia y yo habíamos quedado para ir a ver una obra de teatro en el centro, así que ella pasó a recogerme. Cuando salí de mi modesto apartamento a las afueras de la ciudad ella ya me estaba esperando, siempre era muy puntual. Sin tiempo que perder, me subí a su estrecho biplaza y le di un caluroso beso en los labios, para después pasar a abrocharme el cinturón mientras comentaba lo guapa que estaba. Estaba acostumbrado a verla con la ropa de deporte, que le sentaba genial, pero cuando salíamos y se acicalaba estaba radiante. A decir verdad se maquillaba solo lo justo, añadiendo algo de color en labios y ojos, pero aquellos toques hacían que sus facciones adquirieran un aire misterioso, casi sobrenatural, que a mí me fascinaba. Y la ropa resaltaba ese efecto aunque también solía ser sencilla: en esa ocasión, unos pantalones anchos y negros con un jersey ceñido de cuello alto a juego. También llevaba la pulsera de cristales que le había regalado hacía un par de semanas.

Devolviéndome el cumplido, Júlia arrancó el coche con una gran sonrisa y yo le pedí que me contara cómo le había ido el día. Tenía un horario tan comprimido y cambiante que resultaba difícil aclararse, pero ella no parecía tener problema con eso, ni con que yo lo olvidara tan a menudo. Cuando me estaba acabando de contar que a última hora había tenido una alumna nueva, ya mayor, que la había sorprendido por su increíble flexibilidad, algo hizo que se callara de repente. Al principio yo no entendí lo que estaba pasando. Podía sentir su miedo, cómo se le habían erizado los pelos de la nuca y cómo se había tensado cada músculo de su cuerpo. Pasé a mirarla fijamente. Y adivinando lo que iba a pasar a continuación, intenté detenerla pero no fui lo suficientemente rápido. Pegó un volantazo que nos sacó de la carretera y nos llevó a empotrarnos contra un árbol. A partir de ahí todo fue muy confuso. Una brusca sacudida me desorientó, y enseguida noté cómo algo tiraba de mí rozándome y quemándome el cuello. Antes de que pudiera reaccionar, recibí un fuerte golpe en la frente sin saber con qué había topado, y empecé a notar una humedad fría que se precipitaba por mi rostro. Estaba sangrando, o el equivalente vampírico, no sé muy bien cómo referirme a ese líquido oscuro y espero que nos corre por las venas.

Sé que perdí el conocimiento, pero no durante cuánto tiempo estuve inconsciente. Cuando volví a abrir los ojos vi a Júlia de pie, fuera del coche. Aunque no tenía sentido, giré la cabeza hacia la derecha, buscándola, y aunque tampoco tenía sentido, me sorprendió ver que el asiento estaba vacío. Volví la mirada al frente concentrándome en entender que Júlia había salido del coche. Me costaba enfocar la mirada pero distinguí que no estaba sola, delante de ella había otra figura. Considerablemente más alto y robusto, se acercaba a ella lo que parecía ser un hombre. Aunque tenía algo extraño. No sabría decir qué lo delató, pero no me hizo falta esperar a despejarme del todo para saber que un No humano se le estaba acercando. Y entonces lo entendí. Aquel ser había usado el truco más viejo del mundo, el que sacaba provecho de las buenas intenciones, de las buenas personas, de su ingenuidad…  No podía permitirlo, tenía que salvarla.
Arranqué el cinturón que me retenía de un tirón y abrí torpemente la puerta del coche. Yendo tan rápido cómo me lo permitía mi estado, saqué una pierna del vehículo, luego la otra, y me levanté sin apartar la vista de Júlia. Viendo que el No humano estaba ya muy cerca de ella, lancé una especie de gruñido para intentar ahuyentarlo, lo que hizo que Júlia se girara hacia mí. Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, me desplacé rápidamente hacia ella, dispuesto a protegerla, pero para cuando llegué, el No humano ya se había apresurado a huir. Estuve tentado de seguirlo pero me preocupaba mucho más saber si Júlia estaba bien. Así que me giré hacia ella dispuesto a atenderla y la encontré de rodillas, sollozando en el suelo.
–¿Júlia, estás bien?
–No –me respondió ella con un hilo de voz y la respiración entrecortada.
Intenté examinarla, desesperado por encontrar las heridas que sabía que tenía, pero su cuerpo estaba tan tenso, tan rígido, que apenas podía moverla.
–Abrázame –me suplicó.
–Estás sangrando Júlia. Yo no debería…
–Por favor...
Cedí. Me abandoné al deseo de rodearla entre mis brazos. Y noté cómo mis ojos se inyectaban en sangre, cómo los contornos se hundían, cómo crecía mi mandíbula, cómo sobresalían mis colmillos... Recurrí a todos los trucos que alguna vez me habían enseñado: respiré, recé, repetí mantras, pensé en animales, en carne cocida… y resistí. Resistí porqué aquella era la mujer más especial que había conocido nuca, la única que me había entendido, la que me estaba ayudando a salir de la oscuridad. Resistí porque el mundo sin ella no hubiera tenido sentido, y porqué el deseo de protegerla, era más fuerte que el hambre que quemaba mis entrañas.
–¿Te ha hecho daño?  –logré preguntarle haciendo el esfuerzo más grande que nunca había hecho. Podía oír cómo su sangre empezaba a coagularse entorno a los pequeños cortes que tenía por los brazos y la frente. Tenía una herida más profunda en algún lugar de las piernas, pero tampoco parecía grave. Me centré en tranquilizarme. Estaba bien, se recuperaría.
 –No. Él nunca…–me respondió antes de que su voz se quebrara.
–¿Él?
–Mi… hermano...
–¿Cómo?
–Abrázame. No me sueltes –volvió a pedirme ya sin esforzarse en reprimir las lágrimas.
–No te soltaré. Estoy aquí.


Todavía hay días en los que me cuesta controlarme. Al fin y al cabo, soy lo que soy, está en mi naturaleza. En esos momentos en los que estoy a punto de rendirme, repaso mi historia con Júlia. Sí, hemos pasado momentos muy difíciles, pero a pesar de todo, aquí estamos, a punto de celebrar nuestro cuarto aniversario. Resulta emocionante. Durante años me obsesionó el hecho de poder caminar bajo la luz del sol, de no tener que relegarme a la oscuridad. Los humanos solucionaron eso con su ciencia, más o menos. Y Júlia entre ellos, es la verdadera luz que necesitaba.

9 de febrero de 2020

La dama de la Luna

Faltaban cinco minutos para que el gran reloj de la pared marcara las tres de la tarde, y un agudo timbre anunciara el comienzo del fin de semana. Luna hacía un buen rato que no escuchaba a la profesora, concentrada como estaba en el hambre que tenía. Imaginó la comida que ya debía de estar preparando su bisabuela Pilar, y su estómago rugió a modo de queja. Hacía días que no veía a sus abuelas. El fin de semana anterior no se había podido quedar con ellas y tenía muchas ganas de verlas. Al fin el timbre sonó, y toda la clase recogió sus cosas a velocidad de vértigo, sin esperar a que la profesora les diera permiso para marcharse. A las tres y cinco el patio de aquella pequeña escuela ya estaba abarrotado de alumnos que lo cruzaban apresuradamente mientras se contaban a gritos lo que harían el fin de semana.

El autobús no tardó mucho en llegar, y aunque estaba abarrotado, Luna decidió subirse igualmente para llegar pronto a su destino. Solo tenía que aguantar cinco paradas, pero harta de que codos y pies invadieran su espacio personal, se bajó una parada antes de lo que le tocaba, y empezó a andar con pesadez, arrastrando los pies. Cuando al cabo de poco divisó por fin la casita blanca en la que vivían Rosa y Pilar aligeró el paso, y en menos de cuatro minutos ya estaba delante de la verja. Llamó tres veces al timbre con urgencia, como siempre hacía, y la puerta no tardó en abrirse.
–¡Sabía que eras tú! –exclamó Rosa a modo de saludo, esforzándose por adoptar una expresión seria.
–¡Hola abuela!
–¡No hace falta que le des tanto! Estamos viejas, pero aún no estamos sordas.
Una gran sonrisa iluminó el rostro de la anciana mientras su nieta la abrazaba con fuerza. Cuando se separaron Luna se adentró a toda prisa por el pasillo al que daban todas las habitaciones del piso inferior, hasta llegar a la cocina.
–¡Macarrones! –exclamó reconociendo el inconfundible aroma mucho antes de ver la gran cazuela que Pilar removía.
–Sí –reconoció la bisabuela riendo.
–Mmmmmmmmmmmmm...
–Toma, prueba si está bien de sal –le pidió acercándole una cucharita con un poco de sofrito.
–Perfecto, ¡qué rico está!
Pilar ensanchó aún más su sonrisa, visiblemente contenta. Luna sabía que su bisabuela le pedía que probara las cosas porqué le encantaba que le dijeran lo buenas que estaban, y como siempre era verdad, ella la contentaba diciéndoselo.
La pasta no tardó en estar lista y pronto se sentaron a la mesa del comedor para devorarla, junto con Rosa. Los macarrones de la abuela Pilar eran su plato estrella y el favorito de Luna. Con ellos Rosa podía reunir a toda la familia con solo un par de llamadas, bastaba con decir que harían macarrones para que tíos y primos aparecieran por arte de magia, aunque los hubiera avisado con poca antelación.

Después de comer, recogieron la mesa entre las tres y Rosa regresó al pequeño taller que había en el patio interior, tenía un encargo importante que debía acabar antes del domingo. Luna se quitó los zapatos y se sentó en el sofá del comedor con las piernas cruzadas, mientras Pilar se dejaba caer en su butacón.
–¿Quieres ver algo? –le preguntó la anciana, soñolienta, haciendo un gesto con la barbilla hacia el televisor.
–No dan nada…
–¿Entonces?
–Cuéntame una historia.
–¡Oh! ¿Y cuál quieres que te cuente?
–La de la dama de la Luna.
–Te la he contado mil veces…
–¡Me gusta mucho!
–Siempre me pides que te la cuente cuando ha habido Luna llena.
–Venga…
–Está bien…


Luna cogió el pequeño cojín azul que tenía a un lado y se acomodó abrazándolo, preparada para escuchar a su bisabuela.
–A ver… ¿Por dónde empiezo?
–¡La concepción de la dama!
–Quizás deberías contarme la historia tú a mí…
–No, no…
–Bien. Hace muchos, muchos años, cuando los hombres todavía no caminaban erguidos ni habían descubierto el fuego; cuando a los dioses aún les gustaba venir a pasear por este mundo; cuando a los peces no les daba miedo salir del agua ni a los gatos meterse en ella…
–A la gata de mi amiga Paula le gusta el agua.
–No, le gusta el movimiento del agua, como a todos, tiene un poder ancestral que logra hipnotizar a quien lo mira…
–Ella dice que la baña y que a la gata le gusta.
–Si ella lo dice… pero no me interrumpas.
–Vaaaaleeee…
–La cuestión es que en esos tiempos sucedió algo que nadie podría explicarse: Nakture, diosa de la naturaleza y madre de toda forma de vida y Llarak, señor del inframundo, se enamoraron.
–¿Llarak era un dios?
–Ya sabes que lo es. Aunque un dios incomprendido, repudiado por sus iguales y exiliado a lo más bajo y profundo de este mundo.
–¡Qué injusto!
–Bueno, debemos suponer que sus razones habría… Pero el destino quiso que Nakture y Llarak se encontraran, unidos sin duda por el hecho de ser uno antagonista del otro. Como la cara y la cruz que son en definitiva dos partes de una misma moneda. Nakture acabó con la soledad que consumía a Llarak y éste hizo que ella se sintiera realmente viva. Así que cada vez pasaban más tiempo juntos, de la única manera que podían estarlo: haciéndose mortales en nuestro mundo. De aquellos encuentros nació una preciosa niña.
–¡Luna!
–Sí. Una pequeña de tez blanca como su padre, y ojos rojizos, del mismo color que el pelo, igual que su madre.
–¿Y vivían los tres en la Tierra?
–Bueno, Llarak visitaba frecuentemente su reino, donde había dejado a una especie de encargado, pero sí, procuraron estar con Luna durante toda su infancia.
–Como mortales.
–La única forma en la que un dios puede visitar este mundo.
–¿Y qué pasó luego?
–La niña un día sangró, haciéndose mujer.
Pilar fingió no darse cuenta de lo rojas que se habían puesto las mejillas de su bisnieta ante esa afirmación, y en lugar de preguntarle algo que ya sabía, decidió proseguir con la historia.
–Como Luna ya era adulta, sus padres se la llevaron al plano de existencia divina.
–¿Al cielo?
–Bueno, tiene muchos nombres. Es un lugar que no es lugar, donde los dioses pueden fluir y ser, sin ser, en toda su esencia.
–No lo entiendo…
–Imagina que te meten en una caja donde no cabes de pie, ni siquiera sentada, sino que tienes que plegarte y retorcerte incómodamente.
–Vale.
–Eso es lo que les pasa a los dioses cuando vienen a este mundo y se hacen mortales. Ahora imagina que sales de la caja y tienes todo el espacio que necesitas para moverte.
–Como es.
–Así es el plano divino para ellos. Solo que su esencia es tan grande que lo abarca todo.
–¿Y a Luna le gustaba ese plano?
–No. No estaba acostumbrada a ese tipo de… existencia. Así que un día, logró convencer a un brujo para que le abriera una puerta de vuelta.
–¡La Luna!
–Sí. Y solo podía cruzarla cuando la puerta estaba completamente abierta.
–Luna llena.
–Exacto. De manera que empezó a escaparse a nuestro mundo. Necesitaba sentir la seguridad de estar en su cuerpo mortal, con las emociones, percepciones y sensaciones que ello conlleva. Para ella la caja era cómoda, era su hogar, como nos sucede a los mortales.
–¿Y qué pasó?
–Que no puedes esconderle nada a un dios, eso pasó. Sus padres se enteraron de las incursiones de la pequeña.
–¿Se enfadaron?
–Más bien se preocuparon. Intentaron prohibirle que volviera a este mundo y la amenazaron con destruir la puerta. Temían que algo pudiera herirla mientras era mortal. A Llarak le aterraba la idea de encontrarla un día llamando a la puerta de su reino. Pero ella no obedeció y siguió con sus escapadas.
–¿Por qué no siguieron viviendo todos en nuestro mundo como cuando Luna era pequeña?
–Dime, ¿Qué pasaría si no se creara ni se destruyera más vida?
–Que todo se paralizaría.
–Nosotros tendríamos la inmortalidad, pero nadie nacería, nada se regeneraría, nada avanzaría… Ni Llarak ni Nakture podían permitírselo. ¿Además, quién renunciaría a ser un dios?
–Luna podría haberlo hecho.
–No. No estaba cómoda en el plano divino pero tampoco lo acababa de estar aquí. Era mitad mortal y mitad diosa… una combinación difícil de sobrellevar.
–¿Y entonces qué?
–Llarak y Nakture entendieron que Luna necesitaba regresar periódicamente a nuestro mundo.
–Así que al fin le dejaron usar la puerta.
–Con una condición.
–Que no fuera sola.
–Y juntos crearon los siervos de la Luna, para proteger a su dama.
–Los lobos…
–Los lobos. Encargados de velar por el equilibro entre la vida y la muerte.
Un silencio denso se impuso en el pequeño comedor. Luna había oído aquella historia muchas veces, y le gustaba, pero siempre la entristecía escuchar el final. Era una historia bonita, que daba un objetivo digno a las transformaciones que muchos sufrían cada mes. Pero ella sabía que lo que les sucedía no era un honor, ni siquiera algo que habían elegido ellos mismos acertadamente o no; era una maldición, se contara como se contara.

–¿El finde pasado fuisteis al bosque? –se decidió al fin a preguntar la joven.
–Sí.
–¿Y visteis a la dama?
–No. Hace muchos años que nadie la ve.
–¿Y cómo sabes que aún está viva?
–Por qué aún hay Luna llena, y lobos para cuidar de ella.
–¿Crees que algún día podrá protegerse sola?
–Quién sabe…
–Te quiero abuela.

19 de enero de 2020

De noctus y lúminos

Desde bien pequeña, Luna solía pasar los fines de semana en casa de sus abuelas. Le encantaba. Su abuela ya hacía años que se había jubilado pero aún aceptaba algún que otro encargo. Era costurera, y de las buenas, de esas que aún bordaban y hacían los remaches a mano. Luna se había pasado su infancia viéndola coser, jugando con los trozos de hilo que siempre había esparcidos por el suelo, y haciendo vestidos para sus muñecas con los retales que le guardaba. Más de una vez se había llevado una buena bronca por cortar un trozo de tela que no debía, o por usar hilo del bueno en lugar del desechado. Rosa le había enseñado como se enhebraba una aguja cuando ella apenas tenía cinco años. A los seis ya era capaz de hacer camisetas y pantalones para sus muñecas, y a los siete se arreglaba su propia ropa.

Rosa vivía con su madre Pilar. Ella había estado sirviendo en la cocina de una casa bien durante años, así que cocinaba de maravilla. Cuando Luna no estaba cosiendo o leyendo, ayudaba a su bisabuela a hacer caldos, guisos, asados… Ella se encargaba de las tareas sencillas que Pilar le mandaba con la seriedad de una chef profesional, encantada de aprender ese oficio que encontraba fascinante, casi místico. Pero su momento favorito llegaba cuando se tenía que dejar cocer la comida y pasaban al pequeño comedor, donde se sentaban a mirar la televisión. Eso siempre acababa igual: Luna hacía alguna pregunta o sacaba algún tema concreto intencionadamente para que Pilar le contara alguna de sus historias. Sabía tantas… Era una fuente inagotable de cuentos, refranes, canciones… Y Luna nunca se cansaba de escucharla, aunque ya tuviera catorce años y fuera raro verla jugar con sus muñecas.

Una tarde, mientras estaban viendo una película de vampiros, Luna le preguntó a su bisabuela si era verdad que aquellas criaturas se alimentaban de sangre humana.
–Bueno… Ahora ya no es muy habitual… Pero alguno quedará que sí lo hace –le respondió ella pausadamente.
–¿Y antes?
Luna dejó el teléfono móvil a un lado, cruzó sus piernas encima del sofá y abrazó el pequeño cojín azul que instantes antes reposaba a su derecha. Sabía que de la vaga respuesta que le había dado su bisabuela acabaría saliendo una buena historia y estaba impaciente por escucharla.
–Antes sí. Todo el tiempo.
–¿¡Por qué!? –exclamó la joven emocionada.
Disfrutando de la curiosidad que había despertado en su bisnieta, Pilar se levantó para hacer un rápido viaje a la cocina, donde un caldo de verduras burbujeaba dentro de una olla enorme que hacía rato que había empezado a humear. Una vez allí, removió la sopa rápidamente y regresó en menos de dos minutos con un vaso de agua medio lleno. Mientras la esperaba, Luna había bajado al mínimo el volumen del televisor, ya que la película había perdido todo interés para ella.


–Verás –empezó la anciana sentándose lentamente en su butacón– esa es una historia para la que tendremos que retroceder miles de años. De hecho, tendremos que remontarnos al momento primigenio de la misma creación de este mundo. ¿Estás preparada?
–¡Sí! –afirmó Luna entusiasmada.
–En esos tiempos las criaturas que poblaban la Tierra se dividieron en dos grupos incompatibles entre sí: los noctus y los lúminos. 
–No se esforzaron mucho con los nombres…
–No me interrumpas.
–Perdona…
–Por noctus me refiero a los seres a los que los humanos llaman sobrenaturales: brujos, hechiceros, hadas, gnomos… pero excluyendo a trasgos, orcos, taurens, centauros y demás criaturas con sangre de bestia. Nunca he entendido por qué se hizo esa distinción pero así era.
–¿Y hombres lobo?
–Ya sabes que eso vino más tarde.
–Vale…
–Los noctus estaban condenados a vagar por la oscuridad, ya que la cercanía de un ínfimo rayo de sol los hacía arder. Debían, pues, esconderse de día.
–¿Por qué?
–La naturaleza se esfuerza tozudamente por mantener el equilibrio, pero a veces no se da cuenta de que es totalmente arbitraria. A ellos les había dado grandes dones, así que para compensarlo, les dio la noche. Y aunque quería ser justa, en esa primera decisión ya los menospreció.
–¿Por qué no podían vivir todos juntos de día y de noche?
–Esa es la clave de todo. La naturaleza creó a sus hijos prejuzgándolos. Los creía malvados, capaces de someter a sus hermanos más débiles, así que los separó dejando el sol y la luna como eternos guardianes.
–Pero tenía razón…
–¿Tenía razón? ¿O fue precisamente su miedo el que moldeó su creación? ¿Acaso no son malvados también los humanos?
–Habrá de todo.
–Exacto, depende de cada individuo…pero no me interrumpas que pierdo el hilo.
–Vale…
–La cuestión es que no solo se impuso una limitación a los noctus, los lúminos tenían prohibido pasearse bajo la luz de la luna, y si alguno osaba hacerlo, quedaba completa e irreversiblemente petrificado. La historia nos dice que por aquellos tiempos había la misma cantidad de horas de día que de noche, y que en el mundo reinaba un perfecto equilibrio. Todos estaban contentos. De la gloria de esos tiempos tan exquisitamente repartidos se ha hablado largo y tendido a lo largo de los siglos. Pero dependiendo de qué raza cuente la historia te dirá una u otra cosa. En la versión que a mí me contó mi abuela, se decía que los noctus estaban conformes con vivir de noche. Al fin y al cabo, no puedes echar de menos algo que no has tenido. Pero a los humanos les resulta imposible conformarse, son tercos y ambiciosos, de manera que no descansaron hasta romper su maldición nocturna.
–¿Cómo lo hicieron?
–Nadie lo sabe con certeza. Hay quién dice que hicieron un pacto con La Madre; otros que por aquél entonces tenían algún poder que sacrificaron.
–¿Y tú qué crees?
–Yo creo que detrás debe de haber una historia de amor. Siempre la hay.
–¿Un romance?
–El amor tiene muchas formas, Luna. Amor por uno mismo, por la idea de ser, por el poder y la grandeza, por el prójimo… el amor es voluntad.
–Cuando te pones así no te entiendo…
–¡Ja! Algún día me entenderás.
–Si tú lo dices…
–Volviendo a la historia… Cuando los humanos se libraron de su limitación, también quebrantaron la harmonía del mundo. Los días empezaron a alargarse. Cuanto más terreno ganaba la luz a la oscuridad, más crecía el odio y el resentimiento de los noctus, hacia todos los lúminos, pero especialmente, hacia los humanos. Pronto los culparon de su decadencia. Los hicieron responsables de la escasez de comida, del declive de la natalidad, de ver cómo su magia se disipaba... Si eran o no culpables solo La Madre puede juzgarlo, pero el caso es que los noctus se rebelaron contra ellos. Profanaron su mundo y vertieron su sangre. Pero algunos fueron mucho más allá. Empezaron a alimentarse de ellos, pasando por encima de lo más sagrado. Y así se creó una nueva raza que antes no existía: la de los vampiros. Hadas, brujos, gnomos, elfos... Bebieron la sangre de sus hermanos más débiles. Eso los cambió, los hizo mucho más fuertes, rápidos e inteligentes, prácticamente invencibles, pero también les llevó a un punto de no retorno. Esa fue la era de los chupasangre: todos los temían, se habían impuesto sobre las otras razas, ya fueran de día o de noche. Pero no duró mucho. Es lo que tiene masacrar lo único de lo que has pasado a alimentarte. Los humanos casi se extinguieron, pero llegó un punto en el que se aliaron con los demás lúminos y renacieron cual ave fénix. Hasta algunos noctus se les unieron, decididos a acabar con la tiranía ya en decadencia de los vampiros. Después de eso vino la era de las hadas, luego la de los orcos, después la de los brujos… La balanza se ha inclinado en un bando y en otro tantas veces que nadie vivo es capaz de recordarlas todas. Hicieron falta siglos de guerras, con sus pactos, traiciones y concesiones, pero lo que realmente hizo posible La tregua de la que gozamos hoy día fue un… Incentivo. Tan simple como anhelado por los noctus: volver a ver la luz del sol. Hace años los humanos encontraron, con su ciencia, la manera de romper también la maldición de día de los noctus. Y la convivencia empezó a ser posible. Hasta los vampiros dejaron de beber sangre humana a modo de agradecimiento.
–Eso está bien.
–Se dice –continuó la anciana– que esa guerra ancestral aún no ha terminado, y que lo peor está por llegar. Por eso hay días que duran más que otros. Y por eso a veces llueve, luce un sol radiante o nos levantamos con el cielo encapotado. Es la balanza que se inclina peligrosamente…
–Eso es absurdo. La ciencia ha explicado todo eso.
–¿A si? ¿Qué ciencia?
–La humana.
–Ya… La humana. Siempre todo es por y para ellos.
–¡No le metas esas ideas en la cabeza! –exclamó de repente Rosa apareciendo por una de las puertas del comedor. De tres grandes zancadas se situó entre Luna y Pilar, mirando a su madre con cara de desaprobación.
–Solo son historias…
–Ya, pero luego se lo cuenta a nuestra querida Nina y ella se pone hecha un basilisco.
–No se lo contaré –prometió la joven en tono suplicante.
–En fin… –concluyó Rosa –¿Cómo va la sopa?
–No le queda mucho.
–Bien voy a ducharme. Mamá, ya basta de historias por hoy.
–Está bien… –mustió Pilar. 
Aunque tan pronto como Rosa se perdió de vista por el pasillo, la anciana le guiñó un ojo a Luna descaradamente. Eso significaba que aún le contaría alguna historia más antes de ir a dormir.

5 de enero de 2020

Balance 2019, planteamiento 2020

¡Feliz año nuevo!

Me apetecía publicar un post haciendo un poco de balance de este 2019 (en cuanto a lo que a escritura se refiere), y del planteamiento que tengo en mente para el 2020. Así que aquí lo tenéis.

Este 2019 he retomado mi sueño de ser escritora, lo que se ha concretado en las siguientes acciones:
  • Realización de un curso de escritura creativa.
  • Inauguración de este blog. 
    • Desde el 1 de Noviembre he publicado 5 relatos, que han leído 48 usuarios en 127 sesiones. A todos estos usuarios: ¡Muchas gracias por leerme! Pronto publicaré un nuevo relato.
  • Inauguración de la cuenta de twitter https://twitter.com/arirsoler, que actualmente cuenta con 25 seguidores 😊: ¡Gracias a vosotros también por seguirme!
  • Participación en un concurso literario de temática salud y gente mayor. En Abril 2020 se sabrá el resultado (¡Qué nervios!).
  • He retomado un proyecto que hacía tiempo que tenía parado, una novela de ciencia ficción de la que ahora tengo escritos 5 capítulos (en total 45 páginas que suponen, aproximadamente, el 25% de la novela).
  • Y he estado trabajando en un relato para un concurso literario sobre la figura del vampiro.

En cuanto al año que acabamos de empezar:
  • Lo primero será entregar el relato del vampiro (el 10 de Enero).
  • Después me pondré de lleno a trabajar en el siguiente relato del blog. Tengo uno empezado y el planteamiento definido para tres más. Dejaré descansar un poco la historia de la bruja negra para publicar algún relato autoconcluyente. Después de eso, seguiré completando esa trama 😏.
    • La idea es publicar un relato en el blog, como máximo, cada 15 días.
  • El día 13 de Enero empiezo otra edición del curso de escritura creativa, que esta vez tratará sobre el viaje del héroe y cómo contarlo bien.
  • Seguiré trabajando en la novela de ciencia ficción. Me gustaría terminarla hacia finales de marzo, pero ese es un plazo bastante ambicioso, así que ya veremos.
  • Además, tengo otra novela que ya escribí y de la cual no me gusta ni el principio ni el final. Hace unas semanas se me ocurrió cómo mejorar el final, así que espero retomarla también este año para mejorar esas partes.
  • En paralelo he empezado a elaborar un directorio de editoriales de fantasía y ciencia ficción que aceptan manuscritos, y quiero hacer otro de concursos literarios en los que me gustaría participar. Me he puesto como objetivo participar en cinco concursos este 2020, veremos cómo va eso.
Y con esto creo que ya voy a estar muy ocupada 😊.

Así que nada más. Muchas gracias de nuevo por leerme y deseo que acabéis de pasar muy buenas fiestas. ¡Un abrazo!